Hace dos semanas que desde Marcha venimos dándole lugar a las voces de los barrios para que cuenten cómo viven el día a día en tiempos de cuarentena. En las líneas que siguen, volcamos algunas reflexiones a modo de cierre.
Por Redacción Marcha | Foto de MARCHA
Paremos la pelota y pensemos un rato: ¿quién hubiera imaginado estar en esta situación hace tan sólo unos meses atrás? Cada quien en su casa, saliendo en pocos momentos (y muy puntuales), sin producir, sin escuelas, sin poder asistir a una marcha o sin siquiera tiempos de ocio compartido. Hace unos meses era una situación impensada. Al menos, para quienes disfrutamos de esos privilegios.
La pandemia del coronavirus nos condujo a una situación insólita a la que tuvimos que ir adaptándonos día a día. La labor periodística, en estos momentos, deja en evidencia que la mayoría de las veces el periodismo pasa a ser una estrategia de marketing en contra de los intereses sociales. Sobreinformación, industria del pánico, carrera estadística de la muerte y detalles intrascendentes son algunas de las características de un oficio vetusto, comercial y poco sensible en un momento crucial para los barrios, las provincias, el país, la región y el mundo.
A la sorpresa de encontrarnos inmersos e inmersas en una situación notoriamente extraordinaria, sobrevino la preocupación más evidente. Cederle por derecho las calles a unas fuerzas de seguridad que, en los hechos, ya las estaban ocupando, encendió todas las alarmas de quienes conocemos el accionar de la policía y las distintas fuerzas represivas en los barrios populares. Era un hecho concreto que la arbitrariedad y la violencia policial contra las y los más humildes se intensificara, con el agravante de estar avalado por un progresismo inocuo que legitima la represión institucional cuando siente amenazada su salud y su seguridad. Como si la policía asesina de Macri que se denunciaba a los cuatro vientos se hubiera transformado en la “policía del cuidado” con un mero cambio de manos el 10 de diciembre.
Esta premisa inicial, que fue confirmada al poco tiempo por numerosos videos que circularon en redes que mostraban torturas y violencia policial en los barrios, nos impulsó a preguntamos una y otra vez cuál debía ser nuestro aporte en este contexto. Decidimos contactarnos con las y los protagonistas de la otra cara del aislamiento, ese que no sucede en casas con varios ambientes y un salario en blanco garantizado para llenar la heladera. A esa preocupación primera se fueron sumando otras que aprendimos a dimensionar a medida que llegaban las crónicas “desde el pie”. Mientras la pandemia se expande, hay otras urgencias que se propagan silenciosamente. En los barrios, las economías precarias (las que viven del día a día y sacan su salario de las sobras del trabajo formal) y las condiciones habitacionales y de higiene, entre otras dificultades, escriben otra historia. Una historia que necesitó, necesita y seguirá necesitando ser contada por sus protagonistas. Quienes viven en cada barrio, quienes conocen la marginación que nunca se pone al día, quienes sostienen a sus familias, a sus ancianas y ancianos, a sus vecinas y vecinos, a la pibada con ollas y comedores, tomaron la palabra para decir: acá estamos.
El changarín, el cartonero, la vendedora ambulante, la empleada doméstica, cada trabajador y trabajadora precarizada, que no tiene sus derechos laborales garantizados, que se busca el mango día a día, se vio acorralada y acorralado en sus casas y con varias hijas, hijos u otras personas de su familia, sin poder salir a trabajar. La falta de comida condujo a comedores desbordados que ven cómo se incrementa día a día el número de asistentes. La ayuda estatal resulta insuficiente para paliar una situación que ya de por sí era intolerable, con más de un tercio de la población bajo la línea de pobreza y una desocupación que se acerca a los dos dígitos. Los envíos de comida no alcanzan, sin contar la que llega podrida, como si fuera una declaración de clase del lugar que ocupan los pobres para la gente acomodada.
Y así, en ese camino, emergieron una gran cantidad de historias. Pero estos relatos no terminan. Hay tantas realidades en este territorio que solemos llamar país, a veces para olvidar lo distintos que somos. Y en tantas oportunidades, para olvidar que hay lugares donde el fuego crece y nunca se apaga, más allá de las estadísticas.
Cada pedazo de tierra tiene su historia y sus problemas que no sólo no desaparecen, sino que, en medio del distanciamiento social, se agravan. Este contexto excepcional nos necesita con más empatía y solidaridad que de costumbre. Necesitamos romper las barreras del “sálvese quien pueda” para salvarnos entre todas y todos, empezando por quienes más padecen esta humanidad.
En esta ocasión, quienes escribimos desde Marcha suspendimos nuestra palabra para dar lugar a esas voces que siempre quedan relegadas. Nos hicimos eco de miradas y registros de quienes viven día a día las injusticias de la desigualdad. Necesitábamos ser un medio que tomara el compromiso de amplificarlas y darles dimensión a su situación crítica. Las ofrecemos en nuestro portal para que sigan circulando y, paradójicamente, acercarnos un poco más.
Esta serie de reflexiones no surgen de meras abstracciones elaboradas desde nuestra cómoda cuarentena clasemediera. Las crónicas de las últimas dos semanas fueron tejiendo un hilo narrativo que da cuenta de cómo se vive el aislamiento cuando estás dentro de ese tercio que tuvo la desgracia de nacer pobre. Jonathan contó con bronca cómo el gobierno de Larreta le mandó 6 kilos de carne podrida al comedero que sostiene con otros compañeras y compañeros de La Boca; Cristina, de Moreno, explicó cómo se componen las tres capas sociales de su barrio, producto de desigualdades estructurales históricas; desde Lanús y Lomas de Zamora nos hicieron darnos cuenta de algo tan evidente como que la cuarentena no se puede cumplir cuando no tenés un hogar donde hacerla; Papa Diaw y Penda, dos migrantes senegaleses, narraron la doble condena de no poder trabajar y vivir en un país extraño, lejos de sus familias; y desde Villa Fiorito reconfirmaron que las mujeres sufren el doble la marginalidad, sobre todo cuando se convive con un marido golpeador.
Pero estas historias no sólo cuentan la dureza de una realidad ineludible. Son, sobretodo, relatos de una solidaridad que emerge en todo el país. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el distrito más rico de la Argentina, vecinas, vecinos y militantes se organizan para darle de comer al barrio, sea en la Villa 21, la 31 o el Parque Lezama. En Lanús, los movimientos sociales exigen y responden ante las falencias del Estado y se cuidan del hambre y de la policía; en la provincia amarilla de Córdoba, la comida en los barrios la garantizan las mujeres y las identidades de género no binarias; y en el Tucumán profundo no se rinden los lazos de resistencia al modelo extractivista, que aprovecha la crisis humanitaria actual.
Publicar algunos de esos relatos, los que se escribieron y los que siguen sin escribirse, es un llamado a saber que esos problemas siguen ahí y que la mayoría de las veces se mitigan con la solidaridad de las vecinas y vecinos de cada lugar, con las organizaciones que acompañan, con humanas y humanos que se olvidan de sus problemas para ocuparse de los de otras y otros.
Las Crónicas desde el pie son un recordatorio: hay otra realidad y no sale en ninguno de esos medios que rinden más culto a la necrología que al periodismo. Están ahí, en los barrios con calles de tierra, entre el barro, los basurales y el agua contaminada. Seguirán estando y nos necesitan. Y ese es el llamado al que se responde si aún se piensa que el mundo puede transformarse y que el periodismo popular está ahí para contarlo.
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La pandemia desde el pie