Una editorial de la sección que habla de sí misma, del hacer en la escritura y de la práctica que va más allá del periodismo. Una editorial en Marcha es una forma de liberación, nunca individual, siempre colectiva.
Una pelota rueda por el cemento con piedritas de la cancha del colegio, cruza la línea del lateral ante la mirada atenta de todos los pequeños jugadores. Se detiene ante la planta del pie de una zapatilla que la amaza, la pisa y le da un poquito de cariño. Un poquito de cariño que no viene nada mal entre tanto patadón. Entre tanta fuerza y tanto correr, una pausa, una caricia. Los ojos levantan la vista y ahí arriba, una chica pequeña, hermosa y desafiante que mira como diciendo, “si este juego lo jugáramos nosotras, cuánto menos tonto sería”. Baja la cabeza, mira la pelota, se aleja unos centímetros, y antes de que los niños comiencen a gritarle que devuelva la pelota, se lo clava al arquero en un ángulo de otro planeta, el de su orgullo. El ángulo que activa las risas burlescas de sus compañeritos.
Los hombres nacen con una pelotita en los pies y las mujeres no. Y así, el fútbol puede ser, antes del puntapié inicial, una actividad que agrupe o discrimine, que nos una o nos margine. El juego de la pelotita deja de ser discriminador a medida que se aleja de lo profesional y se acerca al mundo de la educación, del potrero, del barrio, de las esperanzas y las expectativas. Pero tambien, en el potrero mismo, en el barrio, en el orígen, tiene tanta capacidad de producir valores como de destruirlos.
Mientras la pelotita ruede, sobre la tierra, el pasto, el cemento, será materia de disputa entre optimistas y pesimistas. Estos pueden pensar exactamente lo mismo, pero al revés, ver el vaso medio lleno o medio vacío. En el extremo de la soga, el optimista, el que quiere querer y quiere creer, imagina el fútbol jugado por la nena que miraba convencida desde afuera de la cancha, como una herramienta de igualdad y liberación. El pesimista, el que quiere querer y quiere creer pero no puede, imagina el fútbol como el mecanismo de dominación que hará de la nena, un nene más. El diálogo entre uno y otro es lo único que tenemos. Ninguno de los dos polos planteados tiene sentido sin su contraparte. Optimistas y pesimistas unidos jamás serán vencidos. Ningún polo existe sin todo el terreno que lo une con el otro. Y el fútbol es eso. El todo y la nada. El sueño y la pesadilla. El potrero y el negocio.
Quien piensa fútbol puede pensar en cualquier cosa. En esa sonrisa del nene que corre en el baldío de su barrio, o esa seriedad que desempeña el profesional que corre por su sueldo. Todas y cada una de esas imágenes es el fútbol. Desde la bicicleta, el amague y el caño del hombre feliz, hasta segregación de población marginal en zonas aledañas a los estadios de la copa del mundo.
En el fulbo se juega el machismo y la ternura, se juega competencia y el juego colectivo, se juega la frustración y la felicidad, se juega la nacionalidad y el mundo sin fronteras, se juega la pobreza y la riqueza, se juega la guerra y la paz. Se juega todo. El fulbo es el mundo en un tubo de ensayo, un laboratorio de experimentación en donde la vida y la muerte son reales.
Y así como el fulbo es todo y mucho más, son innumerables las formas de contarlo. Mientras más formas de verlo, mejor visto. Aquí, en esta marcha hasta adelante y hacia atrás, en esta Marcha, no se busca la objetividad del supuesto conocimiento imparcial, ni las formas correctas de hacer periodismo, porque aquí no solo se hace periodismo, se hace lo que se tenga que hacer para mostrar lo que se quiera mostrar. Aquí hay humanos antes que profesionales, y no hay título que legalice nuestra legitimidad. Aquí no hay deberes, hay quereres. Aquí no se debe hacer nada porque no le debemos nada a nadie. Una misma nota puede nacer en el periodismo, vivir en la sociología, morir en la literatura y, si le da la gana, resucitar en la filosofía para hacerse dato duro después. O vivir, todo el tiempo, en todas las formas. No tiene límites, tiene fases, no tiene normas, tiene formas. Tiene estados de ánimo. Los límites que el conocimiento se impone a sí mismo son para los esclavos de las instituciones que necesitan títulos que avalen sus quehaceres. Nosotros nos legitimamos a nosotros mismos sin academias o estadísticas que nos den el poder de imponer nuestro poder sobre los otros.
Pero ante todo, el fulbo, es un juego. Una forma de ser felices mientras la pelotita ruede y la luz solar lo permita. Es una forma de liberación. Nunca individual, siempre colectiva. Es una forma de soltar amarras.
Y ahora, basta de explicaciones, suena el pitazo inicial y la pelotita empieza a rodar, incansable, cuesta arriba o cuesta abajo, según como lo quieran mirar.