Mientras las capas estatales y empresarias de Bolivia debaten legalizar el ingreso de maíz transgénico, las mujeres indígenas de la nación guaraní resguardan variedades de semillas nativas de generación en generación. Resisten la sequía y combinan técnicas ancestrales con tecnologías modernas para asegurar la soberanía alimentaria de sus familias.
Por Isapi Rua | Fotos: Mirko Eterovic Skaric*
Limpiar los matorrales de la chacra, carpir para mover la tierra, amontonar los rastrojos, sembrar el maíz, carpir entre dos a tres veces mientras crece el maíz para controlar las malezas, controlar las plagas, cosechar el maíz, acopiarlo, trasladarlo, almacenarlo, pelarlo, desgranarlo con las manos, molerlo en el mortero, hervirlo a fuego lento, mascarlo, volverlo a hervir y fermentar. Esos pasos sigue Sabina Ortiz para convidar chicha más tarde a su familia y sus amistades en el cumpleaños de su sobrino.
Sabina tiene 56 años y guarda al menos nueve variedades de maíz nativo guaraní en un depósito de almacenamiento, al que llama “su troje”, instalado en su casa, en Sararenda. Lo cuida como a una caja fuerte, de animales, de insectos y de plagas. Desde niña su vida giró en torno al maíz, para ella sembrar sus múltiples colores, junto a sus padres, era jugar. Más grande, el maíz era el centro de su actividad agrícola o de su preparación en la cocina.
En las diecisiete comunidades del territorio guaraní Huacareta, en Chuquisaca, departamento de Bolivia, el maíz nativo es la base de su alimentación. Al maíz se lo celebra, como en las fiestas del Arete Guasú; se da las gracias a la tierra por su abundancia. Reina la chicha, preparada con maíz amarillo duro, al que en lengua materna llaman “avati täta vae”.
Sabina muele también otros granos de maíz bayo blando, amarillo, blanco y negro, para darle diversos colores y sabores al guitimimbo, una especie de torta que prepara para acompañar con el té de la mañana de su familia. “Del maíz bayo hacemos roscas y del maíz blanco, tostao, del maíz negro hacemos api, del maíz amarillo hacemos mote y tojori. Yo he criado a mis nueve hijos con puro alimento de maíz”, dice.
En la nación guaraní, uno de los 36 pueblos indígenas de Bolivia, que se extiende en la región del Chaco boliviano, el maíz es el cultivo más importante dentro de su sistema agrícola. Luego vienen las variedades de fréjol, zapallos y maní. El 80% del maíz cultivado por las familias de Sararenda lo destinan a su alimentación. El resto se reparte entre semillas para los próximos cultivos y alimento para los animales.
Las 22 familias guaraníes que habitan Sararenda son guardianas de semillas nativas y son parte del 85% de productores y productoras agrícolas que preservan variedades en la zona del Chaco. El 38% de la producción de maíz está en manos de mujeres.
Los datos surgen del registro comunitario de custodia de semillas, del proyecto “Conservación y uso sostenible de la Agrobiodiversidad para mejorar la nutrición humana en cinco macro regiones de Bolivia”, del Ministerio de Medio Ambiente de Bolivia. Hasta 2020, este proyecto registró 22 razas de maíz criollo en esa región del Chaco boliviano. En la zona de Huacareta, donde está la comunidad de Sabina, se producen seis variedades.
Fronteras porosas para los transgénicos
La variedad de colores, nutrientes y usos de las semillas criollas, tiene una amenaza monocroma: el ingreso de maíz transgénico, ya presente en cultivos ilegales. En 2017, la plataforma Bolivia Libre de Transgénicos, el CIPCA (Centro de Investigación y Promoción del Campesinado) y la organización Probioma (Productividad Biosfera Medio Ambiente) denunciaron cultivos con la presencia de eventos de maíz Bt y Roundup Ready (RR), en la colonia menonita Pinondi, de la entidad territorial autónoma indígena guaraní Charagua Iyambae. Se trata del municipio más grande de Bolivia. También denunciaron la comercialización de semillas de maíz transgénico en esa entidad territorial y en otros municipios de Villamontes, Yacuiba, Camiri.
“Realizamos un estudio basado en el análisis de la proteína CP4 EPSPS que se aplicó a muestras de semilla y granos de maíz recolectados en centros de comercialización mayorista y en casas comercializadoras de semilla, que confirmó una vez más la presencia de cultivos de maíz transgénico Roundup Ready (RR) evento NK603 en los campos agrícolas”, alertaba Néstor Cuellar, director de Cipca Cordillera, en 2018.
En el territorio de Huacareta, donde habita la comunidad de Sabina, hay cultivos transgénicos de un par de medianos productores. Uno de ellos produce desde hace dos años, a 8 kilómetros de Sararenda. Vamos a llamarlo Jaime. Tiene sus parcelas en Casa Alta donde sembró dos hectáreas de maíz transgénico. Compró 20 kilos de semillas a 80 dólares, en Yacuiba, un municipio fronterizo con la Argentina. Para esa cantidad usa 40 litros de glifosato: dos bidones. “Rinde más, el año pasado me ha ido bien, no tuve problemas por las sequías, la diferencia está en el grano; este es más delgado”.
Por ley, el Estado prohíbe la introducción, producción, uso y liberación al medio, y la comercialización de semillas genéticamente modificadas, de las que Bolivia es centro de origen o fuente de diversidad, como el maíz.
En Bolivia, el único cultivo transgénico autorizado es el de soja resistente al glifosato. La Ley Marco de la Madre Tierra y Desarrollo Integral para Vivir Bien establece que el Estado debe proteger el patrimonio genético de la agrobiodiversidad. Para eso prohíbe la introducción, producción, uso y liberación al medio, y la comercialización de semillas que estén genéticamente modificadas en todo el territorio de Bolivia. No todas las semillas, sino aquellas de las que Bolivia es centro de origen o fuente de diversidad, como el maíz, y de las que atenten contra el patrimonio genético, la biodiversidad, la salud de los sistemas de vida y la salud humana.
Según distintas organizaciones, Bolivia tiene 7 complejos raciales (alto andino, amazónico, perla, morocho, harinoso de los valles templados, pisankalla y cordillera), 45 razas y centenares de variedades. La Dirección Nacional de Semillas publicó en 2021 el registro de variedades y variedades protegidas. Chuquisaca, el departamento donde se ubica Sararenda, es el centro de mayor diversidad del maíz en el país.
Desde 2015, empresarios agropecuarios dedicados al monocultivo vienen planteando al Estado abrir el uso de biotecnología agrícola como una herramienta para garantizar la seguridad alimentaria en Bolivia y aumentar el rendimiento mediante los cultivos genéticamente modificados. Durante la cumbre agropecuaria “Sembrando Bolivia”, de ese año, el Gobierno propuso que los grandes, medianos y pequeños productores llegaran a un consenso. Los pequeños, las familias campesinas, se opusieron al uso de esas semillas.
Cinco años después, en 2020, el gobierno de facto de Jeanine Áñez dictó dos decretos que autorizaban la evaluación del maíz, la caña de azúcar, el algodón, el trigo y la soja transgénicos, en sus diferentes eventos, para el consumo interno y la exportación. También autorizaban la identificación de las áreas que son centros de diversidad del maíz y las zonas de cultivo para maíz amarillo duro, generado por cualquier tecnología. La Asamblea del Pueblo Guaraní (APG) rechazó estas disposiciones y exigieron su abrogación. En un comunicado resaltaba que “El uso de transgénicos significa infringir la seguridad y soberanía alimentaria a base de nuestros productos propios”.
“El uso de transgénicos significa infringir la seguridad y soberanía alimentaria a base de nuestros productos propios”.
Sabina asegura que no cambiará sus semillas por transgénicas. Incluso cuando instituciones como la FAO y la Alcaldía Municipal de Huacareta les entregaban semillas nativas, las aceptaban pero no las usaban en la siembra. No quieren contaminar sus maíces, que guardan de generación en generación. Armando Gomez, agrónomo del Centro Arakuiyapo y brazo técnico de la APG, dice que el temor de la nación guaraní es que sus maíces vayan degenerando sus potencialidades y nutrientes. Porque el maíz “es de polinización cruzada; al contaminar los cultivos de variedades criollas, el traslado del polen por los insectos se perderá progresivamente”.
Si bien los decretos de Áñez fueron derogados por el nuevo gobierno de Luis Arce Catacora, organizaciones como Bolivia Libre de Transgénicos temen una alianza entre el gobierno y los agroempresarios, ya que estos últimos se ven beneficiados por normativas económicas, tributarias y controles laxos. En abril de 2022, además, se liberó la importación de agroquímicos. En 2020 el Tribunal Internacional por los Derechos de la Naturaleza (TIDN) pidió a Bolivia la derogación de 14 normas que consideran una habilitación para provocar incendios. La ampliación de las fronteras del agronegocio afectaron comunidades, bosques, plantas y animales. La promulgación de esas leyes y decretos se distribuyen en once en la etapa de Evo Morales y tres en la de Áñez.
Las aduanas fronterizas son porosas y por allí ingresa el maíz transgénico que es comercializado y cultivado. Los empresarios de Anapo registran con drones el cruce del maíz desde la Argentina. La denuncia de la irregularidad les sirve para presionar: ellos también quieren semillas transgénicas.
La amenaza de la seca
“Tuve mucha fe, no esperé a la tercera lluvia como mis demás compañeras, sembré en las primeras. Con la gracia de Dios nacieron y crecieron mis maíces, así como crecía mi bebe en mi panza. Embarazada caminaba por la chacra hablando con las plantas para que resistan a la sequía”, cuenta Santa Carvajal, a 350 km de la casa de Sabina. Santa también es productora guaraní de la comunidad Tentami de Macharetí, otro de los municipios de Chuquisaca. Mientras convida un mate con unas roscas de maíz blando amarillo, que preparó junto a su madre, mira el bosque seco que rodea su casa.
De las 25 mujeres que se dedican al cultivo de variedades de maíz guaraní, ella fue quien mayor cantidad logró rescatar de la producción de este año. La rescató de la sequía que azotó nuevamente a las familias productoras.
De las 11 variedades que se preservan en Macharetí, Santa logró salvar 7, en 50 quintales. “Una cosecha exitosa son 100 quintales, rescaté sólo el maíz duro amarillo, el maíz cubano, el maíz blando, perla, canario, blanco y el maíz negro. Perdí otras dos”, se lamenta. Las que perdió son del maíz overo blanco y el maíz morocho, cuando a raíz de las intensas sequías de 2019, no cultivó las semillas que tenía reservadas para esa campaña.
La ausencia de lluvias que marca el ciclo agrícola en la agricultura guaraní es uno de los factores a los que se enfrentan las medianas y pequeñas productoras de la región del Chaco.
El ecosistema de la zona está caracterizado por subzonas semiáridas y áridas, con precipitaciones entre 750 y 500 milímetros anuales, que no alcanzan a cubrir las necesidades de crecimiento de la vegetación durante todo el año. Es decir, el índice de aridez no supera el 0,5%, según datos de la Plataforma Semiáridos de América Latina.
El historial de sequías en Bolivia y concretamente en la región del Chaco es un drama sin final. La más grave de los últimos 25 años fue registrada en 2016. Los productores de las comunidades de Macharetí fueron los más afectados y perdieron el 90% de sus cultivos. Este año suman 2.140 hectáreas perdidas de cultivos de maíz.
Conocimientos tradicionales y nuevos
Sobre la misma ruta 9 de la carretera, a 78 kilómetros, Lucía Torrez, semillera de maíz criollo de la comunidad guaraní de Salinas, del territorio Kaami, en el municipio de Cuevo, perdió el 90% de su cultivo. Pese a las técnicas que aprendió e incorporó en talleres de la FAO, desde el 2019 la producción de sus semillas ha sido un desafío. “Teníamos 10 variedades, solo recuperamos 3. De las 5 hectáreas que sembré sólo alcé unos 100 kilos. Venderé eso a las comunidades que necesiten y dejaré un poco para el consumo de la familia”, se lamenta.
Mientras Lucía habla, saca el polvo de una pizarra de madera donde tiene pegadas fotografías de sus dos primeros y mejores años, de su trabajo en la recuperación de variedades de maíz, junto a otras diez mujeres de su comunidad. Explica con nostalgia que “Después de dos años, el grupo se fue disolviendo, mis compañeras eran más activas, ahora ya no; otras fallecieron. En toda la comunidad estoy sola con mi esposo, recuperando nuestras semillas. Yo no me veo trabajando en otra cosa que no sea mi maíz”.
Entre esas mujeres estaba su compañera Elvia Romero, quien dejó la producción de maíz. Por la sequía, pero también para asumir otras responsabilidades, como un cargo dirigencial en su capitanía Kaaguasu, organización de las 22 comunidades guaraníes de esa zona. Elvia llega a la casa de Lucía y la ayuda a sostener la pizarra. Con los ojos aguados recuerda el rol que tenía a cargo, la purificación de semillas de maíz blando. Tenía que germinar semillas: “por ejemplo ponía cien y si nacían todas quiere decir que la semilla es buena. También hacía seguimiento cuando las plantas florecían para que no se crucen las semillas. Hay un proceso para que salga una semilla pura. Si una planta tiene tres espigas se selecciona ahí mismo, con cintas rojas para semilla”, explica.
Los conocimientos del sistema agrícola guaraní en la producción de comunidades como Sararenda, Tentami y Salinas están vigentes. Se aplican a cultivos asociados, al control de plagas con pesticidas naturales y al trabajo manual a punta de azadón.
Pero requiere fortalecerlos con tecnologías como sistemas de riego, explica Armando Gómez. “Fortalecer la producción de maíz criollo no pasa por el tema genético de la semilla, sino por problemas técnicos. Durante la preparación de la tierra hay que aflojar el suelo con subsoladoras para que acumule agua de las lluvias en una especie de esponja, porque si no acumulas agua en el suelo, cualquier tipo de maíz se va a secar. Los grandes agricultores lo usan, por eso les va mejor en tiempos de sequía. Tenemos que fusionar el sistema agrícola guaraní con el tecnificado”.
Elvia, Santa, Lucía y Sabina coinciden en que requieren de sistemas de riego para garantizar los cultivos asociados característicos en el sistema agrícola guaraní, en donde a la siembra del maíz le acompañan otros como el zapallo y la cumanda, para fertilizar la tierra. Es una manera de que el maíz enfrente las sequías.
Lucía alista algunos kilos de semillas para llevarlas a Santa Cruz y entregarlas al INIAF, el Instituto Nacional de Innovación Agropecuaria y Forestal, donde se encuentra el banco de semillas criollas. Mientras, Santa desgrana maíz para guardar las semillas para su próxima siembra y camina hacia la Casa de Semillas -este año, vacía- instalada en su comunidad. Sabina atiza el fogón de su cocina para inundar de humo su troje y garantizar que su maíz no sea atacado por insectos como el gorgojo. Mientras las políticas públicas que apoyen el trabajo que ellas hacen, de conservación y protección de las variedades de maíz criollo, Sabina, Lucía, Elvia y Santa aseguran que continuarán haciéndolo, con todos los recursos y conocimientos que tengan a su alcance.
*Este artículo fue realizado en el marco de Semillera, el programa de becas y mentorías para periodistas de LatFem, con apoyo de We Effect. Se trata del primer concurso de crónica latinoamericana y caribeña sobre mujeres indígenas, campesinas y afrodescendientes que defienden el derecho a la alimentación, el medioambiente y la tierra.
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