Por Silvina Perugino*. La primera vez que vi a María de los Ángeles Alonso fue en una nota en la revista Nosotras en marzo de mil novecientos sesenta y tres, faltando tres meses para que diera a luz.
recuerdo el titular de la noticia que decía: “En tres meses la familia Alonso Iriarte recibirá a su séptimo hijo”. Nunca entendí esa afirmación teniendo en cuenta que la estadística familiar se inclinaba ciertamente por las féminas, en fin. Desde allí cobraron cierta fama, hacía nada menos que diecisiete años trataban de engendrar al machito, como decía José Luis Iriarte, el esposo de María.
¿Que por qué aceptó hacer la nota? Fue por los pocos pesos que le pagaron y la necesidad que tenían… a ella no le gustaba la exposición, ni la propia, ni de su marido y mucho menos de sus hijas, pero como era una fotito ni muy grande ni muy chica, y algunas preguntitas –así le dijo el periodista–, aceptó. Jamás se imaginó la repercusión que esa notita –como decía ella– iba a tener. En algún punto les convino la fama: empezaron con ese pago, que no fue gran cosa, pero algo es algo. Después, de ahí nomás vino la nota en el diario Hoy por Hoy y en esa ocasión el periodista convino con la fábrica de pañales Abracitos, para sacar una publicidad en la misma página de la nota a cambio del compromiso por parte de la empresa de donar a la familia, si nacía el varón, pañales por cuatro años para el cuidado de Josecito Juniors. Así lo nombraban, increíble. Recuerdo que ese diario lo compré, la publicidad no era muy ingeniosa: “Abracitos al cuidado de su niñito”, ese era el lema oficial; y agregaban: “toda la fuerza para que venga Josecito”. Ese día, se convirtió en una causa nacional.
La ola de notas periodísticas fue incontenible, fueron tapa de Amas de Casa, Fachas, Los semejantes, La casera, y qué se yo de cuántas revistas más. Y ahí llegaron los beneficios, la marca de chupetes Chupetito les ofreció cien chupetes para Josecito, bueno, no te quiero mentir, pero en la radio un mes antes del nacimiento, esa era la publicidad oficial, “Chupetito, cien chupetes esperando a Josecito”, como ese ejemplo te puedo dar mil. Así las cosas, un mes antes del nacimiento tenían todo arreglado: ropa, libros de cuentos, leche, comida, golosinas, zapatillas, hasta la educación… acá tenían para elegir; el municipio les había ofrecido una beca completa de libros y materiales para la escuela primaria y secundaria en caso de realizarla en un establecimiento público; por otra parte el Colegio San César, de la iglesia ortodoxa creo que era, o algo así, dijo en palabras de su director, un cura que no me acuerdo el nombre… esperate que lo leo, no te quiero mentir… “debido a tal acto de entrega de este matrimonio unido al amparo de la santa cruz, que pese a las adversidades sigue el camino marcado por nuestro santo cristo y no resigna la búsqueda del hombre que dará continuidad al tronco fundador de la familia, es que esta institución decide dar a Josecito una beca completa para primario y secundario…”. Yo estaba el día del anuncio, lo anoté como pude, después lo pasé prolijo, fue todo el pueblo, al palco lo armaron en el patio que antecede a la capilla. Allí se ubicaron los curas, capellanes, sacerdotes, monjas, novicias, el intendente y la familia Iriarte, las mujeres almidonadas de punta en blanco, las seis chicas con un idéntico moño en la cabeza, la más grande ya tenía diecisiete años, la más pequeña todavía era beba, todas de vestidos blancos, con encajes y puntillas, parecían sacadas de una película; ¡y qué anuncio! ¡El del cura! ¡Qué anuncio! Lástima que no se acordaron antes, con las peripecias que habían vivido María y las chicas, y bueh, tarde pero seguro, ahora tenían la vaca atada. Claro que esto era todo después del nacimiento, algo disfrutaron un tanto antes, algo de fama, popularidad, y algún que otro pago de alguna que otra revista, pero cuando los periodistas se avivaron que les convenía el canje de productos a cambio de obtener la nota, en vez de pesos para la familia, eran canjes para Josecito, y así fue.
Y en el afán de saber si realmente vendría Josecito, el matrimonio consultó a manosantas, brujas, parapsicólogos, adivinos, hasta un psicólogo dicen que vieron, lo del psicólogo yo no lo sé, dicen… Una vez –María me contó–, fueron a la provincia de Córdoba, viajaron quince horas, los llevó en su auto un compañero de trabajo de José Luis, tuvieron que subir hasta la cumbre de una montaña donde vivía en una casita muy humilde, de barro, una anciana conocida por sus poderes clarividentes. Era la madrugada, golpearon las manos pero nadie salió, decidieron entrar, la anciana los miró en silencio y luego de unos minutos puso su mirada sobre la mirada de María, y le dijo:
—No hay formas de anticiparnos a nuestro destino, pero sí podemos gestarlo.
—No entiendo —respondió María.
—En el último momento antes del alumbramiento, en el instante mismo donde sientas que tu vida da inicio a otra vida, cerrá los ojos y con tu alma y tu corazón pensá fuerte en tu deseo más íntimo, y todo va a salir bien.
¡Y eso fue todo, tanto viaje para eso! ¡Válgame Dios! Pero por lo menos no les cobró ni un centavo…
Y mientras no nacía Josecito, la vidas de Las Marías –así las llamaban en el pueblo– seguía igual que siempre. La mayor se llamaba María Eugenia, para la época que te cuento tendría unos diecisiete años. Era muy compañera de María, desde muy pequeña digamos desde cuando nació su segunda hermana María Laura, comenzó a trabajar en la casa a la par de su madre, tenía siete años y hasta sabía planchar, por eso descuidó bastante el colegio. José Luis decía que era “dura de entendedero”, pero lo duro era el trabajo en la casa, más después del nacimiento de la tercera niña: se levantaban al amanecer, antes que José Luis saliera a trabajar, le preparaban el desayuno y la vianda para el almuerzo, también preparaban las dos mamaderas para las chiquitas, Eugenia se encargaba de María Emilia que para ese entonces tendría unos tres años y María se encargaba de María Laura, la recién nacida. Después del aseo de la casa y del almuerzo Eugenia caminaba dos kilómetros hasta el colegio, más tarde en la clase se quedaba profundamente dormida recuperando las fuerzas para ayudar a su madre con la cena y el baño de sus hermanas. Al otro día lo mismo, por más que el sueño la volteara se levantaba al alba sin necesidad de escuchar ni el canto del gallo y muchas veces era ella quien silenciosamente se acercaba en puntas de pie, hasta la orilla de la cama de su madre y su padre y con un gesto casi imperceptible tocaba el hombro de María avisándole que ya era hora de levantarse. En muchas ocasiones Eugenia parecía haberse cargado casi como un juramento la responsabilidad de sostener junto a su madre esa casa que se caía a pedazos, y más de una vez, cuando el trabajo en la casa con las seis niñas era incontenible y apretaba el hambre, lloraban juntas de cansancio, de impotencia y a veces también de desamor.
María Emilia –la segunda hija– era la más graciosa de las Marías, daba una alegría inusitada a la familia con sus ocurrencias, descansaba de sus obligaciones mimada por Eugenia, tuvo más tiempo para imaginar, imitaba personajes de su entorno y los ridiculizaba hasta el límite de lo imposible. Una vez, cuando nació María Catalina, habían vivido en el hospital –María y sus cinco hijas– una situación horrible. Después del nacimiento de Catalina, cuando se encontraban en el cuarto del hospital en medio del alboroto por el nacimiento, el médico que atendió a la mujer entró en la habitación y levantando la voz, dijo:
—¡Dígame, señora, para qué trae tantos hijos al mundo si no tiene con qué darles de comer! —y se fue dando un portazo. El alboroto y las risas pronto fueron silencio y algún que otro sollozo y culpa, esa culpa por ser tan pobres, tan pobres y reír y festejar a pesar de la pobreza. A pesar de la culpa. Más tarde en la casa, Eugenia preparaba pan casero, Laura y Mercedes observaban a Catalina, todas tenían esa sensación de tristeza que les quedó del hospital. Entonces Emilia apareció con un solero celeste de María y un bigote inmenso tomando con sus manos dos botellas de ginebra viejas, imitando al médico, que además se sabía que tomaba, totalmente ebrio, tropezándose, casi cayendo, diciendo:
—¡Sheñora hip! ¡Sheñoraaaa hip! ¡Qué verrrrguenza! ¡Shheñoraaaa hip! —causó tanta risa que María debió volver al hospital esa noche porque se le habían soltado los puntos.
Seguía María Laura de doce años, ella era la única que le alzaba la voz a José Luis, y se horrorizaba con esa idea fija de buscar al hermanito varón, y se revelaba contra ello.
María de las Mercedes, la cuarta niña, andaba por los ocho o nueve años. Ella sufrió los arrebatos de José Luis, yo no lo sé pero dicen que esa chica es medio bruja, porque al nacimiento de María Clara cuando hasta los manosantas habían dicho que era varón, ella decía que iba a ser mujer y al final fue mujer. Creer o reventar. Mirá, yo no creo en las brujas, pero…
Las más pequeñas eran María Catalina –Cata– y María Clara –Clarita–, las mimadas de todas, las muñecas de las demás. Recuerdo que una vez les pregunté:
—¿Están contentas con el hermanito que va a venir?
Y me respondieron casi al unísono:
—Nosotras ya tenemos hermanitas…
También es cierto del desprecio que sufrieron esas nenas, hasta el momento eran las dos últimas decepciones que nos llevamos en el pueblo esperando a Josecito y el desencanto lo terminaron pagando ellas.
Y María de los Ángeles… ella estaba un tanto cansada, claro que en su casa la habían educado para ser una esposa fiel y una madre dedicada, pero se sentía cansada, no renegaba ni maldecía, pero alguna vez me confesó cierto cansancio, sólo eso, cansancio. No es menos cierto que José Luis era un marido ejemplar, ese marido que cualquier mujer desearía tener; trabajador, fiel, compañero, nunca les hizo faltar nada ni a María de los Ángeles ni a sus seis hijas, trabajaba de sol a sol de lunes a sábado. Claro que los domingos se iba con Rodolfito, el chico de enfrente, a jugar a la pelota, pero bueno, su único deseo en la vida era tener un hijo varón… sí, era muy trabajador pero ganaba una miseria, y también se tomaba todos los días en la cantina su buen vino, sí, sí, era muy trabajador pero las peripecias por las que pasaba María para hacer la comida, esas las sé yo.
Eran las tres de la tarde, del doce de junio de mil novecientos sesenta y tres. María de los Ángeles Alonso estaba sentada en la cocina de su casa bordando baberos que hizo con retazos de un viejo mantel, de pronto supo que ese día daría a luz. En ese momento casi sin darse cuenta comenzó un repaso de las anteriores veces que había pasado por ese momento. Recordó el nacimiento de María Eugenia, recordó el miedo que le generaba ser mamá y que no tuvo mayores complicaciones, pudo verla a ella tan compañera, tan madraza, tan cercana, tan perseverante, luchando todavía por terminar la secundaria, y pensó que tal vez Eugenia ya sería bachiller si no fuera por la familia tan numerosa. Tuvo la primera contracción. Y como un relámpago apareció Emilia con sus ocurrencias, sin ella tal vez nunca hubieran sonreído en esa casa, recordó que el día de la primer payasada de Emilia se dio cuenta que había estado años sin sonreír, y estaba contenta de haber engendrado ese despilfarro de felicidad. La segunda contracción. Cuando nació María Laura también hacía frío, y la vio con la boina que lleva puesta desde que se la regaló la dueña de la cantina del pueblo, esa chica, con esas ideas, tan contestataria, tan altanera, tan desafiante de José Luis, alguna vez María de los Ángeles la habría mirado con ganas de imitar esos actos irreverentes, diciendo lo que su madre no se animaba a decir. La tercera contracción. María de las Mercedes, con ocho años y tan sentada en su íntima convicción que nunca tendría un hermanito varón. La cuarta contracción. María Catalina, que con apenas cuatro años, unos días después del nacimiento de María Clara y ante la protesta a gritos de José Luis por la incapacidad de María de engendrar hijos varones, se le acercó a María y le dijo: “Mamita, no impota que Caita no yea vaón”. La quinta contracción. Clarita, la beba que ahora la mira preocupada.María deja el bordado y hace un recorrido por la habitación…
—¡Eugenia, Laura, vengan! ¡Voy a dar a luz!
Y lentamente las Marías inician el peregrinaje al hospital. Salen a la calle, todas, las mujeres, las niñas. Contentas, sonrientes; María Laura avisa a su vecina de enfrente, la madre de Rodolfito, ella rápido hace correr la noticia.
En la esquina las encuentra el auto de la municipalidad, entraron como pudieron, ¡eran tantas! José Luis estaba trabajando, la lejanía del trabajo haría que seguramente no estuviera en el momento del parto, como las otras veces. Viajaron las casi treinta cuadras que las separaban del Hospital, y María detuvo lentamente su mirada sobre ellas, sobre cada una de ellas, responsables, alegres, visionarias, compañeras, luchadoras…
—No importa si no es varón —le dijo un día María Clara.
Y se acordó de José Luis, de cómo lo había querido, de cómo lo había dejado de querer. Recordó cuando ni siquiera quiso ver a María Clara en la sala de parto, porque había nacido mujer. Recordó el día que le dijo de amarse para buscar a Josecito y que ella, como las últimas veces, le había suplicado que no, que estaba cansada, que el cansancio había penetrado en sus huesos, en su sangre, que ya le dolía mucho ese cansancio… cómo explicarlo para que se entienda, no era falta de amor… y que él la tomo entre sus brazos y la besó pese a ella y le dijo que sabía que en el fondo le gustaba… y que no se podía gritar por las nenas…. y que intentó empujarlo bien fuerte y sacárselo de encima y no pudo… y cerrarse las piernas y tampoco… no tenía fuerzas, y José Luis lastimaba con sus manos y sus rodillas y su cuerpo… y que después sólo tenía ganas de llorar bastante, con el abrazo de Eugenia y de Laura y de todas, pero había que esperar hasta el otro día, porque despertarlas, a esa hora…
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Te estoy diciendo que llegamos!
—Está bien.
Bajaron las Marías del auto de la Municipalidad, entraron al hospital en medio del alboroto, estaba todo el pueblo agolpado en la puerta, mujeres, niñas, varones, niños, alborotadas, alborotados, gritando, pidiendo, exigiendo, la llegada de Josecito.
—¡Fuerza Josecito!
—¡Arriba Josecito!
María de los Ángeles asentía:
—Gracias, ¡gracias! ¡Sí, pronto vendrá Josecito!
Y pasaron las Marías entre los gritos y apretujones de la gente, sorprendidas ante semejante bullicio, Eugenia trataba de sostener a María y protegerla de las manos desesperadas que querían tocar su panza de embarazada; María Emilia cargaba a Clarita entre los empujones y se burlaba de los manifestantes, María Laura cargaba a María Catalina y protestaba ante el griterío y María de las Mercedes que había quedado última caminaba entre la gente lentamente arrastrando una vieja muñeca de trapo mientras les preguntaba con su voz aguda y persistente:
—¿Acaso no entienden que mi madre jamás alumbrará a un varón, ya se los he dicho, no lo entienden?
Y entraron las Marías al hospital. Pronto las enfermeras transportaron a María de los Ángeles a la sala de parto. Las niñas quedaron afuera, María las observaba una junto a la otra en una fila irregular, María Emilia con Clarita en brazos, María Laura con María Catalina, Eugenia casi llegando a la puerta de la sala como queriendo entrar y María de las Mercedes llegando última a unirse al grupo, todas en silencio mirando cómo lentamente se cerraba la puerta de la sala. María de los Ángeles se relajó por unos instantes, pensó en las niñas, pensó que tal vez si naciera Josecito se terminarían los tormentos y la miseria. ¿Y si se pareciera a José Luis? ¿Si fuera como él? Enseguida entró en la sala la médica que la iba a asistir.
—No es el médico de siempre —pensó María. Se intercambiaron sonrisas y comenzó el trabajo de parto.
Y en el último momento antes del alumbramiento, en el instante mismo en que sintió que su vida daba comienzo a otra vida, cerró sus grandes ojos negros humedecidos de amor, apretó fuerte en sus manos las sábanas gastadas del viejo hospital, tomó una bocanada de aire y con el deseo mas íntimo de su alma y de su corazón, pensó:
—Que sea mujer —. Y parió.
* El relato “Las Marías” pertenece al libroTortita de manteca, publicado por la editorial El Colectivo en 2010. Silvina Perugino es abogada y reside en la ciudad de La Plata. Ha participado en talleres literarios con Dalmiro Sáenz.