Por Miguel Mazzeo
Lanús juega con Flandria en 1980. Además, juega en la “C”. Lo que podría ser un partido intrascendente se convierte, para nuestro cronista, en una lección de vida, en un estigma imborrable. Pasen y lean, y alienten.
Se supone que, como hincha del Club Atlético Lanús, debería elegir como el partido de mi vida alguno muy importante. Esos partidos donde Lanús ganó un título local o internacional. Por ejemplo, el partido en el que se consagró campeón de primera división por primera vez en la historia. ¿Cuantos contemporáneos y cuantas contemporáneas pueden decir que vieron a su equipo salir campeón por primera vez?
También podría recodar un partido épico, en el que el equipo dio vuelta un resultado adverso y desbarató una condena. O una goleada pantagruélica.
Incluso no sería para nada descabellado elegir un partido aciago, como el del desempate por el descenso contra Platense, en 1977, en el Viejo Gasómetro de Avenida La Plata, donde se consumó una de las injusticias más grandes del fútbol argentino.
Pero no. Yo me acuerdo de un partido de Lanús en la “C”, del año 1980, más precisamente del 22 de marzo de 1980, contra Flandria. En apariencia un partido intrascendente. Ahora pienso que las situaciones intrascendentes pueden ser las más aleccionadoras. Eso es bueno, porque su índice de ocurrencia es alto. Sólo se trata de estar atentos y atentas a algunos detalles.
Se jugaba una de las primeras fechas del campeonato de Primera C. Lanús venía de perder dos categorías consecutivas y de no ascender después de pasar una temporada completa en esa divisional. Además, el club estaba quebrado, casi en vías en extinción, dicho esto sin un ápice de dramatismo.
Fuimos a Jaúregui, partido de Luján, en un camión. Un Bedford destartalado de la década del 50. Tardamos una eternidad en llegar. Cruzamos varios paisajes y varios olores. Éramos como 20. Ruidosos pero comedidos. Todos hombres, todos vecinos del barrio y de un amplio espectro etario. Veteranos, jóvenes y pibes. Yo tenía, a la sazón, 13 años: transicionales, incandescentes, absorbentes, críticos.
Entrar a la cancha de Flandria fue como un shock. Tierra por todos lados. Muy poco pasto y seco. Tribunas insignificantes y, en tramos de extensión considerable, ausencia lisa y llana de las mismas. Cancha pobre y minimalista. Pero con un nombre pretencioso, bien a la usanza argenta: “Estadio Carlos V”. Ténganse en cuenta que la cancha de Lanús, por esos años, no era precisamente un palacio. Todavía predominaba el tablón y la estepa. No daba ni para llamarla “estadio”. En casi todas las canchas del ascenso predominaba el paisaje lunar.
Ese día Flandria le ganó a Lanús por 3 a 2.
Cuando el árbitro pitó el final, uno de los del grupo del camión, un joven veinteañero, flaco, de bluyins y pelolargo, lanzó al viento una pregunta crucial:
– ¿Por qué somos hinchas de este equipo después de todo esto? “Todo esto”, remitía a una sucesión de fracasos estridentes y que, en esas circunstancias, parecía interminable. En verdad, el término “descenso” se presentó ese día con una rigurosidad insoportable. Se mostró en su dimensión estrictamente dantesca.
Otro hincha, del mismo grupo, uno veterano, y que yo conocía bien porque era el electricista del barrio y vivía muy cerca de mi casa, giró la cabeza, y desde unos pocos escalones más abajo (no había muchos escalones), le respondió con sequedad pero sin desprecio:
–Porque esto es sagrado, nene. Porque es la parte nuestra que no se compra ni se vende. Esto no es un espectáculo, nene. Es una ceremonia, un rito. Ganar o perder importa un carajo. El amor es porque sí. El amor es sin fe. ¿Me entendés, nene? No le busqués explicaciones. Esto va a seguir. Ya vas a ver.
Eso dijo el electricista. Y sobrevino el silencio.
Yo tenía bien internalizada la condición de hincha de Lanús, no tenía dudas de que era y seguiría siendo un componente básico de mi identidad, pasara lo que pasara. Pero sentí esa respuesta como un sacramento que, como tal, nos imprimió carácter a todos los que estábamos allí. Fue como un bautismo colectivo, la cancha de Flandria nuestro Jordán y el electricista nuestro Juan el Bautista.
Ese día constaté que el amor a un cuadro de fútbol, como todo amor, “es porque sí”, carece de motivos, es tan rotundo que no tiene que dar cuenta de entornos, significados externos y proyectos; que puede desentenderse hasta de la fe y que puede devenir insoportable. También aprendí que existen, por lo menos, dos modos de ver las cosas, los seres, el mundo, la vida: como un espectáculo o como algo sagrado.
En el camión, de regreso al barrio, todos me miraban extrañados. Acabábamos de perder con Flandria 3 a 2, ¡en la C!, y yo estaba contento como un idiota.