Por Omar Acha. Tercera entrega del ciclo mensual de crónicas que recorren la historia de -y los mitos sobre- las empleadas domésticas durante el primer peronismo.
El temor compuesto por lo sexual y lo monstruoso, ensamble de violencia y deseo asqueante en sus reverberaciones simbólicas hacia las trabajadoras domésticas, así como su enlace con el peronismo, es detectable en diversos planos de la producción simbólica. Por ejemplo, en la narrativa popular que la psicoanalista Marie Langer elaboró en 1951 y rescribió en 1957.
Su texto sobre “El mito del niño asado” interpretó un episodio que estaba en boca de todos hacia junio de 1949 y fue considerado verídico: al retornar del cine o una reunión con amigos “bien”, un joven matrimonio de condición social acomodada es recibido por la sirvienta vestida con el traje de novia de la señora. La trabajadora los conduce al comedor y les presenta, en el centro de la mesa, al niño de la casa dejado a su cuidado, asado y rodeado de papas en una bandeja. La madre enloquece, el padre, un militar, mata a la doméstica y huye sin dejar rastros.
Desde una perspectiva psicoanalítica, Langer sostuvo que el relato había logrado una enorme repercusión porque la encargada del cuidado del niño era la sucedánea de Eva Perón, quien había generado tanto amor como odio. La esposa de Perón proveía el continente fantasmático e híbrido del pecho bueno y el pecho malo. Eva Perón provocaba representaciones inconscientes en las que devenía una “madre todopoderosa y despótica, que dominaba a todos”. “Y como la represión era tan grande”, prosiguió Langer, “la gente recurría a la fantasía para expresar su crítica, su advertencia y sus temores”. La imposibilidad de expresar públicamente el desacuerdo con esta situación habría llevado a una desfiguración y reconfiguración inconscientes según la cual el niño sería la Argentina, y los padres la gente bien que ella odiaba.
Creo más adecuado reconsiderar la centralidad asignada a Eva Perón en ese análisis a través de los flujos emotivos por los cuales la esposa del presidente Perón concentró las tensiones suscitadas por las contrariedades de clase, sexo, género y color de piel. Es cierto que esas contrariedades sufrieron una alteración fundamental con el peronismo, tan cierto como la imposibilidad de comprender la fuerza emocional del nuevo movimiento social y político sin ese alimento decisivo que era la experiencia de las empleadas domésticas. El temor y advertencia contra las trabajadoras domésticas no fue solo imaginario y expresivo de prejuicios. Resultaba de una abigarrada fusión de trabajo, deseo, sufrimiento, delito, resistencia y modos peculiares de la lucha de clase. De esas condiciones de lucha he hablado en entregas anteriores de esta serie.
La impronta “psicológica” del mito del niño asado había sido públicamente tematizada en la propia prensa de la época. En el diario La Época José María Espigares discutió el rumor circulante como el problema de un “correveidile perverso” que anidaba en los “pliegues perversos” de mentes impresionables. No es sorprendente que una escritora psicoanalítica como Langer avanzara otra mirada sobre el asunto.
Al margen de las interpretaciones psicoanalíticas, hace muchas décadas Juan José Sebreli indicó, me parece que con buena intuición, que el fondo del asunto residía en las tensiones que el servicio doméstico despertaba en la pequeña-burguesía una eventual “venganza del proletariado”. El sartrismo de Sebreli lo condujo a negar las formaciones de lo inconsciente en favor de una expresión del antagonismo social. No obstante eso no da cuenta de la novedad planteada por Langer pues mucho antes del peronismo las sirvientas constituían un temor para las patronas, sin alcanzar la repercusión lograda hacia 1949.
Veamos con algún detalle la argumentación de Langer retomada en Maternidad y sexo, cuyo capítulo “La imagen de la ‘madre mala’” retomaba la versión original del análisis mítico avanzado en la Revista de Psicoanálisis. Allí se preguntó “¿cuáles son los motivos de que la sirvienta llegue a desempeñar para el inconsciente el papel de madre?”. Su respuesta fue que las sirvientas realizaban tareas “muy parecidas” a las ejecutadas por las madres de las patronas. Por eso afirmó que “[g]ran parte de las dificultades y quejas constantes de las dueñas de casa sobre el servicio doméstico provienen de esta identificación inconsciente”. Se genera un “odio reprimido” hacia la madre en la infancia que se expresa más tarde ante la sirvienta, pues es posible hacerlo debido a “la dependencia y la inferioridad social de la sirvienta frente a la patrona”, la que entonces puede realizar una “vieja e infantil fantasía vengativa”.
Al respecto la experiencia de la cura provee a Langer evidencias respecto de las revelaciones de las patronas (sus analizantes) sobre cómo veían a sus empleadas. Es que como enseñó Freud el odio revierte en su opuesto, es decir, en temor a la sirvienta en quien se proyecta la agresión contenida: “La teme y la cree capaz de cualquier atrocidad debido a este mismo odio. Muchas mujeres creen continuamente que las sirvientas las perjudican, les roban y les seducen a sus maridos o hijos”. Las informaciones que he reunido sobre la capacidad de acción entre las domésticas quiso mostrar que esa reversión no era solo imaginaria; obedecía a condiciones históricas del conflicto de clase.
El problema interpretativo de Langer participaba de una dificultad constitutiva del psicoanálisis histórico con el estudio de lo social y, más concretamente, la eficacia simbólica de la conflictividad de clase. Véase un ejemplo de una interpretación kleiniana donde el antagonismo se liga al consumo de alimentos por las domésticas que las patronas usualmente consideraban excesivo: “Hace poco me contaron que una señora nada tacaña por lo general y muy adinerada, cada mañana solía sacar del ‘placard’ de la cocina una bolsa llena de terrones de azúcar. Cuidadosamente solía contar para cada persona de la numerosa servidumbre los pedacitos que tenían derecho a comer durante el día. Después se lo entregaba a la cocinera y encerraba lo restante bajo llave. En el primer momento me chocó esta actitud tan en contraste con el nivel económico y la forma de vida de esa familia, hasta que pude comprender que probablemente la madre de esta buena señora debía de haber hecho lo mismo con ella, cuando, siendo niña, le pedía caramelos u otras golosinas de poco valor”.
Más probable fue en verdad que la “señora” aprendiera de su madre a cuidarse de una acusada glotonería de la “servidumbre”. Langer reiteró en la ceguera social de Jacques Lacan al examinar el caso de las hermanas Papin, de quienes deja de lado su condición de trabajadoras domésticas. El caso francés implicó a dos hermanas empleadas desde hacía cinco años que mataron a martillazos a la patrona y su hija, a las que además arrancaron los ojos. Lacan fue incapaz de leer una confrontación de clases tal como se presiente en la pieza teatral de Genet Las sirvientas.
Sin embargo, la explicación sólo atenta a los conflictos de clase es insuficiente. Langer acierta en la referencia al peronismo, y en especial a la hostilidad despertada por lo que Eva Perón representaba para las clases media y alta, esto es, la insubordinación de las y los cabecitas negras. Dicha asociación no era absurda. La especial identificación con Eva Perón se había revelado en la inmensa cantidad de sirvientas, planchadoras y costureras que despidieron a su símbolo de dignidad en ocasión de su funeral en 1952. Era esa ligazón identificatoria, con sus efectos simbólico-sociales más extensos, los repudiados por las clases acomodadas que veían allí sólo el “resentimiento” y el “mal gusto” que pretendía cuestionar las jerarquías. Lo que el antiperonismo como construcción efectiva hacía era peronizar y formatear de nuevo una conflictividad conocida, la de clase, imprimiéndole una relevancia a la vez consciente e inconsciente.
El problema consistía en que para sus detractores el peronismo amenazaba con extender las formas del servicio doméstico al país, esto es, la rispidez que jamás había abandonado del todo la explotación y desprecio que se propinaba a las sirvientas incluso (posiblemente con mayor agudeza) si se hacía en nombre de la bondad y la filantropía.
Al asumir un alcance ideológico, la experiencia del trabajo doméstico se expandió con la ductilidad simbólica de lo inconsciente. Después de setiembre de 1955 Ezequiel Martínez Estrada recordó que un amigo suyo, también antiperonista, había reprochado a Eva Perón que encomendara a senadores y ministros realizar tareas “propias del servicio doméstico”.
El empalme entre peronismo y sirvientas perduraría hasta después de la caída del gobierno en 1955. Es conocida la imagen provista por Ernesto Sábato en 1956 sobre la fractura social que sostenía la dicotomía peronismo/antiperonismo: por un lado estaban los doctores brindando por la caída del “tirano”, y por otro las sirvientas de piel oscura llorando desconsoladamente en la cocina por quien les había dado un poco de “dignidad”. Pero también Sábato, magnánimo, tenía una visión equivocada, paternalista, del peronismo de las “sirvientas”. En realidad se ganaron un lugar en el inconsciente aterrado de los patrones a fuerza de resistencias minúsculas, violencias ocasionales, robos, activismos públicos y los rumores (o chismes) con los que se mofaban de las hipocresías de los patrones y las patronas.