Una lectura de “Lo mejor es no tener padres”, la segunda novela de Mariela Laudecina.
Por Cezary Novek
Con una prolífica trayectoria en poesía a sus espaldas, la poeta mendocina radicada en Córdoba, Mariela Laudecina, trabaja en Lo mejor es no tener padres –su segunda nouvelle, publicada por Borde Perdido Editora en 2018– la novela de aventuras y de iniciación desde una perspectiva nostálgica pero que evita caer en la sensiblería.
Hay dos nenas, vecinas y amigas. Ambas tienen diez años y viven en un barrio de clase media tambaleante. Una de ellas, Juli, está bajo la línea de pobreza. Disconformes con la existencia cotidiana que les tocó, ambas amigas emprenden la búsqueda del padre biológico de Juli. El viaje a través de barrios desconocidos y sus posibles peligros pondrá a prueba la amistad y también su interpretación de la realidad.
Una de las virtudes que tiene Lo mejor es no tener padres es que la prosa es simple y precisa, que no contiene palabras de más ni lugares comunes, tan recorridos en las novelas de este tipo. Las palabras parecen distribuidas, no amontonadas. Como si al lenguaje y al tono de esta historia hubiera que cuidarlo, respetarlo y preservarlo del despilfarro, diciendo lo justo y necesario. La coloquialidad es simple pero trabajada palabra a palabra con paciencia de artesano, lo que denota la experiencia en poesía de la autora.
Otra de las virtudes de esta historia es que construye escenas a cada paso, haciendo avanzar la trama junto al diálogo y el desarrollo de los personajes. Es una novela de acciones y enunciados, hechos. Son las niñas las que hablan entre ellas y nos muestran ese mundo.
Los recuerdos de la clase media de barrio que podía jugar en la vereda –y que al día de hoy parece el vestigio de perfume en un frasco viejo y vacío– está presente en cada página. Lo mismo sucede con el mundo de los adultos: por sacrificarse trabajando todo el día o por simple desentenderse de las responsabilidades parentales, los padres son una ausencia palpable en todo el horizonte infantil de la novela. Y con todo lo anterior conviven el extrañamiento por lo nuevo, lo distinto y lo marginal: hay una enano bueno que las acompañará en su peripecia. También hay gitanos, hay un circo. Y hay una celebración de la amistad y del compartir, de entendimiento con la otra persona (“Esa Alicia es más rara que yo”, dice el epígrafe de Irene Gruss).
La nostalgia no es melosa: la historia se desarrolla en un barrio de provincia en los años ’80, cuando el mundo parecía un lugar enorme y seguro desde la perspectiva infantil. Pero a través de los diálogos se cuelan detalles que nos recuerdan que no todo tiempo pasado fue mejor: el machismo, los peligros de la siesta y el abandono de la infancia siguen ahí, recordándonos su condición perenne.
En esa tensión reside lo más interesante y verdaderamente emotivo de la novela: la sordidez de Oliver Twist mezclada con la atemporalidad pastel de Sara Kay nos interpela directo al corazón o, como dice Luciano Lamberti en la contratapa: “entretiene, emociona y se queda clavada en el corazón”.
Mariela Laudecina
(Mendoza, 1974) Publicó Hacia la cavidad (2006), Ciruelas (2007), Tomo mis decisiones con los pies (2011) y Perfume de jarilla (2013) –todos ellos con Llanto de Mudo–, El cielo es para los ángeles (Textos de Cartón, 2009; Borde Perdido, 2014), La culpa es del sueño (Yaugurú, 2015) y El bosque de las mujeres amadas (Buena Vista, 2017). Dirige la colección de poesía Mambo Nicanor en la editorial Buena Vista.