Por Laura Salomé Canteros /
“María”, una niña de 13 años de etnia wichi murió tras pelear cinco días por su vida en un hospital del Chaco tras gestar y parir. Como con “Juana”, en Salta en 2016, el patriarcado, el racismo, el despojo y la incompetencia institucional se combinaron para negar el acceso a la salud de una de las más vulnerables bajo un sistema de tortura: la maternidad obligatoria.
“María”* tenía 13 años y era originaria de El Sauzal. Agonizó cinco días en un hospital del Chaco y fue de los pocos accesos al sistema público de salud que tuvo en su vida. Había llegado al Hospital Perrando de Resistencia tras un traslado desde el Bicentenario de Castelli. Llegó en grave estado de salud, con una infección generalizada, neumomía avanzada y desnutrición crónica. Cuando llegó cursaba un embarazo de 28 semanas (casi 7 meses) y fue sometida, previa estabilización, a una operación cesárea para salvar su vida. Su bebé, prematuro extremo, murió a las horas de nacer.
“María” era del Impenetrable, pertenecía a una etnia originaria sistemáticamente vulnerada, la wichi, que resiste al saqueo y al despojo en una de las provincias que cuenta con las tasas más altas de mortalidad materna, desnutrición y en la que sus representantes votaron en un 70% en contra de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. O sea, a favor de “salvar las dos vidas”. Sin embargo, su historia no difiere de otras que son condenadas por un sistema cultural y político que mata, violenta, encarcela y discrimina por portar un cuerpo feminizado: el de la maternidad obligatoria. Así pasó con “Juana”, otra niña wichi pero en Salta, a quien se le negó por omisión el acceso a la interrupción legal del embarazo hasta que corrió riesgo su vida. “María” no corrió la misma suerte.
El Ministerio de Desarrollo Social de la provincia informó que realizó la denuncia penal y que activó, en su momento, el Protocolo de abuso sexual infantil e interviene la Fiscalía de turno.
La lucha por el territorio, una lucha por la salud
Asoma entre las explicaciones sobre las múltiples violaciones por parte del Estado a los derechos de “María”, el relativismo cultural, esa teoría de Siglo XX que justificaba delitos u omisiones de atención basándose en “cuestiones culturales”, consolidando las falsas ideas de otredad y de muros sociales deslindando responsabilidades al funcionariado que debiera hacerse cargo de políticas de protección de la niñez, si, también la indígena.
Pía Leavy es Doctora en Antropología Social y docente de la UBA y afirma en su artículo “La lucha por la tierra es también una lucha por la salud” que “las vulneraciones de los derechos territoriales afectan las condiciones sanitarias de las comunidades indígenas” y que “el desencuentro entre diversas perspectivas y un sentido común cargado de preconceptos contribuyen a la culpabilización de estos pueblos por sus problemas de salud”.
Afirma que son complejos los entramados de vulnerabilidades de derechos en que se inserta la vida de las comunidades indígenas en nuestro país. Por un lado, la cuestión de tener el derecho a las tierras, pero no tener acceso a ellas, así como tampoco haber recibido en ningún momento de su vida algún tipo de derecho laboral. Y por el otro, la falta de una regulación sobre la actividad agrícola que promueva el cuidado del medio ambiente y la conservación de la biodiversidad, como aspecto fundamental para comenzar a comprender el estado actual de la salud de los pueblos indígenas. Y claro, su genocidio.
“Las condiciones laborales y ambientales permiten observar que el problema de la salud indígena no sólo radica en el desentendimiento entre la cosmovisión indígena y el sistema de salud pública”, se lee en el artículo de la antropóloga, “la complicidad estatal con los frentes extractivos y la expulsión de sus tierras ancestrales son las causas fundamentales de la falta de acceso a una alimentación adecuada. No hay nada de natural ni de cultural, exclusivamente, en el hecho de la desnutrición de los pueblos indígenas”.
Es el que el territorio no es propiedad privada para el lucro. “Comprendido en términos indígenas, posee significados, compromete aspectos individuales e incluso colectivos e implica derechos de antiguas y futuras generaciones”, afirma Leavy, “si las personas somos seres vivos, el cuidado del ambiente también implica nuestro cuidado” y concluye de forma contundente: “La lucha por el territorio es, entonces, una lucha por la salud”.
“Aborto legal ya” fue un pedido de políticas públicas integrales
“Aborto legal es justicia social”. Esta frase fue quizá una de las de mayor contenido propositivo y político que se difundió durante el debate social y legislativo de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo entre marzo y agosto de este año. “Aborto legal es vida”, fue otra de las que se viralizó. Ambas sintetizaron la profundidad de los argumentos que durante décadas se tejieron multidisciplinaria y multiculturalmente en el país y el mundo para que el aborto legal deje de ser una deuda y se convierta en política pública y garantía igualitaria de acceso a la educación y la salud de forma para todas las personas.
“Aborto no, adopción”, se respondió desde la trinchera oscura que sostiene insensiblemente la maternidad obligatoria y el fundamentalismo del feto, espacio que apeló a la mentira propia de quienes ya no tuvieron más argumentos y usaron la desinformación para sostener que el aborto es un delito y las que abortamos, asesinas sin más debate que la criminalización.
Pero no se trató de slogans. O sí. O eso quisieron pensar quienes se sintieron ingenieros del marketing y construyeron en forma de espejo, “a imagen y semejanza”, la campaña “salvemos las dos vidas”, eligiendo el celeste del nacionalismo y convocando a la “unidad” de las iglesias para oponerse de forma triste y aburrida al reconocimiento de derechos y la extensión de ciudadanía que la despenalización y legalización del aborto hubiera significado.
Desde la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito expresaron el “repudio, preocupación y alarma ante el conocimiento de la situación de tortura, violencia sistemática y vulneración de derechos del parte del Estado, sus instituciones y funcionarios/as” sobre “María”. “Exigimos dignidad y derechos, exigimos que los Estados provincial y nacional protejan a nuestras niñas y niños”, agregaron, “exigimos políticas públicas en consonancia con los derechos humanos, que se cuide las vidas de cada uno/a, por fuera de slogans mentirosos y mandatos patriarcales de reproducción obligatoria”.
Quizá la sanción de una Ley de acceso al aborto seguro el 9 de agosto pasado no hubiera salvado la vida de “María”, ni la de su bebé. Pero si, en el debate político y cultural, quienes estamos a favor de la interrupción voluntaria del embarazo, somos quienes construimos infinitas estrategias para que no suceda nunca más. Mientras, los defensores de la tortura, los que nos pretenden incubadoras, los que creen que el cigoto es persona quitándonos la riqueza cultural y la importancia de nuestras subjetividades seguirán mintiendo con el “salvemos las dos vidas”. Ya fracasaron: se olvidaron de salvar a “María” y a su niño.
*Elegimos ese nombre para resguardar su identidad y en respeto de su familia. Tras la publicación de la nota trascendió que la niña se llamaba Agustina