Por Fernando Munguía Galeana desde México (*)
A una semana de la toma posesión del nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (Amlo). ¿Será posible una nueva transformación en México?
Si bien el ambiente sociopolítico que se vive en el país no parece atravesar por un periodo de convulsión, tampoco puede decirse que se encuentre en tersa calma.
Desde los meses y semanas previas al pasado 1 de diciembre, las fuerzas de la derecha han intentado mover sus piezas buscando, aun sea de forma banal y hasta caricaturesca, infringir algún daño al gobierno entrante. El peligro, sin embargo, es latente pues, aunque el viejo fantasma del populismo usado sistemáticamente a partir de las elecciones de 2006 parece haber quedado disipado de su arsenal ideológico, la fuerza popular que se gesta desde la base heterogénea que da soporte al gobierno entrante es la potencia que despierta los temores de las élites políticas, económicas y hasta intelectuales.
Las reacciones son variadas en sus formas y apuntan hacia puntos también dispersos en la cartografía política. Desde las denominadas “marchas fifí” -apelativo dado debido a la composición clasemediera y alto del sector convocante-, hasta las interminables intervenciones mediáticas, expuestas por la rancia intelligentisia comentocrática, que cotidianamente reiteran las incongruencias, insuficiencias y errores de la administración actual.
El debate, empero, sobre las formas visibles y los contenidos aparentes, en la medida en que todavía no pueden evaluarse con detenimiento todas sus expresiones, de las propuestas que el gobierno ya ha comenzado a impulsar, es ineludible para dimensionar los alcances que puede tener y, también, las posibilidades que se pueden abrir para hacer de este proceso algo más que una fase de transformismo.
En su discurso de toma de posesión, López Obrador hizo mención de algunos de los principales derroteros que seguirá su gobierno. Allí, frente a los diputados y senadores, dirigió su primer mensaje a la nación como presidente, en el que realizó una de las más mordaces críticas que se puedan recordar, en esa plataforma, al sistema político y al modelo económico neoliberal, señalando también los saldos sociales que la crisis prolongada por la que ha atravesado el país ha dejado para la sociedad. La anterior, en ese mismo lugar, pero desde otro registro discursivo, fue seguramente la que hicieran las y los delegados del EZLN en el año 2001, después de haber recorrido el país en la Marcha del color de la tierra, con la que las comunidades zapatistas en resistencia buscaban el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y que mereció el desprecio unísono de la clase política dominante en ese momento.
Vale la pena, entonces, detenerse en algunas de las dimensiones y problemas que puntualizó ese día, para ordenar las coordenadas que esta cuarta transformación que ahora inicia puede seguir, pero también para señalar algunas de las encrucijadas que parece tendrá que enfrentar. López Obrador acierta en distinguir como fundamento de la ineficiencia de las instituciones políticas del Estado la corrupción sistémica que, desde todos los niveles de gobierno, ha constituido el dique para el desarrollo democrático y uno de los elementos que más han incidido en la reproducción de la impunidad. Se trata de un fenómeno que, aun cuando resulta difícil de medir o cuantificar en todas sus implicaciones, efectivamente atraviesa todas las esferas de la vida pública y, en particular, de las instituciones, prácticas y funciones del poder político. De ahí que resulte un desafío sustantivo lo que propone como uno de los pilares de su gobierno, “acabar con la corrupción y la impunidad”.
Sin embargo, la alternativa a ese problema estructural, no puede limitarse en esa suerte de “punto final” que propone, sino que tendría que ver con iniciar un proceso restitutivo amplio, en el cual los agravios históricos cometidos contra el pueblo, las clases trabajadores y todos los sectores que han sido marginados, no ya de espacios de decisión o menos aun de poder sino en general de las condiciones mínimas para tener una vida digna por la impronta de la corrupción y la impunidad, sean reconocidos como delitos sin prescripción y desde ahí se intente reconstruir un tipo de estatalidad en el que esas mayorías recuperen un lugar desde el cual ser sujetos de la transformación por venir. No se trata de circo y simulación ni menos aún de ser indulgentes con quienes infligieron y promovieron la tragedia societal que vivimos. Justicia y verdad, son imprescindibles para emprender la construcción de un nuevo proyecto social, pero también para que la memoria de los muertos y desaparecidos no desaparezca.
En el balance sobre el modelo económico neoliberal en México, Amlo es categórico: ha resultado un fracaso total. El magro crecimiento de la economía neoliberal, no solo no se corresponde con la tendencia registrada desde el periodo posrevolucionario y hasta comienzos de la década de 1970, sino que, a partir de los ajustes estructurales de la década siguiente, el crecimiento del PIB ha quedado estancado o en franco descenso ampliando el espectro de la crisis económica. En efecto, la privatización de las empresas estatales y la insuficiencia en la regulación de la inversión privada, que solo ha beneficiado a la élite económica forjada en aquel contexto fue también promovida por la élite política tecnocrática, generando una fase de acumulación por desposesión en la que, de nuevo, las mayorías trabajadoras han sido las únicas afectadas.
Las posibles salidas a esa encrucijada no son fáciles de distinguir, desde luego. Sin duda se requiere mayor inversión y regulación, generación de empleos y estímulos al consumo de las clases trabajadoras y de los sectores medios precarizados que, desde aquella imposición del neoliberalismo autoritario, han visto limitadas sus posibilidades de desarrollo y realización social. Al mismo tiempo, la alternativa desarrollista y extractivista que sigue considerando a los energéticos fósiles, la industrialización o la construcción masiva de infraestructura como puntales económicos, implica una serie de riesgos ecológicos y ambientales que ya no estamos en condiciones de asumir. Y, sobre todo, porque muchos de esos proyectos que se presentan como “cortinas de desarrollo”, tal como lo afirmó Amlo, han sido frontalmente rechazados por las comunidades campesinas y los pueblos originarios que habitan y que tienen el derecho a decidir sobre el uso de sus territorios. Es cierto que se trata de una confrontación entre paradigmas de socialidad; pero, al mismo tiempo, de la apertura de una oportunidad para reconfigurar las formas de articulación entre distintos grupos, sectores y clases que no subordine la historia viva de los pueblos a la razón abstracta del Estado.
Si durante la última fase del neoliberalismo autoritario en México, las clases dominantes refuncionalizaron el democratismo y la hegemonía débil como recursos de control, represión y violencia estatal y, con las claras demostraciones de que en esta coyuntura la derecha no escatimará en expresar su oposición, toda alternativa posible que pueda imaginarse e impulsarse desde la institucionalidad del Estado, además de “la honestidad y la fraternidad”, no puede dejar por fuera la subjetividad, la creatividad y la fuerza de todos aquellos que, desde la izquierda, optaron por esta 4ta transformación.
(*) Sociólogo mexicano, profesor de la Facultad de Ciencias políticas y sociales, UNAM