Por Fernando Munguía Galeana*
Luego de varias décadas, se rompe la hegemonía de los partidos tradicionales mexicanos y con una abrumadora diferencia, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), se transforma en nuevo presidente de México. Análisis sobre la apertura de un nuevo ciclo histórico.
Inicia la cuarta transformación de México, afirmó Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en la plaza del Zócalo de la capital, una vez que el presidente del INE y los candidatos de las principales alianzas de derecha reconocieron el triunfo del líder de Morena y de la coalición Juntos Haremos Historia, en una elección que alcanza niveles históricos con más del 53% de los votos a su favor.
El escepticismo sobre el desenlace de la contienda electoral permaneció hasta pocos minutos antes de que comenzaran a cerrar las casillas y se difundieran los primeros datos de las encuestas de salida. Durante varias semanas atrás, ante la abrumadora ventaja que siempre tuvo López Obrador, se elevaba la preocupación sobre la posibilidad del fraude; los mecanismos más comunes, echados a andar para intentar robar o coaccionar el voto de distintos sectores populares se observaron en menor cantidad que en ocasiones anteriores. Esta vez, sin embargo, varios factores políticos se articularon para que la victoria se concretara.
En principio, el perfil ideológico de AMLO, luego de dos disputas electorales previas en 2006 y 2012, se posicionó claramente en el centro y, desde ahí, se aproximó de manera pragmática hacia sectores ubicados en ambos lados del espectro político, enfatizando un proyecto de gobierno que buscará romper con las prácticas de corrupción que, en su consideración, son la principal causa de la ineficiencia gubernamental y que limitarían la redirección del gasto y la inversión pública. En términos generales, a lo largo de esta campaña presidencial, no hubo grandes sorpresas en la definición previa de las propuestas económicas y sociales, lo que evitó rupturas con sectores empresariales y financieros que, de cualquier manera y como era previsible, evitaron pronunciarse a su favor, llamando al fortalecimiento de los acuerdos establecidos y de la continuidad macroeconómica sin mediaciones estatales.
El segundo elemento sustantivo en este ciclo electoral ha sido la composición del electorado y, en particular, la transformación de las preferencias en el contexto de la aguda crisis generada por el neoliberalismo. Esta condición generacional se traduce como una forma de experiencia societal y política, la única que les ha tocado vivir, que comparten el 40.03% del padrón electoral (grupos de edad entre 18 y 34 años); el siguiente bloque, que representa el 43.22% (entre 35 y 59), son aquéllos que vivieron durante su infancia o juventud la severidad de las inflaciones, devaluaciones y la permanente precariedad laboral que arrancó desde principios de la década de 1980 y que permanece hasta la actualidad. En este sentido, más del 80% del electorado que pudo asistir a votar el 1º de julio, tiene la experiencia de que ya no pueden esperar una mejora en sus condiciones materiales de vida de parte de los gobiernos derechistas representados en el PRI y el PAN.
Otra cultura política
La hipótesis de las transformaciones en la subjetivación política de la mayoría que ha votado por López Obrador resulta mucho más abigarrada que las anteriores, pero sin duda es definitoria en esta ocasión. Si bien, como decía, el programa de gobierno se sustenta en mecanismos redistributivos -experiencia que no siempre resultó por sí misma exitosa en los gobiernos progresistas latinoamericanos de los años recientes-, pareciera en cambio que un factor detonante es la sedimentación, en el sentido común popular y luego de un largo proceso de acumulación, de que la consolidación y ampliación de derechos y libertades pasa también por la disputa institucional así como por la vía de la organización autogestiva.
En efecto, los casi cuarenta años de reformas y alternancias truncas que se han sucedido en el país, se entienden no solo porque no haya habido buenos candidatos o buenos partidos, que los hubo poco, ni duda cabe. Los cambios inconclusos se deben a que el ciclo arrancó con una derrota a cuestas, la de la democracia social y la de las conquistas de las clases trabajadoras que fueron desmanteladas y expulsadas del campo político. La forma de democracia representativa que se instaló entonces, venía con la impronta ortodoxia liberal como canon único y, con aquella operación previa de anulación de lo popular, no le fue del todo difícil barrer con los proyectos de transformación colectivos que habían sido gestados por largo tiempo desde abajo por los movimientos de trabajadores, de estudiantes, de campesinos y de pobladores urbanos. Cuando a finales de 1970 se comenzó con la reforma política y en los años siguientes se “dio” cabida a partidos de oposición, para luego institucionalizarse con el IFE, el tablero estaba ya condicionado por la máxima de la competencia electoral y la atomización de los colectivos en votantes; el discurso liberal de la ciudadanía y de la sociedad civil tomó el lugar del conflicto de clase, de las mediaciones de los sindicatos y las luchas de los movimientos. Convertidos en ciudadanos consumidores de propaganda, antes que en miembros de una comunidad política, la historia parecía no tener cabida y la memoria subalterna dejar su lugar a la diversidad ficticia del presentismo. Ir a votar se convirtió así en lo que las derechas conservadoras y reaccionarias querían que fuera: un impulso individual, desconectado de las matrices de articulación y disputa colectiva.
Ya en la víspera de las elecciones presidenciales de 2012, con la emergencia del movimiento “Yo soy 132”, se activó la primera chispa de una serie de acontecimientos y protestas que contenían un alto grado de politicidad y que marcarían una escisión fundamental entre los sectores populares y los grupos dominantes que desde hace tiempo ya quedaron sin recursos de interpelación ni posibilidades de control hegemónico. Así, en el ciclo del neoliberalismo autoritario y de la “alternancia sin fin”, las instituciones políticas y jurídicas del Estado se tornaron en espacios de dominación y reproducción de la violencia. Ahora, la fragmentariedad de las izquierdas mexicanas parece ser una posibilidad antes que la debilidad de antaño. En ese amplio crisol de luchas y resistencias deben destacarse las organizaciones que disputan por fuera de lo electoral -por ejemplo, los pueblos y comunidades que buscan la autonomía y vinculan sus prácticas al EZLN y el CNI-, pero también a quienes desde décadas atrás han continuado con el trabajo de disputa y unificación sin perder la proyección estatal. Son todas experiencias de politicidad que, además, se replican a lo largo del territorio en las prácticas de los pueblos indios, de los municipios y comunidades que se rebelan cotidianamente contra el narco y contra las políticas excluyentes. Ahí están, por ejemplo, los colectivos de familiares de los desaparecidos que emergen por miles de las fosas clandestinas; los que luchan por defender el agua y los recursos naturales; los que se oponen a la extracción y la contaminación minera; o los que desde hace más de nueve meses viven en campamentos y que desde ahí organizan su cotidianidad y sus demandas. Son las polifacéticas expresiones de la resistencia que, con esa vocación multitudinaria, lo mismo practican la autonomía en acto que demandan un programa de vivienda, de salud, de educación con marchas y mítines afuera de las instituciones de gobierno.
La denuncia de “¡Fue el Estado!” expresada en las manifestaciones de 2014 por la aparición con vida de los 43 estudiantes de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa y que se ha mantenido vigente, tuvo la potencia de hacer un recorte identitario y distinguir a los sectores dominantes para abrir de vuelta un campo de lucha, antes que señalar la ruta del éxodo.
El triunfo histórico de AMLO y con él, el de las izquierdas mexicanas, es comprensible si se considera que ayer, quienes tomaron la decisión de un cambio no son necesariamente ciudadanos desencantados de la política que acudieron a las urnas a castigar al gobierno en turno. Las polifonías clasistas de la resistencia actual sugieren, en cambio, que el largo ciclo de subalternidad que duró más de cuarenta años, comienza a expresar sus límites y a emerger los actores que habían permanecido en un plano secundario: trabajadores y trabajadoras, estudiantes, sectores medios precarizados, movimientos y organizaciones feministas y Lgbtttiq, pueblos indios. Será ese conjunto de organizaciones y de experiencias las que interpelen críticamente al gobierno que tomará posesión el próximo 1º de diciembre y, serán ellas también, quienes tendrán la posibilidad de radicalizar las políticas de la izquierda y abrir nuevos horizontes de transformación en México.
* Sociólogo. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.