Por Simón Klemperer
La noche del jueves 14 de mayo se jugaba en la Bombonera el tercero de una serie de tres clásicos. Las cosas no sucedieron como se esperaba y la noche del mamarracho quedará para la historia. A continuación algunas impresiones.
La tríada de infierno
El fútbol tocó esa noche fatídica del 14 de mayo hasta la última cuerda del ser argentino contemporáneo. Tocó hasta la última cuerda de un arpa que se venía tocando hace ya mucho tiempo. El arpa de la muerte del fútbol. El fútbol había dejado de existir ya hace varios lustros y desde hace un par de semanas, con el comienzo de la triada de clásicos, habíamos comenzado a vivir la más irritante pantomima de un juego que alguna vez fue. Nadie escapa a esta farsa sin igual, salvo, quizás, aquellos que no sabían que el partido se jugaba y vivían sus vidas sin superclásico. Boca y River son y serán sinónimo del más fino entrelazamiento entre el espectáculo televisivo, el negocio, la política y el fútbol mal jugado. Sobre todo del fútbol mal jugado. Exponentes fanfarrones del peor fútbol de todos: el fútbol tonto. Los llamados superclásicos son y serán paradigma del fútbol convertido en frenético histerismo de machos deseosos de explotar. Machos infelices ansiosos de descargar su insatisfacción. Hombres desesperados que corren sin parar e hinchas que alientan para que sus muchachos corran más. Un público similar al de, digamos, las peleas de gallos.
Los llamados superclásicos se viven actualmente desde el más exacto código político de un tiempo mal vivido: el código de la exaltación. El código político de este tiempo, supuestamente progresista, nos robó la pausa de pensar antes de hablar. Nos robó la calma de crear, de improvisar, y nos volvió a todos reaccionarios, con la respuesta prefabricada a flor de piel. Respuesta reactivas inmediatas para cada situación. Esa pausa le fue sustraída también al fútbol, y los supuestos superclásicos son el mejor ejemplo de esa exasperación y esa aceleración. En otras palabras, estamos todos del marote. Eso sí, muy emocionados.
Son clásicos desesperados donde todos corren y nadie piensa. Ni este Boca ni este River son malos equipos, pero la situación los supera a ellos como equipos y nos supera nosotros como hinchas. Surge entonces un tontismo inigualable, un boludismo atroz.
El día en que se dieron esa serie de resultados en la Copa Libertadores que provocaron que se jugaran tres clásicos seguidos se había firmado la condena del mes más tonto del siglo argentino. Tres clásicos atrofiarían y agigantarían cada átomo del fanatismo tonto y cada segundo de periodismo bobo. Desde ese momento estaba terminantemente prohibido prender la tele para cualquier persona que quisiera mantener a salvo su salud mental. Pero claro, es imposible ser ermitaño en pleno Buenos Aires y el periodismo bobo se nos cuela por los poros. Y claro, todos locos.
Se nos venían tres semanas de fanatismo constante, de discusiones incoherentes, de polémicas absurdas, de notas vacías, de tinta al dope, de expectativas falsas, de asados con amigos, y claro, todo esto acompañado de una carencia total de juego. Aquí ya no se juega. Los clásicos no son juegos, son batallitas. Y nos internamos de lleno en ese tan hermoso y extendido pensamiento argentino cada vez más arraigado que dice, orgulloso de su oficio, que los clásicos y los mundiales no se juegan, se ganan. El epitome del triunfalismo y epitote de la mediocridad. A falta de fútbol, mucho huevo, y como los argentinos somos bien machazos, pues eso, lo dicho. A correr nomás que se acaba el mundo.
Juan Pimienta
El problema, entonces, en cuanto al fútbol, es que el fútbol ya no existe, y en cuanto a lo social, es que nuestras neuronas están en peligro de extinción. Después, lo de aquella noche escandalosa es solo un hecho más de violencia, un hecho lógico dentro de las reglas de una sociedad violenta. El personaje ese que metió un gas medio pimientoso, medio sulfuroso, en la manga del River, y a quien a partir de ahora identificaremos, solo a fines analíticos, como Juan Pimienta, no es más que un tonto más dentro del engranaje de una sociedad que genera violencia día a día, una violencia sostenida, controlada y alimentada por los dirigentes y los políticos que abogan por la paz. Por lo tanto, lo del otro día no fue un exabrupto sino una consecuencia lógica de un sistema.
Lo escandaloso de esa noche no fue, entonces, la estupidez sideral de Juanito Pimienta, ni siquiera la posibilidad de que haya sido un plan de la policía y que Juanito sea un cana. Lo escandaloso fue que nadie tuviera la autoridad de suspender el partido de inmediato cuando cuatro jugadores tenían quemaduras de primer grado, que se veían desde el último escalón de la popular. No había en esa cancha un solo sujeto responsable. No había ni autoridad, ni sentido común, ni seguridad, ni solidaridad. No había nada. Nada de nada. La vida nos regaló esa noche y por el mismo precio dos horas de nosotros mismos. Una muestra gratis del sistema en que vivimos. Dos horas donde se ventilaron todas las falencias de este sistema capitalista. El capitalismo ordenado se fue a la mierda y todos hicieron las cosas tan mal como, lógicamente, tendrían que haberlas hecho. Tanto el Ministerio de Seguridad, la policía, la Conmebol, los árbitros, los dirigentes, los jugadores, los hinchas, la televisión y los periodistas. Todos y cada uno de ellos hicieron su labor todo lo mal que la podían hacer.
Vi los tres partidos y nunca logré decidir quién quería que perdiera. Era todo tan patético que no quería que ganara nadie pero, extrañamente, tampoco sabía que sufrimiento prefería, si el bostero o el gallina. Mis sentimientos fluctuaban por minuto y ya a los 10 minutos del segundo partido sabía que quería que perdieran los dos, pero también creía que eso era imposible, porque claro, no contaba con la astucia de Juanito Pimienta, que apareció muy oportuno y me hizo el favor, quemó a unos cuantos jugadores y se acabó lo que se daba.
Juan Pimienta fue esclarecedor. Esta patética pantomima del fútbol no merecía terminar bien. Merecía terminar así. Así de mal. Nos merecíamos este mamarracho por alentar tan horrible espectáculo y colaborar con el pisoteo de lo que alguna vez fuera un juego. Igual, el lunes haremos borrón y cuenta nueva y seguiremos tal hemos llegado hasta acá.
La cátedra
En principio, y solo en principio, Juanito demostró que cada una de las medidas oficiales contra la violencia son medidas destinadas únicamente a perpetuarla. Prohibición de público visitante y sistemas de vigilancia en las canchas. Sistemas con maquinitas carisimas, con lector de iris y detector de malvados, una más moderna que la otra y que no sirven para nada, no solo porque los malvados entran igual, sino porque, entre otras cosas, no existen. La AFA Plus vendría a ser así como las estaciones del subte B, que se inauguran cinco años antes de que existan. Y todo para qué, para que parezca. Simplemente para que parezca que se hacen cosas. Para la galera. Medidas para la popular. Algo tiene que cambiar para que todo siga igual. Para mantener el monopolio del poder y de la violencia, primero hay que demostrar que se está en contra de ella. Sin la asignatura del Cinismo Ilustrado aprobada, no se puede ejercer. Y para graficar todo esto, para poner negro sobre blanco, tuvo que llegar Juanito y regalarnos esas dos horas tan esclarecedoras.
Juanito nos mostró también que la autoridad dice estar pero no está. Que las instituciones parecen funcionar pero no funcionan, y nos mostró, durante esas dos horas eternas, en las que no se iba nadie de la cancha y donde nadie apagaba la tele, esas dos horas en las que estábamos todos ahí, incrédulos, irritados, quemados, esperando esa llamada misteriosa, proveniente de algún comisario deportivo perteneciente a algún organismo extraterrenal, que decretara el final del partido. Pero no. Esa llamada no podía llegar porque esa autoridad, que debía ser el árbitro, no existía. Y el sentido común se hizo añicos, y fue pisoteado en vivo y en directo ante nuestros incrédulos ojos, durante dos horas seguidas.
Y si la autoridad no existe, o sí existe pero había aprovechado el entretiempo para ir al biorsi y se perdió en el camino, entonces podrían haber sido los jugadores los que, en un acto de mínima solidaridad, decidieran retirarse. Pero este fútbol actual no genera futbolistas solidarios, ni pensantes, sino jóvenes ambiciosos, vanidosos y competitivos, con festejos ridículos, peinados feos y unas enormes ganas de irse a Europa. Y entonces, mientras la autoridad trataba de volver del baño pero se extraviaba, una y otra vez, en los pasillos interiores del estadio, cuatro jugadores de River padecían quemaduras y nadie los llevaba al hospital, y todos, pero todos, se hacían los boludos. Lo que es claro es que nadie tuvo la integridad y el orgullo de irse de la cancha. Los de River no se iban porque querían los puntos y era arriesgado irse sin autorización, y los de Boca porque querían seguir jugando, aunque River jugara con equipo de papi fútbol.
Y aquí sí que se pone graciosa la cosa y hay que reír para no llorar, porque Juanito Pimienta nos hizo dar cuenta de la clase de jugadores que este sistema cría. Cosecharás lo que siembras. Y de yapa nos demostró que Orión es, sin lugar a dudas, la peor persona del mundo, y que debería ser penalizado de por vida por mal tipo. Y Juanito, el grande de Juanito, le hizo al Vasco pisar el palito y así, Arruabarrena, que parecía un tipo sensato, mostró el plumero, y ante todo el país hizo todos los intentos de reanudar el partido mientras sus colegas se echaban agua para calmar el ardor. Yo a Juanito Pimienta le aplaudo por todo esto. Le aplaudo por tantas enseñanzas. Esas dos horas fueron un doctorado en sociología, un master acelerado en sentido común. Juanito es un master total. De cualquier manera no creo que la autoridad haya ido al baño, más bien creo que la autoridad existe para asegurar la existencia del delito y que estaba saltando en el tablón, disimulado entre la multitud.
Juanito y su cátedra gratarola nos mostró también que los jugadores de Boca no tienen un código partido al medio, y que un jugador del equipo contrario puede estar incendiándose que ellos no le van a tirar ni una botellita de agua. Ni un escupitajo siquiera. Salvo Osvaldo, que será muy cheronca pero fue el único que se acercó a solidarizar con los quemados. Osvaldo fue el único que hizo algo bien esa noche. Es cierto que no son los jugadores los que tienen que dar el ejemplo a la sociedad, como nos quieren hacer creer los medios y las buenas costumbres. Es verdad que el ejemplo debería venir de arriba y no de abajo. Que debería venir de alguien a quien la vida le haya dado la posibilidad de dar ejemplo, y no de un pibe de veinte años que nunca salió de su barrio y que estaba en el potrero mientras los viejos trabajaban o se peleaban en la casa. Sin embargo, el ejemplo brilla por su ausencia y gente como Niembro debería estar presa por incitar a que el partido se jugara, porque, según le llegaba por mensajito de texto, esas quemaduras no eran para tanto. Sin embargo, si el ejemplo no lo tienen que dar los jugadores, al menos sí podrían dignarse a ser buenas personas. Pero no. El sistema de competencia que le da vida a estos clásicos exasperados, llenos de acelerada testosterona triunfalista, no permiten jóvenes críticos y solidarios. El sistema nos convierte en esa clase de personas.
Y ahí estaban, unos quemados y los otros calentando. ¿Será que calentaban tanto para quemarse? ¿Habrá sido ese un gesto solidario? Y entonces Orión, el tipo más malo del mundo, ¿habrá sido irónico cuando antes de irse de la cancha, se despidió de su hinchada con aplausos? Lo que hay que ver. Qué hemos hecho para merecer esto.
Y claro, ahora cada argentino se inventa su conspiración. Cada uno agarra lápiz y papel y lo explica todo. Y los afines a la corporación oficial, con su mundo blanco y negro y su década ganada, culparán a Angelici y Macri de todo, y los de la corporación opositora, con su mundo blanco y negro y su década perdida, culparán a Berni. Y Juanito, que es un simple hincha violento, parte o no de un plan, nos confirmará que, lamentablemente, todas esas teorías son ciertas, y que cada una de esas conspiranciositas caseras, sumadas, darán como resultado este desastre total. TN y 678, unidos, jamás serán vencidos.
Menos mal que esa noche todo terminó mal, porque si terminaba bien habríamos sido, una vez más, carne de la hipocresía cotidiana. Gracias Juanito, gracias por esta inolvidable cátedra.