Por Francisco Cantamutto. La renuncia de Fábregas a la presidencia del Banco Central y su reemplazo por Vanoli generó revuelo en el Gobierno nacional y en la oposición. El mito de la independencia de un aparato del Estado y qué viene con la nueva designación.
La noticia económica que mayor conmoción ha causado esta semana fue el recambio en la presidencia del Banco Central de la República Argentina (BCRA), que pasó de Juan Carlos Fábrega –con menos de un año a cargo- al ex titular de la Comisión Nacional de Valores (CNV), Alejandro Vanoli. Era conocido que, desde el inicio de su gestión el funcionario de carrera Fábrega –quien llevaba décadas en el BCRA-, tenía rispideces con el ministro de Economía Axel Kicillof sobre cómo enfrentar las tensiones de la economía nacional.
Esas tensiones encontraron finalmente la perfecta razón para quitar del medio a Fábrega: la presidenta denunció que el funcionario pasó información privilegiada a las sociedades de Bolsa Mariva y Balanz, y los bancos Macro, Patagonia, Supervielle e Itaú. Estas empresas habrían utilizado esta información para “desestabilizar” el tipo de cambio a través de compras legales en la forma de compras de dólares de contado con liquidación. Mariva ya fue suspendida para operatorias en la Bolsa, y se inició una investigación por parte de la CNV y AFIP. La presidenta también acusó a Fábrega de no hacer todo lo posible por frenar las ventas ilegales de divisas en las famosas “cuevas” de la City porteña. Justamente, la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos impulsa una reforma del Régimen Penal Cambiario que le quite al BCRA el rol de controlar al mercado cambiario ilegal. Fábregas presentó su renuncia indeclinable.
A pesar de las exclamaciones de los grandes medios, todo el accionar del gobierno se corresponde con la ley, y, de comprobarse, implicaría un delito grave por parte de funcionarios y empresas. Con su típico cinismo, a los grandes medios preocupados por la corrupción les parece un problema que el Estado actúe cuando no es en su favor. No hay nada reprochable en esto: si el funcionario no cumplió su tarea frente al mercado ilegal o filtró información privilegiada, corresponde que sea apartado del cargo e investigado.
Una independencia criticada
El otro argumento que los grandes medios han esgrimido por este “avasallamiento”, y que la oposición patronal defendió sin cesar por sus estudios y columnas, es tratar de argüir la mayor pérdida de independencia del BCRA. Reconocidos defensores de la banca internacional como Carlos Melconian o Alfonso Prat Gay se mostraron indignados por esta falta de autonomía. Se trata de otra gran falacia, de mucha difusión.
Los comienzos de la historia monetaria nacional nos señalan la posibilidad que tenían los grandes bancos privados de origen extranjero –la banca inglesa, especialmente- para emitir moneda nacional. Sí: la emisión de los pesos argentinos era potestad de capitales privados del exterior, lo que les daba un enorme poder. Esta potestad les fue quitada a durante el siglo XIX, dándole ese poder al Estado a través de sus bancos públicos. Pero no va a ser sino hasta 1935 cuando se crea el Banco Central encargado de llevar adelante esta tarea como actividad específica. La independencia del BCRA, hasta entonces, era de los capitales privados, en particular, de los extranjeros. El Estado ganaba un instrumento para ordenar su economía.
El debate se dio vuelta completamente en los setenta, de la mano de la avanzada monetarista. Grandes defensores de los intereses de la banca iniciaron una campaña contra la potestad de los Estados de definir su política monetaria y cambiaria de modo autónomo. Bajo las acusaciones de populismo, y la falsa teoría de que la inflación proviene de la emisión de billetes, bregaron por quitarle al Poder Ejecutivo el control de la masa monetaria. Estos escribas se encargaron de llamar a este asalto a la soberanía “la independencia del Banco Central”: independencia del control popular, independencia de los objetivos de desarrollo nacional. En cambio, tal como ocurre con la Reserva Federal de Estados Unidos, ninguna independencia de los intereses de la banca: subordinación y dependencia del capital financiero. En Argentina, esto lo vimos con claridad durante los noventa, cuando el BCRA fue manejado por Roque Fernández y Pedro Pou, ambos del conocido think tank neoliberal CEMA, o Roque Maccarone, representante de la banca privada (ABA y ADEBA). En las gestiones de estos dos últimos se completaron las maniobras fraudulentas de los canjes de deuda.
El gobierno de Duhalde, a través de la ley de Emergencia Económica de 2002, fue el primero en retomar cierto control de la política del BCRA, al permitirle emitir sin respaldo fijo en dólares, de modo de poder actuar sobre el nivel del tipo de cambio. Esto no significó el final de la subordinación del BCRA a los intereses de la banca: Alfonso Prat Gay (ex JP Morgan) y Martín Redrado (Security Pacific Bank y Salomon Brothers) fueron otros fervientes defensores de la banca internacional. Por ese este último terminó en conflicto con el gobierno, por la política de pagos (Fondo del Bicentenario). Con su renuncia, comenzó un proceso de acercamiento más acelerado entre los intereses del ministerio de Economía y el Central: Mercedes Marcó del Pont, Fábrega y ahora Vanoli son todos funcionarios más cercanos al proyecto del gobierno. Vanoli proviene del Grupo Fénix, que hizo las veces de think tank del neodesarrollismo promovido por el kirchnerismo. En 2012, se realizó una reforma de la Carta Orgánica del BCRA, alineando aún más los aparatos del Estado en objetivos comunes.
A pesar de los berrinches de la banca extranjera y los grandes medios, nada hay de problemático en esto: se trata de orientar los diferentes aparatos del Estado en un mismo sentido, darle coherencia. La mal llamada “independencia” del BCRA es sólo su subordinación al capital financiero extranjero. La designación de Vanoli le ha dado mayor coherencia a la política económica kirchnerista, por las claras afinidades con Kicillof. Cualquier proyecto político que busque orientar el proceso de acumulación en un sentido particular requiere de ordenar el Estado en su favor: es exactamente lo que hizo el capital en la dictadura y durante el menemismo, ¿por qué no hacerlo en otro sentido?