Por Ulises Bosia. La operación de la presidenta, independientemente de la gravedad de su dolencia y del éxito que muestra hasta ahora su recuperación, coloca en el escenario político la fragilidad de la vida humana y conduce a reabrir la discusión sobre los liderazgos políticos en América Latina.
¿Cuál es la relación entre una personalidad y un proyecto político? ¿Es posible uno sin la otra? ¿Bajo qué condiciones? ¿La existencia de fuertes liderazgos políticos erosiona la institucionalidad republicana? ¿Es más bien un síntoma de la debilidad de un sistema político? ¿Es una característica de la política latinoamericana? ¿Una personalidad dominante obtura la organización política de las masas o puede también alimentarla? ¿De qué depende?
Mas allá de las opiniones favorables o no, es un hecho tangible que los principales procesos políticos de los últimos años en nuestro continente dieron lugar a fuertes liderazgos: Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Lula Da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador y los mismos Néstor y Cristina en nuestro país, por sólo mencionar a algunos. Este fenómeno concreto entronca a su vez en una histórica tradición de la política latinoamericana, donde se puede ubicar también a Fidel Castro, a Salvador Allende o al mismo Perón, entre muchos otros.
Por un lado, uno podría decir que estas personalidades surgieron de las entrañas mismas de esos procesos políticos y sociales, así como también sería justo preguntarse en qué medida esos mismos procesos políticos fueron posibles por la acción de esas personalidades. Sí Chávez hubiera llegado a la presidencia sin el levantamiento de febrero de 1992, por ejemplo; o sí el kirchnerismo como fenómeno político hubiera existido de no haber sido por la orientación que le imprimieron a sus presidencias Néstor y Cristina. Lo que es seguro es que ninguno de ellos hubiera podido llevar adelante sus proyectos de no haber sido por las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales propias del momento histórico que pudieron aprovechar. Es decir, en sociedades marcadas por el antagonismo como las nuestras, por las marchas y contramarchas de las clases sociales en su andar contradictorio, así como también por los resultados de todas las batallas que se libran molecularmente en nuestra sociedad alrededor de otros conflictos, ecológicos, generacionales, culturales, de géneros o étnicos.
Están quienes se relacionan con esta situación como si se tratara de una falta del sistema democrático o una anomalía. Los que sostienen estos puntos de vista, generalmente desde un enfoque liberal, ensayan una mirada externa al recorrido político real de nuestros pueblos y, en general, hostil a él. Piensan que nuestros países lograron una democracia a medias o que hicieron un proceso de modernización incompleto. Se trata de una opinión que no discrimina izquierdas ni derechas, porque depende menos de la ideología que de una matriz europea para pensar la política latinoamericana. En lugar de partir de la existencia real de los procesos políticos, encaran el razonamiento desde un modelo preconcebido de lo que debe ser el sistema democrático, republicano y liberal, idealizado a partir de la experiencia occidental, y a continuación lo comparan con la realidad que encuentran, poniendo blanco sobre negro las faltas de la realidad. Nunca las del modelo.
Las distintas variantes de la socialdemocracia representan este tipo de pensamiento, muy en alza en la escena política nacional a partir del discurso de Carrió, Binner o Alfonsín, quienes apuntan una y otra vez contra el kirchnerismo desde el flanco de su supuesta amenaza contra las instituciones.
Si bien como dijimos es un fenómeno común en distintos países de nuestro continente, también hay fuertes diferencias entre los casos. Por ejemplo, donde existen estructuras partidarias fuertes como Brasil, Lula puede salir del gobierno sin que entre en crisis el proyecto político del Partido de los Trabajadores (PT), pero en cambio donde las estructuras políticas son más débiles, la dependencia de la figura presidencial es mayor, como ocurre en Bolivia o Ecuador.
En nuestro país el PJ representa un caso particular: un mismo partido político que permite que en distintos momentos gobiernen proyectos políticos diferentes y hasta antagónicos, dependiendo de quien lo conduzca. Una especie de partido de poder que logra adaptarse a los tiempos garantizando que un grupo de dirigentes mantenga el control del poder político. Esta es una razón más para que sea muy difícil imaginar la continuidad del proyecto político kirchnerista sin Cristina a la cabeza. Y convierte al problema de la sucesión en una cuestión de primer orden para la supervivencia misma del modelo de país que promueve la presidenta.
Existen también una infinidad de diferencias más entre los casos, entre ellas una que es clave para el desarrollo de cualquier proceso de cambio social. Se trata de la voluntad del líder de promover la organización y la movilización popular, impulsando el desarrollo de verdaderos procesos de poder popular. La experiencia bolivariana en Venezuela se distancia en este punto clave del kirchnerismo, que si bien promovió la militancia en sus filas, lo hizo siempre alentando organizaciones acríticas y una dinámica de arriba hacia abajo ajena totalmente a la construcción del poder del pueblo.
Una primera conclusión podría ser que la negación de los liderazgos populares conduce a un alejamiento total de la historia y presente de los pueblos latinoamericanos, pero al mismo tiempo su aceptación implica solamente el comienzo de los desafíos para el movimiento popular. La construcción de herramientas políticas sólidas que estén detrás de cualquier dirigente, la creación de equipos en condiciones de llevar adelante proyectos políticos, la búsqueda de un liderazgo capaz de escuchar bien abajo y reproponer bien arriba, sólo por mencionar tres de ellos, ya bastan para ilustrar la complejidad de la cuestión.