Por Silvia Beatriz Adoue. Éramos seis. Dos montoneras, dos “perras” (del ERP), una anarquista y yo. Éramos seis militantes en la fábrica de lamparitas. Yo trabajé en la rueda dentada, nueve horas poniendo un filamento en cada diente, y después en la soldadora de punto. Normita trabajaba en el balancín. Patricia, Miriam, Alba y Flora lavaban los bulbos. En la fábrica había 70 menores y teníamos dos baños.
A la salida, íbamos por separado a un bar de Av. del Trabajo, con azulejos blancos, para “discutir coyuntura”, preparar estrategias para la sindicalización de los compañeros y hablar de hombres. Las relaciones de militancia para disfrazar la amistad de chicas. Pedíamos leche con vainillas. Y los dos primeros puntos los liquidábamos rápidamente para perdernos en el tercero: vamos a lo que interesa. Fuera de Normita y yo, eran todas vírgenes. Y yo era la única que tenía compañero y que no fumaba cigarrillos negros. Entonces, hablaba “desde la experiencia” y así me escuchaban. Las feroces guerrilleras temían que les doliera. Miriam alucinaba dolores indescriptibles y ningún placer. No había cómo convencerlas de lo contrario. Normita, en cambio, cogía como si el mundo se fuera acabar al día siguiente. Y se acabó, nomás.
Alba era la única que cultivaba por mí una indiferencia minuciosa. Yo era invisible para ella. Intermitentemente, entraba “en crisis” y no podía pensar en nada más que en ella misma.
Patricia era la más fea y la más abnegada. La ley de las compensaciones. Una tarde, después de nuestra reunión, me dijo que quería hablar conmigo. Se tomó el mismo colectivo.
-Preciso contarle a alguien y no puede ser de mi organización. Estoy enamorada de mi responsable. Él es casado, pero la compañera no milita.
-¿Es recíproco?
-No sé… Pero, el otro día, fuimos a hacer una pintada y él organizó para que los dos hiciéramos juntos de campana en una esquina. Pasó un patrullero y nos besamos.
-¿Qué sentiste?
-Yo lo besé de verdad.
-¿Y él?
-Creo que él también.
El ERP, donde ella militaba, así como todas nuestras organizaciones, era muy duro con esas cosas. Pero yo sentía una gran compasión. Y dolor por lo siguiente: era la presencia de la policía que autorizaba un sentimiento prohibido por la organización. La clandestinidad dentro de la clandestinidad.
A la hora del almuerzo, jugábamos al voley en la calle, frente al portón de la fábrica. Normita no agarraba una pelota. La veía venir y se tapaba la cara con miedo del pelotazo. Pero se aplicaba. Pedía: “tírenmela de sorpresa”. Un día, después de perder la pelota, una vez más, defendiéndose de ella, se puso a llorar y salió a caminar. La seguí.
-¿Qué pasó? ¿No estás llorando porque no agarraste la pelota…?
-No es eso. No entendés. Cuando tengo que tomar una decisión siempre hago lo mismo. Imaginate si me pasa en un operativo. Voy a poner en riesgo la actividad y a los compañeros.
Hicimos un movimiento, por el que comenzamos por convencer a los compañeros que hicieran una cota máxima de producción y que se distribuyesen lo producido para hacer los partes diarios, para que nadie fuera presionado para producir más. Eso era, además, para construir la confianza mutua entre los compañeros. Después hicimos una campaña para la sindicalización, con el argumento de que todos debían estar registrados y el registro sindical valía para el Ministerio de Trabajo. Y, como éramos menores, no podíamos trabajar más de 6 horas (trabajábamos 9). La sindicalización era muy difícil porque los dirigentes del sindicato estaban vendidos y podían avisar a la patronal. Había que hacer todo muy rápido, sigiloso y todo al mismo tiempo. Lo conseguimos porque Domingo, que trabajaba en la sección lavado, era hijo de un dirigente del sindicato y le robó las fichas para que sindicalizásemos a todos sin que la dirección se diera cuenta. Ahí, Normita y Patricia fueron decisivas: se lo ganaron a Domingo. Conseguimos todo.
Después de esa lucha, yo logré entrar en la metalúrgica y perdí de vista a los compañeros. La represión impedía el ejercicio de la amistad fuera de los ámbitos de militancia, que eran muy reducidos.
Una tarde, en el andén de la estación Villa Pueyrredón, la vi venir a Alba. Iba del brazo con un muchacho. Los dos muy bien vestidos, pero ella muy flaca y demacrada, con ojeras. Pensé que podría estar en un operativo y estaba disfrazada o que en una de esas crisis había abandonado la militancia y se estaba dando la biaba con drogas. En todo caso, me alegraba verla, saber que estaba viva, cuando cada vez que podía hablar con un antiguo conocido nos cambiábamos los muertos como figuritas. No podía hablar con ella. Por ella, por mí y por la actividad. Cuando íbamos a cruzarnos hice un esbozo de sonrisa, sólo para que ella supiera que me alegraba verla. Pero, como siempre, me respondió con un gesto despreciativo y dio vuelta la cara para otro lado.
¡Qué rabia que me dio! ¿Se pensaría que la iba a saludar? ¿Creería que yo no tenía la menor noción de reglas de seguridad? ¿Qué le costaba sonreír o mirarme con cara de paisaje? ¿Precisaba demostrarme su desprecio una vez más? En ese momento yo pensé: “un día voy a encontrarte, cuando caiga la dictadura y te voy a pedir cuentas por este gesto, vas a tener que explicarlo, porque es desprecio de clase, cosa de gorila y las normas de seguridad son una excusa que usás para ejercer ese desprecio”. Pensé las palabras. Se lo iba a decir así nomás.
Unos meses después, encontré a Flora en un show de un Milton Nascimento borrachísimo. Cantamos con él “María Fumaça”, “Oratorio”, “Qualquer maneira”, “Travessia” y “Faca amolada”, las preferidas. En lo oscuro del show, en medio del barullo, nos aproximamos, nos abrazamos y ella me cuchicheó al oído que había dejado de militar, que tenía una hija y que quería que la visitara, me dio la dirección y combinamos un encuentro.
Aquella tarde, en el departamento de Flora, tomando mate, me fui enterando. Patricia había muerto ametrallada junto con el compañero, en la cama, no les dieron tiempo a levantarse (nunca supe si el compañero era aquel responsable que la había besado fingiendo que la besaba). Miriam había estado dos años en la ESMA. A Normita la fueron a buscar a la casa de los padres. Los golpearon y ellos, que conocían el domicilio, no dijeron nada. Cuando llegó el hermano y vio cómo lo golpeaban al papá, dio la dirección. Rodearon la manzana. En la casa estaba Normita, embarazada de 8 meses, con el otro hermano y el compañero. Una versión, de los Montoneros, dice que ella salió a la calle con dos granadas. Trató de abrirse paso con una, que no explotó. Usó la otra para no entregarse ni entregar a su hijo vivo. Otra versión, en cambio, dice que encontraron su cadáver, las manos amarradas con alambre y con señales de tortura.
-Alba, por lo menos, debe estar bien.
-No, te equivocás, Alba está muerta.
-Me la encontré en la estación de tren por mayo.
-En esa época estaba secuestrada.
-Pero yo la vi, con un compañero, muy bien vestida -traté de recordar la ropa, la situación…- iban del brazo.
-Sí, dicen que la sacaban, para que marcar gente. Entregó a muchos. Después la mataron. Miriam contó que fue en junio.
Traté de recordar la imagen… no iban del brazo, el muchacho la agarraba del brazo. El gesto de desprecio cuando nos cruzamos fue para que no se me ocurriese saludarla, o sonreírle, o mirarla.