La niñez sufre el encierro y el padre hace memoria y recuerda aquella noche en la que pasearon por el barrio. Bajo la multitud de estrellas, jugaron en la plaza y volvió con su cría a upa, ese upa peregrino que es un abrazo en movimiento.
Por Hernán Boeykens
“Simplemente estoy encendiendo la Noche”
Ray Bradbury
De un tiempo a esta parte, adquirimos una costumbre noctívaga. Un secreto de bolsillo, compartido entre mi hija y yo, pero no por pequeño menos importante.
Todo debe haber comenzado hace dos diciembres, cuando los calores urbanos nos quitaron el sueño y la luz. En ese preciso momento en que la estrategia del colchón en la terraza era una posibilidad concreta, se nos ocurrió que debíamos explorar la noche fuera de casa. Quizá una buena racha de suerte nos hiciera acreedores de la brisa que se esconde en las esquinas.
También eran un problema el sueño y los monstruos del cuarto. Es que de chicxs la noche es un final irremediable que se repite todos los días. Un final sin retorno en el que –sospechamos– podemos quedar atrapadxs por siempre. De poco valen las explicaciones astronómicas sobre la rotación terrestre. Cuando se apaga la luz del velador, no hay garantías de que el sol vuelva a colarse por la persiana y de que el sueño termine. “Mañana haremos tostadas en el desayuno, con manteca y azúcar”, “Habrá dibus en la cama…”, “Bailaremos El lago de cisnes; vos serás Odette y yo el brujo Rothbart o el príncipe Siegfried, o también puedo ser Odette”. No, no y no. No me duermo: me decía ella. Ni por las tostadas, ni por los dibus, ni por Odette. No logré convencerla: los sólidos argumentos se desvanecían en el aire.
Tomamos nuestras cosas: llaves, ojotas, alguna muñeca, y salimos. Lo primero que vimos fue la ausencia. No había nadie en la calle. Pasaban unos pocos autos con las luces encendidas, que alargaban nuestras sombras como un chicle gris sobre el suelo. Los gatos del barrio se asombraron de vernos. Esa hora les pertenece y sus ojos brillantes nos advertían que estábamos invadiendo territorio felino. El territorio de los gatos, como todo el mundo sabe, es el misterio. Nos dimos la mano, mi hija y yo, y caminamos hasta la esquina. De la brisa, ni noticias. Se habría tomado un día de franco. Seguimos sin brújula hacia otras calles, en línea recta, en zig zag. Dimos una vuelta manzana. Y una vuelta naranja, que en nuestro argot, son dos vueltas manzanas. Una vecina sacó al perro a hacer sus necesidades. Cuando nos reconoció entre las sombras, le cambió la cara y nos saludó con amabilidad.
Seguimos viaje por el barrio. En el trayecto, jugamos a las preguntas. Alternábamos los roles de entrevistador y entrevistadx. Nos consultábamos nuestra opinión sobre los unicornios, los arcoíris, las vecinas. Nos reíamos de nuestras propias respuestas. Una más disparatada que la otra.
Divisamos los árboles de una plaza. ¿Podemos…? Me preguntó ella. La plaza tiene rejas, pero está abierta ¿En qué estúpido mundo gobiernan los carceleros de toboganes, hamacas y subibajas? Si jugar en la calle, jugar afuera, jugar sin el marco del encierro es un acto político; una plaza cerrada es una declaración de principios. No le dije nada de esto a mi hija, que son pensamientos míos, y además veníamos deliberando sobre la existencia de las sirenas. Había prioridades. Le contesté que sí, que iríamos a la plaza.
Atravesamos la reja abierta. Nadie. Ni un solo juego estaba ocupado. Algunxs muchachitxs tomaban cerveza tranquilamente en los asientos de cemento. Todo el terreno libre. El olor del pasto nos empezó a invadir y sentimos que la temperatura bajaba dos o tres grados. Los motores de los autos y los colectivos se empezaron a escuchar cada vez más lejanos, como si se los tragara la bocaza de un ogro.
En estos días ver una plaza vacía es un espectáculo corriente y triste. Las anhelamos repletas de pibxs, haciendo turnos para tirarse del tobogán o subirse a las trepadoras. Practicando sus piruetas y sus propias aventuras originales, sin partitura de adulto. Al aire libre, libres. Es curioso que a esta altura los perros y los vendedores de cosas inútiles o suntuosas tengan más derecho a circular que lxs niñxs. Ellxs están más encerradxs que ningunx. En el mundo adulto, en un día eterno, sin comienzo ni fin, sin vereda, sin plaza, sin la complicidad tan necesaria de los suyos.
En fin. La plaza fue nuestra. Y en los días previos a la pandemia, decir “la plaza es nuestra” era un bien muy preciado. Usamos todos los juegos, hasta que el cansancio se apoderó de su cuerpo y se hizo la hora de regresar. Upa, dijo ella. Teníamos varias cuadras por delante. Para qué mentir, hubo un momento de zozobra de mi parte. Pero sin mucho esfuerzo, me ganó su abrazo. El upa es un abrazo peregrino, una llamada primitiva del cariño y una táctica ancestral de la crianza. Nuestros lumbares seguirán renegando (y rechinando), pero el corazón siempre dice que sí. Por eso a veces nos duele más decir que no al upa que aceptarlo.
Volvimos hablando de la noche, de cuán distinta es cuando la vemos por afuera. Hasta que descubrimos en el cielo una lunita tímida y menguante. “Mirá, papá la luna nos sigue”, descubrió ella. De pronto la perdíamos en una bocacalle o detrás de un árbol bien alto. Pero al rato nos sorprendía toda vestida de arroz, saliendo por encima de las azoteas. Nos acompañó durante todo el camino de vuelta. Ella la iba cazando con los ojos mientras yo entonaba una vieja melodía que se me había pegado como un mantra.
A las pocas cuadras sentí su cabeza sobre mi hombro y su respiración profunda. Llegamos. Su cuerpo estaba transpirado y flojo sobre el mío. Se había dormido profundamente. Abrí la puerta de casa y la llevé hasta su pieza. La dejé sobre su cama. Como ya había vuelto la luz, el ventilador de techo revolvía el aire tibio del cuarto. Apagué las luces que habían quedado prendidas y la noche se hizo amiga de la casa.
Todavía esperamos volver a transitarla como antes.