Por Ema Cutrin/ Arte por Nadia Arbona
La indiferencia, la opresión, las miradas al costado, la falta de compromiso, las violencias hacia las mujeres en todas sus formas. De esto habla este texto.
Mientras a una mujer se le permite un trabajo de hombre, la ropa femenina redobla su precio, sus zapatos serán más lustrosos y caros, sus productos de limpieza se volverán impagables al tiempo que se la acribilla con publicidades que la hechizan a consumir.
Una piba agoniza sobre un catre desvencijado porque no le han sabido secar debidamente las mariposas vivas de su vientre, en una casilla del conurbano. Una señora agoniza sobre una amplia camilla porque no le han sabido reparar debidamente la vejez de su cuerpo, en un hospital de Barrio Norte. Una chica baila en la penumbra del salón, borracha, lasciva, mirando a cada hombre y a cada mujer con ojos de acecho; desde una esquina, un psicoanalista la desea mientras piensa que de seguro tiene un modo macho de gozar.
Una joven se agrupa a otras jóvenes en saltos y gritos como cañas voladoras mucho más estruendosas que el masculino grito de gol. Una madre cría una princesa a la que le augura príncipes perfectos, más tarde repudia a todo noviecito que no se asemeje a uno. Una adolescente tiembla de frío y tiembla de hambre y tiembla de miedo en un cuarto sucio de La Rioja, mientras se esfuerza en escuchar a los oficiales de policía para saber si en sus palabras podría adivinarles las caras que no les vio ni les verá.
Una veinteañera teme de su sexualidad. Una veinteañera en cada orgasmo expulsa de su boca conejitos tiernamente blancos; cada noche, quién se cree su propietario, se los mata a golpe de puño. Una hija vomita su alimento por no poder vomitar a su madre depresiva e insegura. A una estudiante le hierve la sangre en una clase de psicoanálisis. Una piba desmiente con anorexia sus nacientes marcas de mujer. Una playera recibe el pantalón ajustado de manos de su jefe. A una mesera le pellizcan el orto cinco amigos borrachos en un bar. A una enfermera le piden sexo y le dan falopa. Una profesional prefiere un dolor de cuello que enfrentar su angustia.
Una mujer robusta, para poder transitar, imagina ciego todo ojo reprobatorio sin bastarle aquello para apaciguar su mal-estar; agotada al fin, se venda sus propios ojos, se desnuda y se larga a andar imaginándose delgada, perfecta, como la desean sus novios, como la desean sus hermanas, como la desea su madre, como a fuerza de tanta colisión de deseos termina deseando desearse ella misma.