Por Pablo Potenza. Nuevamente, ideas que se encadenan. Esta vez desde un tema de Javier Martínez a una poco interesante propuesta de un conductor televisivo, para terminar en algo que encuentra su sentido en la aparición de Ignacio -Guido- Montoya Carlotto.
¿”Cada minuto es un minuto menos”, como decía la canción de Javier Martínez? ¿O cada minuto es un minuto más? Dilema filosófico sobre el tiempo que varios pensadores trataron profundamente y que desde aquí, apenas en la superficie y de manera rotunda, apreciamos en todo su relativismo: menos o más dependen de la posición del sujeto. Ambas direcciones resaltan la importancia y el poder de esa porción minúscula: en un minuto todo se define; en un minuto todo se condensa para explotar o comprimirse.
El conductor de un nuevo programa televisivo se mete con la palabra política y dice: “basta de sanata”. En su presentación hacia los participantes y el público, instruye con su objetivo: cansado de que los políticos hablen de más, pretende que solo digan lo esencial, entonces, les da la palabra solo por un minuto. Así, tiempo y espacio se cruzan y rozan un emblema teórico que recorre la historia de las artes desde siempre: la vieja relación entre forma y contenido; se trata de un problema estético, ideológico y claro, también político. Llama al ciclo Minuto uno y fija los límites.
Se comprende el hastío frente a una palabra que, en su migración desde la presencia en la barricada y el balcón hacia la ausencia en los flujos cibernéticos, fue licuando, junto con la carne del sujeto parlante, la profundidad y el alcance de los conceptos, las ideas o la rugosidad misma de los sonidos. Para intervenir sobre ese vacío el portador del escenario y juez de los discursos -el periodista- irrumpe sobre la forma con lógica pragmática: sin tener en cuenta los nuevos lenguajes del siglo XXI -simultáneos, móviles, flexibles, en fricción permanente- se apoya sobre la perspectiva tradicional que indica que el lenguaje es sucesivo y progresivo por definición, la aplica y, simplemente, la acota; busca “propuestas” y “cosas concretas”, para lo cual presume que un minuto es tiempo suficiente.
La intención es buena, el resultado es nulo: se quiebra toda posibilidad para cualquier forma de argumento y se alienta la bruma publicitaria a través de la presencia inefable del slogan. No hay lugar para la persuasión ni tiempo para el desarrollo; la palabra política se diluye en un desarmadero donde las piezas divagan en líneas sueltas sin llegar a anudarse en un destino común.
Quienes usan ese minuto no dejan de percibir la incomodidad y se muestran perturbados. Eligen ignorar la consigna y hablan como siempre, según su hábito, hasta que el tiempo los corroe y la voz es expulsada; o bien, intentan ajustarse y cambian, pero se dan cuenta de que, en la oralidad, un minuto es demasiado tiempo, rápidamente vacían sus motivos y terminan el discurso con el abandono de segundos sobrantes. Ambas posibilidades concluyen en el silencio y el hueco. La retórica no se desenvuelve en esta nueva trama y la oratoria tiembla como una reminiscencia que pertenece a los cromosomas de la especie, una huella que solo es una marca y no puede usarse.
El minuto que este programa pone a disposición de la palabra política es reaccionario: presenta una artimaña vieja como si fuera nueva (“minuto Odol en el aire”, ya refrescaba Cacho Fontana hace más de cuarenta años); aunque, al mismo tiempo, se trate de una manifestación contemporánea.
No lo es, sin embargo, por el afán de hacer productivo el tiempo de acuerdo al pensamiento burgués (así describía Thomas Mann el trabajo de Goethe: “Se observa en él un elemento de actividad, de precaución, que puede considerarse como parte integrante de la modalidad burguesa […] Este rasgo de solicitud se relaciona con el culto, santificación y economía del tiempo, que aprovecha cada minuto y que hizo de la vida de Goethe una de las más laboriosas y múltiples que se conocen”).
Más bien es un signo de actualidad porque desecha el desarrollo y superposición de capas argumentales que por adición pudieran terminar con la construcción de un edificio indestructible de razones dirigido hacia la posteridad -esa amalgama de tiempo que vence al tiempo-. Es que ese minuto es una estrategia de acorralamiento que obliga al abandono de todo pensamiento y solo pretende golpear, producir el latigazo propio del lenguaje de las redes sociales. Éste es un efecto reconocible de los cambios en la forma de pensar y de hablar que aquéllas producen: dado que la atención es mínima y volátil, es necesario capturarla, con lo cual, lo que importa es el título, ese fragmento brillante que sí se ve, se escucha, se lee y se recuerda.
¿Qué es lo que se narra entonces? ¿Cuál es el contenido de ese tiempo acotado que busca el impacto? También Thomas Mann viene en nuestro auxilio. De viaje rumbo a Estados Unidos, relata cómo la inmensidad del océano parece tragarse y perder en un abismo a esos pasajeros que se trasladan en barco desde Alemania. Sin embargo, la soledad parece resistirse gracias a que el barco exuda la modernidad de 1934 y reparte todas las mañanas un diario de a bordo con noticias recibidas desde los continentes a través del telégrafo.
Pero, el avance tecnológico que este aparato manifiesta no está acompañado de un avance moral de la sociedad, señala el escritor, porque la conexión solo parece servir para transmitir noticias inútiles; en este caso, un tigre aficionado a las bebidas alcohólicas: “He aquí una maravilla técnica como la radiotelegrafía empleada en transmitir sobre tierras y mares novedades de este calibre. ¡Ah, la humanidad! El ritmo de su progreso ético-espiritual no ha podido acompasarse al ritmo de su progreso técnico”. ¿Es que no hay nada para decir entonces? ¿Solo nos manejamos entre la banalidad y el drama?
Ochenta años después de esa conclusión trágica de entreguerras un acontecimiento barre en avalancha la banalidad cotidiana y entra en la historia: es un título y un minuto que concluyen un argumento desarrollado en años. El 5 de agosto de 2014 se confirmó la recuperación de otra identidad birlada por los verdugos argentinos del siglo XX. Ese nieto 114, además, lo era de la Presidenta de la asociación Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. Ese día las palabras surgieron, se impusieron al silencio y derramaron alivio y entusiasmo, porque ellas (siguiendo la idea borgeana que indica que una expresión literaria -Kafka, en su caso- no prefigura los efectos hacia el futuro sino que resignifica lecturas hacia el pasado, porque les da sentido y las convierte así en precursoras) les dieron sentido a una serie de hechos previos que, por precursores, ya no fueron presas del olvido sino escalones de un camino. Esto es, desde lo más anecdótico, como la coincidencia de un saludo y un deseo para Estela horas antes del develamiento, o la carta escrita para el cumpleaños número 18, pasando por ese hombre que descubrimos un músico que va a revisitar sus propias letras o su participación en el ciclo “Música por la identidad”, hasta llegar a la propia lucha infinita de las Abuelas, que jamás claudican en la búsqueda y en cada encuentro llenan de sentido las palabras, las acciones y las trayectorias. El cuerpo individual cerró una herida universal y la comunidad se expresó en alegría colectiva.
Todo ocurrió en un minuto y todo ocurrió en una vida, el minuto en que la abuela decidió buscar, el minuto en que el nieto se permitió dudar, el minuto en que el análisis habló, el minuto en que esos cuerpos dejaron de ser imaginación y deseo para sí encontrarse, el minuto que estalló y les dio sentido a más de treinta años, el minuto en que la palabra política encontró su forma y, finalmente, se expresó.
Otras Notas del Autor:
Cuerpos que huelen, piensan y cantan