Por Simon Klemperer. Boca River, River Boca, tanto monta, monta tanto. La franja para un lado, la franja para el otro. Roja diagonal, amarilla horizontal, o viceversa. Todo da lo mismo si los jugadores no levantan la cabeza. Así las cosas en la Copa Sudamericana.
Con eso de que las finales no se juegan, se ganan, y de que los Mundiales no se juegan, se ganan, y de que los Superclásicos no se juegan, se ganan, a mí ya me tienen las bolas un poquito por el piso. Porque resulta que de ser todo tan así, lo unico que se juega son los partidos que no le importan a nadie. Esos que no sirven para nada más que para divertirse. Porque claro, divertirse no sirve, solo sirve sufrir. Divertirse solo da vida, en cambio sufrir da títulos, victorias, trofeos, plata, éxitos todas esas cosas que no sirven para nada.
La ida del Boca – River por las semis de la Sudamericana fue una inigualable expresión gráfica de lo que estamos viviendo. Una angustiante persecución de una pelota que, a toda velocidad, nos domina a nosotros mucho más que nosotros a ella. Una angustiante persecución que es triste no tanto por el hecho de alcanzar o no a la pelotita, sino porque cuando la tenemos no sabemos para qué la queremos. El cerebro no funciona porque no nos queda aire una vez que la alcanzamos. El partido de vuelta no fue tan desastroso como la ida, claro, pero tampoco para fuegos artificiales.
Hay algo de la ausencia del fútbol que todos sabemos o intuimos que existe y que nos hace inventar presencias imposibles de creer. Hace años que no vemos un buen Superclásico, ni bien jugado, ni muy emocionante. Salvo el último del aguacero, que fue emocionante porque se nutrió del desastre, del absurdo, y de la cinematográfica catástrofe humana de lo que nunca debería haber sucedido. Sin embargo, con este precedente y sabiendo que los partidos que se avecinaban por la Sudamericana serían tan malos como los anteriores, nos seguimos generando expectativas, absolutamente desmedidas en relación a lo que las condiciones objetivas nos permitirían pensar.
Creemos y queremos creer, siempre, en nuestro iluso fuero interno, que Gigliotti se va a convertir en el Manteca Martínez y Pisculichi en Hernán Crespo. Creemos que podemos volver a ver, sentir y disfrutar algo que ya no existe, y no podemos evitarlo. El miedo a mirar para atrás nos hace correr desesperadamente hacia adelante. Es por eso que el fútbol últimamente se nutre del antes y el después de cada partido, de la alimentación mediática y de pasillo del partido que se viene, y no del partido en sí. Por eso tanta expectativa por las semis sudamericanas, justamente porque sabíamos que iban a ser una mierda. Y como sabíamos eso, necesitamos redoblar la apuesta y engañarnos, porque la realidad duele, y preferimos inventarnos un mundo falso en el cual vamos a ver un partido inolvidable. Partido que, obviamente, nunca llega. Y así, después del partido, el dolor de la fealdad es más fuerte porque caemos de más alto, caemos de ese altísimo trampolín que construimos con ilusiones. Buscamos plata en minas de carbón, oro en el cableado del alumbrado público, y Superclásicos en la Bombonera. Un fútbol sin estructura y expectativas construidas con fosforitos Tres Patitos.
Lo más triste de la generación desmedida de expectativas para llenar el vacío, es que los jugadores mismos se convierten en estrellas que no son, y se sienten figuritas difíciles, y se ven en la necesidad de responder a una calidad que no tienen y a unas esperanzas de otro planeta. De tanto aparecer en la tele y tanto creerse buenos, a causa de inescrupulosos negociantes mediáticos que se olvidarán de ellos apenas cambie el viento, los jugadores quedan sobrerevolucionados, sobre un falso pedestal, y entran a la cancha, con peinado de última generación, a cumplir un papel que no les corresponde, el papel de satisfacer lo imposible. El papel de satisfacer un ego que les es impuesto, y satisfacer a una sociedad acelerada por tanta ilusión y angustiada por tanta falsedad. Y así fue. Así salieron a la cancha, tanto en la ida como en la vuelta, todos bien peinaditos y muy acelerados, electricos, dementes, decididos a correr, correr y correr. Y corrieron. Todos sabíamos que ese River ya se estaba desinflando, y que ese Boca no terminaba de inflarse, pero uno más uno tres y parecía que se venía un partidazo que nunca vino.
Se olvidaron de jugar, de hacer pausas, de parar la pelota, de levantar la cabeza y mirar hacia atrás y hacia adelante. Se olvidaron de todo. Amnesia generalizada. Entraron a la cancha como si lo que ahí se jugara fuera una batalla campal, una guerra, porque así se vivía afuera. Los jugadores son las primeras victimas de la falta de criterio de la sociedad que los educa, del hincha descarnado y el periodista mercenario. Todos generadores de una gran exaltación al pedo. Se infló, se infló, se infló, y los jugadores salieron a correr, correr y correr, y nadie jugó. Se acabó el placer. Y todo para qué. Para ganar nada.