por Simon Klemperer
El cronista dice retirarse,pero siempre está volviendo. Las manos le queman y los dedos golpean las teclas. Una nueva derrota, el público argentino exaltado, Messi que sufre y quiere irse, y está solo. Todos los jugadores un poco solos, entre tanto juego colectivo que no aparece.
Chile juega de memoria y Argentina carece de ella. Chile juega bien y a veces gana. Argentina juega normal y a veces, también gana. Chile, para tener poder ofensivo tiene que atacar mínimo con seis jugadores. A Argentina le basta simplemente con tener afilado y puesto a punto a Messi y Di María. A Chile tuvo que llegar un argentino llamado Marcelo Bielsa para poder armar una máquina aceitada y con buen funcionamiento colectivo, mismo argentino que en su país es más cuestionado que en ningún lugar del mundo. Mientras tanto, en la Argentina, tierra de egos, el fútbol se ha convertido en una máquina de autodestrucción. Chile, esa maquinita, juega de memoria. Cada jugador sabe, sin mirar, dónde están sus compañeros. Necesitan ubicarse porque tienen que darse la pelota para seguir siendo un organismo vivo. Necesitan saberse de memoria porque cada uno depende del resto. En la Argentina no tienen memoria y todos dependen de Messi. Dependen de él, pero sobran quienes lo hacen pedazos. Yo creo que lo destrozan porque no es canchero, y el porteño necesita que el ejemplar de cara al mundo, lo sea. En la Argentina últimamente nos amamos antes del partido y nos odiamos al final. La derrota saca lo peor de cada uno.
Sin embargo, no es la victoria lo que saca al ser humano de su lado oscuro; es el fútbol. Y no el fútbol a secas, sino el que además de ganar quiere jugar. Si Argentina, ese equipo con un enorme ego individual y poco juego colectivo, hubiera ganado este invento empresarial organizado por los dirigentes que están casi presos, llamada Copa Centenario, o la Copa América anterior, o incluso el Mundial, seguiría siendo ese equipo con mucho ego individual y poco juego colectivo. Y haber salido campeón no los habría sacado del lado oscuro sino que, por el contrario, los hubiera ayudado a guardar la mierda bajo la alfombra, y hubieran seguido pensando que son los mejores del mundo porque tienen a Messi, olvidándose de que no tenían equipo, sino solo un salvador. Aquí nadie habla de fútbol, aquí hablan de personalidades. Es un mundo de chimentos y calenturas. Aquí la gente habla de Messi. Que lo aman y lo odian; que dependen de él y lo crucifican.
Christian Rémoli, realizador audiovisual y futbolero argentino, dijo antes del partido que “la importancia y la manija que le dan a esta Carrera de Embolsados camuflada de copa importante, es directamente proporcional al peso con el que le van a caer al equipo, en particular a Messi y a Martino, si no gana hoy a la noche”, y así fue.
Es hermosa esa maquinaria autodestructiva. Es tremendamente explicativa de los funcionamientos nacionales. En todos los países funciona igual. Es la inequívoca consecuencia del chauvinismo. Es la inevitable consecuencia del exaltamiento de las naciones y de las comunidades mal imaginadas. En Chile funcionaba exactamente igual antes de Bielsa y lo va a volver a hacer cuando, algún día, vuelva a extinguirse el juego que ahora hay. El fútbol hace felices a los chilenos y a veces, incluso, los hace ganar. No es un pueblo que se ame a sí mismo; es un pueblo que históricamente también se ha autodestruido ante la derrota. Salvo durante el bielsismo y post-bielsismo, donde algunas veces aceptó algunas derrotas por haber jugado bien. Pequeños gestos de madurez que desaparecerán cuando desaparezca el fútbol bien jugado y vuelva el ganemos como sea. O empatemos como sea, que tampoco es tan malo. El fútbol es todo. Lo demás es exitismo, chauvinismo, falso amor propio, necesidad de satisfacer frágiles vidas y endebles historias. El fútbol como juego es lo único que hay. El fútbol como fenómeno social es el caldo de cultivo de los peores sentimientos y las peores actitudes. El juego nos hace libres, no las victorias.
De individualidades y sujetos colectivos…
Sobran quienes dicen que Messi no tiene la personalidad de Maradona. Incluso lo dice el Diego, o lo que queda del Diego. Y por qué lo dicen. Porque creen que el mundo funciona según individuos llenos de carisma y personalidad, y no de grupos humanos. El sujeto colectivo brilla por su ausencia. Otra vez el culto a la persona, otra vez el recuerdo de ese hombre canchero y fanfarrón. Otra vez el amor a las figuritas difíciles. Otra vez la sumisión al caudillismo. Otra vez el personalismo y otra vez y otra vez. Y de fútbol… de fútbol ni hablar. Y entonces a Messi lo critican por su falta de personalidad, porque se enorgullecen de ese exceso de personalidad que tantos creen tener y no tienen. Otra vez esa falta de humildad tan emparentada con la prepotencia. Y Messi… Messi solo. Solo buscando compañeros en la cancha, y el Tata Martino que le saca a Di María de al lado y le pone a Kraneviter. ¡Mamita! El granero del mundo y le pone a Kraneviter. Algo de cobardía hay en todo esto. Algo de miedo al vacío de lo no construido. El primer tiempo Argentina fue mejor porque presionó en campo contrario, después ya no. Después esperó en campo propio y volvió a depender de Messi. Nuevamente volvió esa triste, amarreta y cobarde actitud, tan abundante en las épocas de Batista, Maradona y Sabella, de no jugar.
Y ahora. Ahora todos buscan explicaciones como locos, desesperados, y nadie habla de fútbol, porque nadie quiere aceptar que fútbol no hay, y todos quieren volver a ser Maradonas y meter goles con la mano, porque son más pillos y astutos que nadie en el mundo. La mala noticia es que la vida se construye de personas y no de Maradonas. Maradona ya fue. Ya pasó. Ahora hay que armar equipos y eliminar deidades. Deberíamos darnos cuenta de que cuando hay un relámpago no es Dios sacándonos fotos, sino simplemente un relámpago. La final estaba ganada de antemano, porque así somos, cheroncas. Y la perdimos. Éramos el mejor equipo de la Copa porque… ¿Bolivia, Panamá, Venezuela, Estados Unidos? ¿En serio?
Maradona, ese futbolista que fuera el mejor del mundo, ahora está más solo que nadie. Todos los aman pero nadie lo quiere. Todos le profesan un amor incomparable pero nadie está a su lado. Al Diego se lo come la figura que los argentinos hicieron del él, y a los argentinos se los come la figura que el Diego hizo de ellos. Y Messi, ese que dicen que no tiene la personalidad que los que hablan tampoco tienen, se aburrió y se fue. Y así, poco a poco, todos se van yendo y se van quedando solos.
En la final de la Copa, Chile simplemente tuvo calma y jugó. Adueñándose de los tiempos y tocando la pelota. Chile hizo una cosa de la que aquí no nos damos cuenta porque pensamos demasiado: tocó la pelota. Hizo una cosa rara llamada dar pases. Chile administra el correr de la pelota mientras los argentinos no podemos administrar el exceso de personalidad. Y Caparrós twitea una cosa tan básica como la siguiente: “Hermanos chilenos agrandados: qué bueno que hayan vuelto a empatarnos. Felicitaciones por el partido!” Sin palabras. Sólo resta decir que a veces es mejor no hablar en caliente porque se demuestra todo lo peor que hay en uno y es mejor tener guardado. Ni el pueblo argentino ni el pueblo chileno se merece la felicitación de nadie, ninguno ha ganado ningún premio como pueblo y ninguno lo ganará, pero Martín, de verdad, a veces es mejor mirar para adentro y hacer silencio.
Deberíamos bajar un poco el telón y suspender este gran teatro de lo que no se es. Deberíamos dejar de gritar tanto para escuchar el silencio del vacío que hiela la sangre. Ese vacío que creemos llenar y no llenamos. El silencio del espacio donde creemos estar y no estamos.