Por Ana Paula Marangoni*. Cámaras, periodismo Western, policías y gendarmes reforzando fronteras y estigmas. Culto de la sangre y la propiedad que, bajo máscaras civilizatorias, sigue forjando, con violencia brutal, un país para pocos.
Alguien (vos, yo, cualquiera) prende la tele. En un rápido zapping por los canales de aire se advierte el tema del día, de la semana o del mes. Sabemos que los medios informativos tienen una predilección por lo macabro, la sangre, lo aberrante. Ángeles Rawson es un claro ejemplo, una marca de fuego de lo atroces y violentos que pueden llegar a ser los medios de comunicación, trasmitiendo hasta el infinito imágenes, detalles y opiniones que siempre quedan del otro lado de la cancha en el ping pong de la ética.
No es el objetivo de esta nota detenernos en esto, aunque es inevitable la mención. La seguridad como problemática central viene siendo un convite especial de los medios, y algunos en particular lo han cultivado con el amor y la dedicación con que se cuida un bonsái. Entonces: alguien prende la tele. El tema es la inseguridad. Desde hace un largo tiempo hay noticias que llevan ese titular, es decir, pertenecen a ese gran conjunto que los contiene. Los medios seleccionan partes de la llamada realidad y la ordenan. TN trasmite minuto a minuto, y persigue no solo cada robo, sino cada intento de robo en Buenos Aires. Se agregan también otras ciudades: los medios seleccionan y jerarquizan. Buenos Aires es la preferida. Pero también hay mimos para Rosario. Eventualmente Córdoba. Luego, para las demás ciudades y provincias. Pareciera que hay camarógrafos agazapados en bares, árboles, calles. Sólo eso podría justificar el cambio de titulares permanente, registrando hechos delictivos ocurridos en distintas zonas de Capital y el gran Buenos Aires. No hay demasiada información sobre la portación de armas de los delincuentes. La mayoría de estos hechos son hurtos de pertenencias insignificantes: reloj, cartera, celular. Pero la sumatoria de los hechos de delincuencia es abrumadora, y hay que ser muy descreído para no dejarse llevar por esa sensación de desprotección que las imágenes infunden.
Ese alguien -que en este caso soy yo- se cansa, deja de mirar la tele desde su casa o desde la pantalla de un bar y se sumerge en las páginas de un diario. Pongamos como ejemplo: La Nación.
La frontera y la Ley
El diario La Nación ya cuenta con una sección llamada Seguridad. Como si los medios fueran el mítico primer hombre (o el mítico creador) se atreven, a través del lenguaje, a clasificar la naturaleza de los acontecimientos y darle existencia al orden del mundo, o Caos. Entonces -ya lo sabemos, pero no está mal repetirlo- también los medios emiten juicios de valor al clasificar y ordenar la realidad.
Leo una de las notas de la sección. Aparece uno de estos periodistas atrincherados en la ciudad, que aparentemente se ha convertido en un campo de batalla. Esta vez el periodista se aposta en Liniers. Hago una cita textual porque el texto no tiene desperdicio, y porque podría llegar a ser una joya de nuestra literatura de Western: “Sábado, a las 15.03, en el puente de la avenida General Paz sobre las vías del ferrocarril Sarmiento. El interno 11 de la línea 172 estaba por arrancar en dirección al Riachuelo cuando se oyó un golpe seco: un pasajero había sido asaltado por un ladrón que, de un salto, se bajó del colectivo. De un manotazo, el arrebatador le quitó el teléfono celular. Cuando la víctima comenzó a insultar al delincuente, el colectivo ya había arrancado y el chofer no podía detenerse ni regresar. Desde lo alto del terraplén, el arrebatador, de gorra blanca y remera gris, miró hacia la colectora, pero, al advertir que el fotógrafo de La Nación se preparaba para capturar su rostro, el asaltante desafió el intenso tránsito y cruzó la General Paz.”
El relato, que sitúa la avenida General Paz como frontera que separa a los civilizados de los forajidos, resulta impactante. Lo es aún más la caracterización del delincuente: gorra blanca, remera gris. Se trata de un gorra, un tipo ágil, que puede saltar un terraplén y escabullirse rápidamente por la frontera, hundiéndose en el territorio más allá de la Ley.
La continuación del relato es absurda, y llega incluso a establecer un índice de delito diario en esta “frontera” a partir del testimonio de un vecino, que “un día llegó a contar hasta 16 robos”. Los gorras se escabullen por la frontera. No hay caso. Y aunque los atraparan, no se quedan ni un minuto en la comisaría. El remate final es predecible: cada vez roban más menores (entre 12 y 16), y según un policía que anda por Liniers, hay ocho (chorros) que forman parte del “elenco estable”. Una banda de forajidos contra los que nada se puede hacer.
La nota es literaria, caricaturesca por momentos, y su única fuente son vecinos de esta zona de “frontera”. Pero en su entramado de lugares comunes construye un aberrante sentido común, un amasijo de supuestos con los que evidentemente se complace a muchos lectores y se convence a otros. Hay un nosotros y un ellos. Los que laburan y los gorras, que rápidamente roban para luego escabullirse por fronteras y terraplenes. Todavía no hice mención a los linchamientos (¿contraataque de los justos?). Pero luego de seguir este derrotero mediático, los linchamientos parecen ser una consecuencia natural de esta inevitable desprotección a la que está sometida diariamente la ciudadanía.
No son gente
Las cámaras y los medios agregan un nuevo eslabón, y siguen minuto a minuto los robos, los intentos de robo, los linchamientos y los intentos de linchamiento, todo a la vez. Las imágenes son el corolario de esta problemática, o etiqueta, llamada inseguridad. Algo nos dice que hay ciertas personas que son más ciudadanas que otras. El hombre al que quitaron el celular no tiene el mismo grado de ciudadanía que el gorra blanca de los Fuertes Apaches. Esta diferenciación, también se hace eco en declaraciones recogidas por los medios. Scioli pone en acción un plan de emergencia en seguridad (cuestionado, entre otros motivos, tanto por el historial de sus ministros Casal y Granados, como por su tinte inmediatista) y aclara que quiere “lograr que el delincuente tenga miedo, no la gente”. Delincuente no es gente para el gobernador.
En otra nota, unos vecinos de Santa Fe colocan carteles con la imagen de un revólver, amenazando con tirar a fuego a quien pretendiera asaltar ese local. Su testimonio es contundente: “dentro de mi domicilio puedo tirar libremente para defender mi propiedad y bienes materiales”. No se trata de defender la vida, se trata de defender la propiedad. Mi propiedad vale más que tu vida. Otro cartel advierte: “Vecinos organizados. Ratero. Si te agarramos no vas a ir a la comisaría, te vamos a linchar”.
A esta altura no nos quedan dudas. Todas las argumentaciones citadas (por hacer un recorte) apuntan a eso. Más allá de la Ley, de la Constitución, de la idea de que somos parte de un Estado en el que todos los hombres y las mujeres son iguales, hay un consenso solapado de que no, no somos todos iguales. La propiedad de unos vale más que la vida de otros.
Bárbaras ideas de civilización
El Estado argentino tiene un pasado oscuro. Hilos conductores, ideas como monstruos que más de uno quisiera despertar de las profundidades, y que los medios se empeñan en remover a fuerza de bombos y clarines.
Nuestro sueño civilizatorio ha sido durante más de un siglo un bello discurso que encubrió una encarnizada violencia. El atroz genocidio de los pueblos nativos, el exterminio progresivo de los habitantes rurales mestizos llamados gauchos, y la proyección fría y calculadora de una Nación donde jugaría su rol protagónico una masa heterogénea de inmigrantes (que varias décadas después se transformaría en la escoria y la causa de los males de nuestra Nación) son las aristas más visibles de esta historia de violencia que, entrado el siglo XX , aún denotaba un consenso en la clara diferenciación entre ciudadanos y no ciudadanos, entre quienes formaban parte del proyecto civilizador, quienes podían llegar a formar parte según su mérito, y quiénes definitivamente jamás hubiesen podido pertenecer.
Sarmiento, Alberdi, Cané, entre otros, sobreviven en discursos que se empeñan en diferenciar a la gente del gorra. No difiere demasiado (excepto por el logrado estilo de don Domingo Faustino) la caracterización de ese pibe deshumanizado (se trata de un pibe, no lo olvidemos), y la del bárbaro gaucho del Facundo: “Al Sur y al Norte acechan los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambres de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones. En la solitaria caravana de carretas que atraviesa pesadamente las pampas y que se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego, vuelve maquinalmente la vista hacia el Sur al más ligero susurro del viento que agita las hierbas secas, para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la noche en busca de bultos siniestros de la horda salvaje que puede de un momento a otro sorprenderla desapercibida.”
*Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires.