Ana K. De amores que mueren, de locuras que matan. De la muerte y todas sus caras. Una mirada sobre De amor, de locura y de muerte, del excelso escritor uruguayo Horacio Quiroga.
Publicado hace casi un siglo, Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917) es uno de los tantos clásicos que le legó a la literatura latinoamericana el eximio escritor oriental Horacio Quiroga. Hoy, Marcha, tan cerquita de un nuevo aniversario de su nacimiento aquel 31 de diciembre de 1878, lo recuerda con un análisis de una nueva generación de sus lectores.
El deseo. Esencia primitiva y universal de la vida y la muerte. No hay hombre que escape de ellos, no hay caballos que se le nieguen, no hay toros que se le opongan ni fox terrier que los cacen.
¿Podría uno morir a este impulso tan primario? Esteban en “La muerte de Isolda”, Durán en “La meningitis y su sombra” y Verlaine en “A una mujer” mueren a ellos por la mujer. Una mujer. Su mujer. En caso de los dos primeros, ellos sacrifican sus deseos, sus placeres, los encierran y contienen, sino matan al completo. El poeta presenta una leve diferencia, aquella muerte es involuntaria. ¿A razón de qué ocurre el asesinato? ¿A qué juega la mujer en este crimen? Los hombres mueren a ellos mismos para que los deseos de su amada puedan ser satisfechos y contentados.
Al mismo tiempo, ¿puede el dejarse llevar por completo por estos deseos causar la muerte también? La respuesta se hace clara en “La miel silvestre”, donde Benincasa, entre líneas, muere por no saber contener su deseo de gula. Semejante situación padece Baudelaire a quien su desenfrenado amor por “el arte” conduce lejos de la mirada de dios, directo a la destrucción.
Amor ¿Qué es sino deseo? Pero no. Está muy lejos de serlo. Es mejor, mucho mejor. Está reservado para aquellos valientes que se animan a intentarlo, a sufrirlo, a pelearlo. El amor muere. Hay excepciones, cuya mera existencia confirma la regla. El amor de María Elvira y Durán es una de ellas. Pero el amor muere. Tan triste, tan simple.
El primer amor, el que disfrutaron Nébel y Lidia en la primavera y el verano, muerto en el otoño, más que muerto en el invierno. El amor ya maduro, tambaleante ante la tormenta de la pérdida, de la frustración, de las culpas y la rutina; como el amor de Mazzini y Berta, de muerto junto con su obsesión. El amor que nunca existió, el de Kassim y María, muerto. Hasta el amor real y verdadero, ese que cala las entrañas, aunque callado y poco demostrado, como el de Alicia y Jordán, termina muriendo.
El dolor. Consecuencia inevitable del desamor. El dolor que clama a gritos ser curado, olvidado y arrancado. Dolor que ruega otro mundo. Un mundo donde él pueda morir. Para satisfacer las exigencias del dolor habría que morir a la realidad.
El delirio, la locura, es, efectivamente, esa muerte, esa ruptura con el mundo exterior real. Don Quijote de la Mancha había muerto a la realidad para crear una nueva, una completamente suya, con caballeros andantes y gigantes que vencer. María Elvira Funes muere a la realidad también y crea un idilio a 41°C de temperatura, Durán no se queda atrás y comienza a perder la cabeza muriendo a paso acelerado. En “La noche boca arriba”, Cortázar muere al conocimiento de lo real y lo imaginario. Paulino, de “A la deriva”, también se había dejado llevar por las suaves caricias de la fantasía, entrando en estado delirante justo antes de su verdadera muerte.
Pensando en esto último no queda más que preguntarse si la muerte es ciertamente un castigo o más bien una liberación. En “Los buques suicidantes” Quiroga la presenta como liberación. Como manumisión de la incertidumbre, como dice la canción, “porque la muerte es lo único que no has probado aún”. La muerte es la exención del sufrimiento y las dudas.
No obstante, en “La insolación” se manifiesta su inexorabilidad e inevitabilidad implacables. Y ante ella la impotencia animal y humana. Así que, ¿por qué malgastar la vida muriendo?