A 40 años de la muerte de Franco Basaglia, el reconocido psiquiatra italiano que militó en contra de las condiciones deplorables e inhumanas de los manicomios, compartimos un extracto de La condena de ser loco y pobre. Alternativas al manicomio (editorial Topía), que reúne conferencias pronunciadas por él en Brasil en 1979.
Por Franco Basaglia | Fotos de Dario Cavacini
Después de la Segunda Guerra Mundial, Italia era todavía, en lo económico y cultural, un país campesino. En la década de 1950 comenzó un proceso de cambio determinado por el desarrollo de la sociedad industrial y, consecuentemente, de una clase obrera cada vez más fuerte. En aquellos años iniciamos el trabajo en Gorizia, una pequeña ciudad en la frontera con Yugoslavia.
Allí había un hospital con 500 camas dirigido de manera totalmente tradicional; era usual la práctica del electroshock y el shock insulínico; antes que nada, era un hospital dominado por la miseria, la misma que encontramos en todos los manicomios. En cuanto entramos, dijimos: NO. Un NO a la psiquiatría, pero sobre todo un NO a la miseria.
Vimos que, desde el momento en que dábamos respuesta a la pobreza del internado, su posición cambiaba totalmente: dejaba de ser un loco para transformarse en un ser humano con el cual podíamos entrar en relación. Habíamos comprendido que un individuo enfermo no sólo necesita la cura de la enfermedad: necesita una relación humana con quien lo atiende, necesita respuestas reales para su ser, necesita dinero, una familia; necesita todo aquello que también nosotros, los que lo atendemos, necesitamos.
Este fue nuestro descubrimiento. El enfermo no es solamente un enfermo, sino un hombre con todas sus necesidades. Por ejemplo, yo recuerdo que después de que abrimos los pabellones en Gorizia, en 1963-1964, todos esperábamos ver cosas terribles. No sucedió nada. Vimos que las personas se comportaban correctamente, pedían cosas muy justas: querían comida mejor, posibilidad de relaciones hombre-mujer, tiempo libre, libertad para salir. Son cosas que un psiquiatra ni siquiera imagina que el enfermo pueda pedir. El psiquiatra siempre confundió la internación del enfermo con la propia libertad: Cuando el enfermo está internado, el médico está en libertad; cuando el interno está en libertad, el internado es el médico.
Entonces, cuando empezamos a organizar algo tendencialmente igualitario, vimos, por ejemplo, que un hombre se encontraba con una mujer y no sucedía nada violento. Se enamoraban. Naturalmente, luego podían tener una relación sexual, como sucede en las mejores familias y ¿por qué no habría de suceder en el manicomio liberado? Empezamos a divulgar la experiencia para demostrar que era posible dirigir el manicomio de otra manera. Y todo esto nos llevó también a una reflexión política: los internados pertenecían a las clases oprimidas y el hospital era un medio de control social.
En Gorizia organizamos una comunidad con el objetivo de curar y de mostrar que era posible una vida distinta. Lo sorprendente fue que mucha gente que venía a vernos percibía que la vida dentro de la comunidad era mejor que la vida afuera. La cuestión era que, dentro de esa comunidad, el egoísmo que domina nuestras vidas era afrontado de otra manera: mi sufrimiento era el sufrimiento del otro. Con este tipo de lógica empezamos.
Después, muchos de los que habían trabajado en Gorizia fueron a dirigir otras instituciones psiquiátricas y así se generaron cuatro, cinco, seis experiencias diferentes. De todos modos, nosotros sabíamos que el manicomio, aun el dirigido de modo alternativo, era siempre una forma de control social, porque la gestión no podía sino estar en manos del médico, y la mano del médico es la mano del poder.
Podríamos decir que somos personas que transforman en oro lo que tocan, aunque en realidad nuestro trabajo fue muy simple. En Gorizia descubrimos que la clase trabajadora, en caso de enfermedad, era destinada al manicomio. Entonces, pensamos que esta clase debía tener responsabilidades y poder en la gestión del problema de la salud y que esto podría cambiar las cosas. Por ejemplo, la discusión sobre cuándo se podía dar de alta a un paciente no era sólo entre nosotros, los médicos, sino también con las personas del barrio donde el enfermo iba a ir a vivir. De esta forma, el vecino del barrio se daba cuenta de que las necesidades del paciente no eran distintas a las suyas. Ante el problema de dar de alta a una persona pobre, que no tenía dinero ni casa, ni familia, muchos percibían que estaban o que podían llegar a estar en las mismas condiciones. Comenzaba así la identificación entre el sano y el enfermo, y el inicio de la integración del enfermo.
Entonces, día a día, año a año, paso a paso, desesperadamente, encontrábamos la manera de llevar al que estaba adentro, afuera, y al que estaba afuera, adentro. En la medida en que el número de los internados disminuía, íbamos creando en la ciudad los centros de salud mental. Teníamos una estructura externa muy ágil, en la cual la enfermedad se enfrentaba fuera del manicomio. Y veíamos que los problemas referidos a la peligrosidad de los enfermos comenzaban a disminuir: empezábamos a afrontar, no ya una “enfermedad”, sino una “crisis”.
Hoy nos es evidente que cada situación que nos llega es una crisis vital y no “una esquizofrenia”. En aquel momento, ya veíamos que aquella “esquizofrenia” era la expresión de una crisis, existencial, social, familiar, no importa cuál. Una cosa es considerar el problema como una crisis y otra cosa es considerarlo como un diagnóstico: el diagnóstico apunta a un objeto, y la crisis a una subjetividad; subjetividad que a su vez pone en crisis al médico.
He hablado de manera muy general del camino que hicimos para tratar de eliminar el hospital psiquiátrico y crear una situación tendencialmente terapéutica. No puedo decir más que “tendencialmente”, porque no puede ser plenamente terapéutica: yo trato de curar a una persona, pero no puedo tener la certeza de si la curo o no.
Creo que, en el fondo, la terapia más importante es que estos pacientes, reprimidos desde el manicomio, puedan tomar conciencia de su represión. Pero es también muy importante la situación en la cual las familias, cuando entran al manicomio, empiezan a tomar contacto con los familiares internados.
Cuando un interno sale y vuelve a la vida social se crea una nueva contradicción que tiende a mandarlo nuevamente al manicomio: en ese momento es importante que pueda nacer en la comunidad una toma de conciencia y también es fundamental que yo como técnico nuevo no esté del lado de la clase dirigente sino que esté directamente ligado a la clase que sufre esas contradicciones, Es importante que yo penetre directamente en el tejido social para crear los presupuestos de un consenso que lleve, no tanto a una mayor tolerancia, sino a una toma de responsabilidades, a un hacerse cargo por parte de la comunidad de los problemas y contradicciones que le pertenecen. Ciertamente, una persona que toma conciencia de la causa de su internación tendrá la posibilidad de una nueva integración social, aunque no pienso que el internado en un manicomio deba ser un revolucionario: es simplemente una persona que trata de expresar su propia subjetividad en una sociedad.