Primera parte de la entrevista realizada a Eduardo Galeano en noviembre de 2012, en Montevideo. Se trata una de las últimas largas entrevistas que dio antes de su fallecimiento, el 13 de abril de 2015, hace cinco años atrás.
Por Nadia Fink / Fotos de Mariana Berger
Para conversar con Eduardo Galeano hay que encontrarse en el Café Brasilero, en la ciudad vieja de Montevideo. Y ese lugar no es una elección casual. Para este escritor que no vive en el pasado pero sí que añora la época de los cafés “donde había tiempo para perder el tiempo”, ese es el sitio elegido en el cual dejarse llevar durante horas en una charla distendida.
La excusa de esta nueva entrevista, realizada a fines de noviembre de 2012, es conversar sobre su último libro, Los hijos de los días; un mosaico de la Historia con mayúsculas, en el que, a modo de calendario, cada día cuenta una historia, con las palabras mínimas a las que ya nos tiene acostumbrados Galeano desde hace años. Fechas inoxidables, personajes que perduran -de los buenos y de los malos-, episodios que cambiaron el mundo para siempre, injusticias de todos los colores, batallas perdidas, pequeños triunfos, grandes esperanzas; todo va y viene en la línea del tiempo y reconstruye lo que somos y lo que hicieron de nosotros.
Por eso Eduardo llega con una ejemplar del libro debajo del brazo, para regalarnos, al mejor estilo de los cuentacuentos, algunos escritos que relaciona con los temas que van surgiendo a lo largo de la charla.
Pero también hay un tiempo de mirar hacia atrás, de recordar a esos amigos que ya no están, los proyectos que forjaron la juventud del periodista de entonces; hablar del presente en Uruguay y tomarse un rato para analizar lo que sucede con el pueblo de Palestina; y mirar hacia adelante: a los chicos, esos pequeños portadores de verdades y libertades que después nos cercenan los adultos, a la maquinización que avanza y nos pone en la mira de los objetos que creamos para que nos faciliten la existencia, a esas palabras que le siguen brotando mientras escribe y tacha y simplifica y limpia.
-¿De dónde proviene esa idea de que somos hijos de los días?
-De una frase que escuché en una comunidad maya hace muchos años: “Nosotros somos hijos de los días”, que me impresionó muchísimo porque es la única cultura de las américas en la que el tiempo funda el espacio. Me quedó zumbando en la cabeza durante años. Si es así esa idea, entonces cada día debe tener alguna historia que contar. Estamos hechos de átomos pero también de historias. Este libro son 366 historias. Después Albert Einstein le dio categoría científica a esto del tiempo, pero era maya sin saberlo… me encantó la idea del tiempo generando y generándonos a nosotros, los humanitos, y a su vez nosotros con historias para contar.
-Y en este libro volviste a los dibujos…
-Sí. En realidad son collages, son pegotes. Yo no soy un artista: agarro tijeras, engrudo, revistas, diarios y almanaques. Son miniaturas sin ningún valor artístico pero que a mí me entretienen. Y además vendría a ser un contrapunto de los textos: cuando yo era chico me encantaba leer los libros ilustrados, con figuritas. Cuando venían sin figuritas era espantoso. Entonces hago así los libros, como a mí me gustaban de chico.
Algo similar me pasa con la fotografía, que me encanta, pero yo soy un pésimo fotógrafo. Tampoco hay que confundir el violín con la música… es un instrumento. Yo soy muy amigo del brasileño Sebastião Salgado y si ves las camaritas con las que él trabaja, pensás: “esto no da ni para un cumpleaños infantil”, y sin embargo hace unas fotografías increíbles. Salgado era economista y nunca se le había ocurrido estudiar fotografía ni nada, y le prestaron una cámara y fotografió el desierto de Salhen. Y a partir de ahí se convirtió en quien es ahora. Hace diez años que está con una nueva investigación: cómo empezó el mundo, y tiene un trabajo excelente: registra sólo las escenas de amor, desde los distintos puntos de vista, incluso con animales, en todas partes del mundo.
-Por la brevedad de los textos y la cantidad de personajes presentados, tus libros vendrían a funcionar como disparadores, para que los lectores sigan profundizando por su cuenta…
-Esa es la idea, la de escribir de tal manera que lo que uno escribe se multiplique dentro de quien lo recibe con sus palabras y sus silencios; que sea un vaivén creativo, no un acto de consumo. Que se genere un diálogo de verdad.
Por ejemplo, en este libro vuelvo a traer a Simón Rodríguez. Un oculto de la historia; ahora se va a editar un libro en Uruguay sobre él y creo que hice mucho para que se visibilice. Con estos grandes personajes uno descubre no sólo las estatuas que sobran sino, sobre todo, las que faltan.
Una de las cosas que más me interesan es cómo Simón Rodríguez planteó el uso de las manos: la enseñanza manual mezclada con la intelectual estaba prohibida por la tradición colonial. En el siglo XVII, un rey Borbón decide en España que el hecho de usar las manos en el trabajo no te degrada, es decir que no se pierde el título de hidalguía ni el derecho a ser llamado “don” por usar las manos. Pero antes era denigrante. Hay decretos anteriores a ese que hablan claramente de los oficios viles; eran todos los que usaban las manos: carpintería, albañilería, trabajo de la tierra, alfarería, que eran los que pagaban impuestos; en cambio, los curas holgazanes y los milicos no pagaban.
Y don Simón pregonaba que fueran juntos: estaba en contra de esa división del trabajo, que en definitiva es una división de clase: él desafiaba la estructura de clase establecida, que provenía de la colonia, que generó una sociedad de zánganos, donde el que valía era el que vivía sin hacer nada… y eso después se transmitió en los tangos. Todavía pesa mucho el desprecio por el trabajo manual y la relación a veces absurda con lo que se llama trabajo intelectual, que habría que ver hasta dónde se puede separar uno del otro. El hecho es que esas eran máscaras que enmascaraban -y todavía lo hacen- una estructura de clases muy injusta que expulsa a la mayoría de la población, y también el racismo, porque los oscuritos eran los que trabajaban con las manos, en cambio los blanquitos eran superiores que los miraban trabajar: eran doctores. Y contra eso se levanta don Simón.
-Las mujeres adquieren un protagonismo notorio en este nuevo libro…
-Porque voy escribiendo a medida que voy descubriendo mujeres que valen la pena: no por el hecho de ser mujeres, sino por ser personas que hicieron o dijeron cosas que vale la pena recordar o restablecer.
-En ese ir y venir en el tiempo y el espacio, ¿tu libro podría leerse como una suerte de Rayuela de la Historia?
-Me gusta andar saltando, yo sé que es irreverente… y a Julio [por Cortázar] le hubiera encantado, porque además él era un raro caso en la literatura. Porque los escritores, en el zoológico humano, estamos todos en la jaula de los raros, terribles, insoportables. Y es raro encontrar a un escritor que se alegre de la alegría de otro. Cuando te pregunta un colega “cómo andás”, hay que decirle “más o menos” porque si le decís “me va bárbaro” vos ves que va cambiando el color, se pone verde… llamá a la emergencia móvil urgente porque se te muere del disgusto espantoso que le diste. Una patada al hígado. Entonces la excepción de Julio es sobresaliente.
Aparte, su obra enorme nunca recibió ningún premio. Ahora es muy común, todos los días llueven premios. Además los escritores se premian entre sí, y entre sí se elogian. Y Julio no recibió nunca ni siquiera un humilde premio de un club de barrio e hizo una gran obra. Pero además era un hombre generoso, y te preguntaba: “¿Qué estás haciendo? ¿en qué andás?”. “Ando en mis cositas… nada”. “Contame”, decía. Y se entusiasmaba: “Qué buena idea, ¿y tenés algo para hablar de eso?”. Y te decía “Seguí, está bárbaro”. Compartía la alegría creadora de otros, lo que es insólito porque esa alegría creadora pone en peligro tu monopolio de la verdad y de la belleza.
Mario Benedetti también era así. Es un oficio muy egoísta, donde el éxito del otro es un fracaso propio, como en el fútbol… lo que le gusta al hincha de River no es que gane River, sino que pierda Boca.
-¿Y a qué otro amigo extrañás?
-A Fontanarrosa. Era muy amigo. Tengo un dibujo, hecho por él, colgado en la pared. Está dibujado en la parte de atrás de un cartel de una propaganda de una ferretería de Rosario porque no tenía plata para comprar cartulina.
Hicimos una experiencia lindísima pero, lamentablemente, al poco tiempo falleció. Los dos sentados en un teatro grande de Rosario. Lleno de gente. Una tarima con una mesa y dos sillas. Nosotros ahí sentados hacíamos un diálogo sin guión, que saliera lo que saliera. La idea era que yo leyera unos cuentitos cortitos, no más de cinco o seis, para romper el hielo, y a partir de ahí él empezaba a hablar. Yo lo miraba y él tenía que hablar.
Dijo: “Yo, Eduardo, te admiro muchísimo”. Hizo una larga pausa y remató: “Leés sin lentes”. Y a partir de ahí ya estaba asegurado.
Era muy gracioso, le salía muy naturalmente. Rescato mucho el gesto de Crist de ocupar el lugar de él dibujando a su manera. Para que él siguiera vivo. Me pareció muy lindo.
Me recuerda al caso de Pancho Villa, que no se llamaba así, pero cuando mataron a su mejor amigo se puso ese nombre para mantenerlo vivo.
Los tiempos idos
Siempre a cita es en el Café Brasilero. Un periodista alemán está sentado en una mesa cercana. Una parejita que lleva la camiseta del Pincha está unas mesas más allá. No están ahí de casualidad. Saben que si quieren cruzarse con Galeano la posibilidad más grande se encuentra en ese lugar.
Da curiosidad preguntarle por qué siempre ahí. Y entonces toma el libro y lee el primero de los relatos de la tarde:
Agosto, 30. “Día de los desaparecidos”
Desaparecidos: los muertos sin tumba, las tumbas sin nombre.
Y también:
los bosques nativos,
las estrellas en la noche de las ciudades,
el aroma de las flores,
el sabor de las frutas,
las cartas escritas a mano,
los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo,
el fútbol de la calle,
el derecho a caminar,
el derecho a respirar,
los empleos seguros,
las jubilaciones seguras,
las casas sin rejas,
las puertas sin cerradura,
el sentido comunitario
y el sentido común.
-Elijo este bar porque me gusta. Lo siento mío, me da refugio. Es el más antiguo, de 1877, y a mí me gustan las cosas viejas. Debe ser que tengo ahí mi costado reaccionario, porque me gusta volver al pasado y disfrutarlo. Y entonces los bares ultramodernos me parecen muy frígidos, no me hacen sentirme acompañado. Y en este sí lo siento, es un lugar de encuentro.
Este bar estaba lleno de cuadros, pero se perdieron muchos en una de las tres veces en que este café fue asesinado. Fue desvalijado en tiempos de la dictadura en una operación fraudulenta de los milicos. Aparecieron dos camiones a la noche y lo vaciaron completamente. Se llevaron hasta el suelo.
Pero es el que queda… porque Montevideo era la capital de los cafés. No tuve educación formal: seis años de escuela y medio de secundario y nada más. Cuando vuelvo a un café como este hay algo de eso, de gratitud… Me formé escuchando porque me colaba donde hubiera gente discutiendo. Escuchaba a los grandes narradores orales que me formaron y que no sé quiénes eran, pero que me contaban historias de tal manera que lo que narraban volvía a ocurrir cuando era contado. Y lo que había sido, gracias a la magia de las palabras, resucitaba. Y en aquella época había también mesas de exiliados españoles, que habían venido acá vencidos. También eso me formó a mí, porque era gente de mucha dignidad, y se peleaban, discutían, parecía que la guerra españolaba continuaba, y después de noche cantaban abrazados en las vinerías que había en aquella época. Me enseñaron a escuchar.
Y se decía “parar” en esa época. Preguntaban tu nombre y en qué café parabas. Era un rasgo de identidad. Y yo paro en este café desde siempre.
-¿El tiempo de los cafés era el mismo en el que eras director del diario Época?
-Sí. Esa fue mi experiencia editorial juvenil, donde nadie cobraba. Todos teníamos otros trabajos. Y yo era el director. Y cuando terminábamos, a las dos de la mañana, corríamos los escritorios y nos cagábamos a patadas jugando al fútbol. Y nos íbamos al amanecer a la rambla, que quedaba a dos cuadras. Y no dormíamos nunca. A veces teníamos la dicha profunda de que el gobierno nos clausurara y nos venía bien porque no teníamos plata ni para comprar el papel. Lo sosteníamos con la venta y unos pocos avisos y con el aporte de mucha gente solidaria.
Ahí hacía el horóscopo con la diabólica intención de empujar al pecado, a la perdición: “Anímese”, “basta de dudas”. Compensaba lo duro de los editoriales en los que tenía que leer sobre economía, política internacional… tenía un equipo muy bueno que me ayudaba, pero el problema era que en la redacción a veces éramos quinientos y otras, cinco. A veces ni sabíamos que hacer, porque había tanta gente dispuesta a trabajar y siete u ocho máquinas de escribir nada más. Al principio recopilábamos las noticias con ayuda de las agencias, después nos fueron sacando los teletipos porque no pagábamos, y entonces ya después nos asomábamos a la calle a ver qué pasaba. Y eso mezclado con las discusiones infinitas de la izquierda, porque era el órgano de la izquierda independiente. Los comunistas tenían su diario, que se llamaba El Popular y era muy aburrido. Teníamos la redacción partida a la mitad, ellos de un lado y nosotros del otro. Y por un agujerito que habían cortado en el cartón, miraban cómo jugábamos al fútbol y nos reventábamos entre nosotros y, claro, éramos el colmo de la depravación para esos viejos balandranes, solemnes, que repetían consignas espantosas del Comité Central. Era una época muy especial, con una explosión juvenil que nos hizo capaces de lindas locuras. Yo, como Comandante del Ejército ese, el mando supremo, tenía que dar cuenta ante las asambleas de accionistas. Eran asambleas infinitas y siempre con el mismo tema de discusión: “Hasta cuándo seguirán desperdiciándose páginas de fútbol cuando esos espacios pertenecen a la clase obrera”. No lo aceptaban porque eran puritanos. Y sin sentido del humor.
A veces el problema de la izquierda hasta hoy es que terminás mirándote al espejo, termina siendo un eco masturbatorio digno de aplausos; pero hacer el amor es mejor porque se conoce gente.
Los pensamientos de hoy
En su incansable ajetreo, hace un tiempo estuvo en México. Además de recibir el premio “Amalia Solórzano”, clausuró el congreso del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) con el tema del trabajo (de la pérdida de derechos en el trabajo) como eje central. Y nos cuenta su experiencia en tierra mexicana:
“Fui por varios motivos: por un lado me dieron el premio ‘Amalia’, que era la mujer de Lázaro Cárdenas y la madre de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Fue una mujer muy valiosa, lo que ahora se llamaría ‘feminista’, muy preocupada por la dignidad de otras mujeres. Pero además, una gran militante, que ayudó muchísimo a la consolidación de los sindicatos independientes y fue la que formó toda una estructura de apoyo para los exiliados de la república española, que venían con un brazo atrás y otro adelante. El hijo creó el premio en nombre de la madre. Entonces valió la pena”.
-En el cierre del congreso de CLACSO dijiste que “los derechos de los trabajadores son un tema para arqueólogos”.
-Es que ahora el trabajo vale menos que la basura. Nunca hubo tanto desprecio por el trabajo. Es un tema que me duele, me angustia, y armé la charla hilvanando textos anteriores. La pérdida de derechos, que antes parecían sagrados, intocables y ahora como es larga la cola de gente que quiere trabajo al precio que sea, entonces hay un sistema que está arrojando a la basura dos siglos de conquistas laborales. Están los sindicatos corruptos, en varios países hay una democracia muy enquistada en el poder sindical; pero esa no es toda la verdad, hay muchos que expresan la voluntad de los excluidos, esa masa inmensa de millones de trabajadores condenados a vender sus brazos a cambio de nada. Creo que lo que mejor expresa esa relación entre el trabajo y los excluidos es una historia que incluí en El libro de los abrazos, que se llama “El origen del mundo”.
[Galeano no tiene el libro encima pero nos cuenta, como de memoria]:
Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República.
Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó.
Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio.
Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
-Pero papá – le dijo Josep, llorando -. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo:
-Tonto.
Dijo:
-Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
-¿Esa idea de cerrar un congreso tan importante con tus relatos es una forma de acercarte a la gente, fuera de pretensiones intelectuales de complicar el lenguaje?
-Así como Simón tenía la obsesión de no separar el trabajo intelectual del trabajo manual, yo tengo algunas parecidas, y hago todo lo posible por evitar ese divorcio de la reflexión intelectual separada del cuerpo. Esta separación del alma y el cuerpo y del sexo y la cabeza, todo lo que te separan a través de una educación fracturadora de la condición humana. La esencial unidad de nuestra diversidad integrada en una unidad de contradicciones que es tan linda y tan dinámica y tan hermosa de vivirla, pero negada por una educación que te encuadró y te dijo “esto es esto, y vos usás tal cosa y no tal otra”. El daño que me hizo a mí mi educación católica, separando el alma del cuerpo… Yo fui amaestrado para creer que son la bella y la bestia, y que el cuerpo es una fuente de pecado, no de placer. Me costó mucho superar esto, vivir con alegría que el cuerpo es una fiesta.
Sin embargo, no me propongo que la palabra llegue tan simple. Si dijera: “voy a hablar un lenguaje sencillo para que todos me entiendan”, eso sería una cosa un poco inauténtica, no verdadera. Como algo impuesto desde arriba porque me conviene, y eso no es legítimo. Simplemente, el placer de comunicarme con los demás hizo que con el paso de los años fuera puliendo un lenguaje que va y viene, que viaja, de uno al otro, de otro a uno, que va y vuelve, y vuelve multiplicado. Yo aprendí a hablar y a escribir, escuchando. Me enseñaron que se puede resucitar lo que parece muerto, y es necesario usar una cierta magia del lenguaje porque esa magia no se genera en la complicación gratuita sino que, por el contrario, persigue lo que podríamos llamar la desnudez de la belleza. La belleza desnuda, desvestir el lenguaje, tirar a la mierda todo el ropaje que te impide ver esos cuerpos bellos y luminosos que tenemos, y que albergan tanta maravilla escondida por culpa de los prejuicios. Esa diferenciación del cuerpo y el alma cuando la verdad de la vida está en la “corpalma”, en la integración, no en la desintegración.