Juan Stanisci
Se acerca la final de #Rusia2018, y las historias siguen quedando. En esta ocasión, el cronista nos trae una de barrio y amistad en el tiempo: la dupla delantera de Perú, Paolo Guerrero y Jefferson Farfán según pasan los años y los goles.
Es una imagen típica en una cancha de fútbol. Un jugador que lleva de la mano a un nene durante la entrada del equipo a la cancha. El arquero, un morocho de pelo afro, con camiseta naranja bien ochentosa, se agacha para alcanzar su mano estirada. Al pibito la pelota le llega a las rodillas. Mira para todos lados. Probablemente embobado con la hinchada local. El tipo es Caico González Ganoza: arquero del Alianza Lima; también de la selección peruana en las décadas de 1970 y 1980. Las únicas camisetas que vistió. Llegó a ser considerado el mejor arquero peruano de su época. Murió junto con todos sus compañeros, cuando el avión que los transportaba cayó en el Océano Pacífico en 1987. El pibito es su sobrino: un tal Paolo Guerrero.
Arrancó a los siete años en las inferiores del Alianza Lima. Así como su tío evitaba los goles, desde el principio Paolo los hacía. Siempre de delantero. Siempre de nueve. Goleador. Si el equipo ganaba y el no hacía goles, se iba llorando. Así se ganó los retos de sus técnicos varias veces, aprendiendo que se puede ser un enfermo del gol, pero el equipo siempre está más arriba. Y nadie se puede ir triste si el equipo gana. Ni siquiera siendo Paolo Guerrero. O “El Chupadedos”, como le decían por esos años.
Pero un Guerrero solo no puede ir muy lejos. En 1998 llegó a las inferiores de Alianza Lima un morochito de dentadura generosa y gambeta veloz: Jefferson, “La Foquita”, Farfán. Juntos, La Foquita y el entonces Chupadedos Guerrero, formarían una tremenda delantera. Y de las inferiores de Alianza irían a parar, sin escalas, a la selección sub-17 de Perú.
Dirigidos por Cesar Chalaca González, ex compañero del Caico González Ganoza, ganaron los Juegos Bolivarianos (una suerte de juegos Olímpicos disputado por los países liberados por Bolívar). En la final, Farfán hizo el gol que coronó campeón a Perú. Todos festejan. Guerrero llora. De tristeza. Guerrero le dice a Chalaca que él tenía que hacer el gol del campeonato, no Farfán. Chalaca le explica entre puteadas que nada está por encima del Perú, que se deje de joder y que fuera a festejar con sus amigos. El goleador siempre fue Paolo. Pero los goles clave para Perú estarían en el botín de Farfán.
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La dictadura instaurada en 1968 por Velázquez Alvarado en Perú no tuvo nada que ver con el resto de los gobiernos militares en América Latina. Un gobierno militar, es cierto, pero de centro izquierda que promovió: la enseñanza del Quechua como segunda lengua, la expropiación de los yacimientos petrolíferos de los capitales privados para devolverlos al pueblo, reformas agrarias, incremento de derechos laborales y poder económico real para los trabajadores y las trabajadoras. En este marco y a tono con el resto del continente, la intervención de la oligarquía y los Estados Unidos no se hizo esperar. En 1975 una ola de saqueos, producto de un paro policial, generó el golpe a manos de Francisco Morales Bermúdez. Bermúdez sometió al pueblo peruano a las reformas del FMI, aumentando el desempleo e incrementando la inflación para destrozar los salarios obreros: la receta que ya más o menos conocemos del neoliberalismo. A contramano de las políticas oficiales, apareció un filósofo que fundó un colegio: Los Reyes Rojos. Constantino Carvallo Rey fue uno de los más revolucionarios pedagogos de la historia peruana. Creía en el pensamiento crítico y en fomentar el desarrollo individual de los alumnos y las alumnas, que asistían sin uniforme a clases y se empapaban tanto de matemáticas como de pintura, cine y literatura. ¿Qué tiene que ver el bueno de Constantino en todo esto? Fácil: era hincha de Alianza Lima. Y más adelante, dirigente.
Es común que los colegios con ideas progresistas estén dirigidos a las clases medias altas. Los Reyes Rojos no fue la excepción. La diferencia está en que Constantino otorgaba becas a todos los jugadores de las inferiores de Alianza Lima que provinieran de clases sociales bajas. Así que Jefferson y Paolo también fueron al colegio juntos. Sin uniforme, sin notas, aprendiendo más sobre arte que sobre biología. Algo les quedó: el arte lo metieron todo en el pasto. Paolo y Jefferson se cansaron de hacer goles en las inferiores de Alianza. Goles y magia de parte de dos cracks son un arma de doble filo para cualquier club tercermundista.
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La grabación es vieja. Está pixelada y el sonido ambiente no permite escuchar bien. Un grupo de jugadores con la camiseta de Alianza Lima hace una ronda. Uno lleva la posta. Juntos rezan. El líder es Paolo Guerrero. El equipo está en Alemania para jugar algunos amistosos. Emisarios del Bayern Munich observan el partido. El nueve les llama la atención.
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Paolo no llegó a debutar con la camiseta azul y blanca del Alianza Lima. El club de su mamá Doña Peta, de su tío El Caico, de su medio hermano El Coyote. El banco de suplentes fue lo más cerca que estuvo de calzarse la camiseta del club. A mediados de 2002, luego de varias pruebas de resistencia, técnica y disciplina, el Bayern se convenció del potencial de Guerrero. Y a tierras Alemanas se llevó los goles. Allá lo esperaban Claudio Pizarro, figura del fútbol peruano por aquel entonces. Y Gerd Muller, histórico goleador Alemán, como técnico de inferiores. Pizarro lo acompañó como un hermano mayor. Muller le enseñó cómo tiene que jugar un nueve. Y le regaló un chocolate por cada gol.
El que sí debutó en Alianza Lima fue Farfán. El técnico era Jaime Duarte, otro excompañero del Caico González Ganoza. Alcanzó a jugar varios partidos con su tío Roberto “La Foca” Farfán. Fue indiscutido y fundamental como titular del club limeño. Hasta que llegó el PSV Eindhoven y la potencia de La Foquita se fue para Holanda. Ahí Farfán la rompió. Que lo quería el Chelsea. Que lo quería el Porstmouth. El destino de Jefferson parecía estar en las Islas Británicas. Pero no. No iban a estar separados tanto tiempo. A Farfán le tiró su amigo, y se fue a jugar a Alemania. Sí, a esas mismas tierras donde la habían roto años atrás, de pibitos. No les duró mucho la separación a los hermanos Foquita y Depredador, apodo que le pusieron en Alemania a Guerrero.
Durante los cuatro años que compartieron en Alemania se cruzaron cuatro veces: ganó uno cada uno y empataron dos. Dos goles para cada uno. Cuatro a favor y cuatro en contra para los clubes. No vaya a ser cosa que los muchachos se pelearan por unos alemanes…
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Un tercer puesto en la copa América 2011. Mismo lugar en la de 2014. Guerrero goleador y mejor jugador peruano. Farfán más preocupado por salir de joda que por jugar. Para ese entonces, Guerrero había traído sus goles para Sudamérica, al Sao Paulo. El Corinthians lo compró con un solo objetivo. O mejor dicho, Guerrero fue al Corinthians con un solo objetivo. Ser campeón del mundo. Y así fue: en diciembre de 2012, con un gol suyo, O Timao le ganó al Chelsea la final del Mundial de Clubes. Mientras, Farfán la rompía en el Schalke.
Con la llegada del Tigre Gareca a la selección peruana, algo cambió. Mucho piberío: Trauco, Yotún, Cueva, Flores, Gallese. Una idea de juego clara. Pelota al piso, toque y gambeta. Bien a la ríoplatense. Acá a Farfán se le complicó. Se habían terminado los tiempos de las figuras para darle paso al equipo. Y Guerrero era el emblema. Arrancaron a los tumbos las eliminatorias, pero de a poco se acomodaron. Cuando faltaban pocos partidos, Perú tenía claras chances de clasificar a un Mundial por primera vez en 36 años. Ese de España que había jugado el tío Caico había sido el último. Entonces Paolo hizo un pedido: “Farfán debe estar convocado. Con seguridad vuelve”. Y Gareca le hizo caso.
Argentina. La Boca. 5 de octubre de 2017. Perú está en zona de clasificación directa al Mundial de Rusia 2018. Se enfrenta a la Selección Argentina de Messi. Esa noche en La Bombonera puede ser recordada como la batalla entre Otamendi y Guerrero. Codazos, patadas y empujones como en el barrio. En el último minuto, Paolo casi la clavó en un ángulo pero Romero la mandó al corner. Quedaba la última fecha contra Colombia en Lima. Y quedaba Paolo. Un tiro libre suyo, con error del arquero colombiano, metió a Perú al repechaje. Los últimos minutos fueron un toqueteo intrascendente entre los defensores peruanos sabiendo que con el empate, Colombia clasificaba y Perú quedaba en repechaje contra Nueva Zelanda. Los dos equipos terminaron festejando como si fuera un campeonato. Para sumarle leña al fuego, Perú dejó afuera de todo a Chile, su clásico.
La cuestión parecía fácil. Nueva Zelanda. Un equipo conocido por sus seleccionados de Rugby pero bastante mediocre en el fútbol, no era un rival al que tenerle miedo. Pero, siempre hay un pero. Y el pero lo puso la FIFA. Días antes del repechaje apareció la noticia. Guerrero había dado doping positivo después del partido contra Argentina. Al parecer, la droga era cocaína. Paolo recibió una sanción provisoria de un mes. Perú tenía que viajar a Oceanía sin su figura. Su emblema. Su bandera. Su Guerrero.
El primer partido del repechaje no fue cosa fácil para Jefferson. Solo, sin su referencia, su faro, su hermano. A Farfán no le hace falta levantar la cabeza. Sabe dónde y cómo va a estar Guerrero. A dónde y cuándo tirarla para que el nueve la aguante, e ir a buscar la devolución. En Nueva Zelanda le toco a él, justo a él, hacer de Paolo. Y no fue fácil. Le faltaba alguien. El arquero de Nueva Zelanda fue figura. Perú se volvió con un cero a cero que tenía gusto a poco; había que definir en Lima.
Gareca entendió que Farfán no podía ser el último jugador. Que necesitaba alguien más de antes del arco. Necesitaba a Guerrero. Aunque sea una imitación, no importaba. Alguien tenía que hacer de Guerrero para que Farfán se pudiera poner al hombro la clasificación. Aunque, como en toda la eliminatoria, había un equipo detrás. Trauco y Advíncula dejaron fosas en los laterales de tanto pasar. Yotún distribuyó como patrón bueno. Flores y Cueva encararon y volvieron locos a todos los defensores neozelandeses. Y Ruidíaz se disfrazó de Paolo. Sólo faltaba la potencia de Farfán. Iban veintiséis del primer tiempo. Trauco despeja y se la pone en el pecho a Cueva. El número dos de Nueva Zelanda le lleva como una cabeza. Cueva la mata y la domina mientras encara. El central trastabilla pero se le pone de frente. Cueva espera. Mira. Le pasa un pie por encima a la pelota quebrado la cintura. Está esperando. El defensor cree que lo tiene dominado. Cueva pone un pase con la cara externa del pie al punto penal. El que entra es Farfán. Solo. Domina levantando la pelota y sin dejarla caer, le rompe arco al arquero imbatible.
El gol siempre lo hace uno. Pero se grita de a dos, de a cientos, de a miles, de a millones. Un país entero puede gritar un gol. En un estadio y en una plaza. Explotar en un grito de libertad que significa más que gol. Cuarenta mil gargantas desgarrándose al mismo tiempo. Y una camiseta que vuela en el medio de la corrida de Farfán. Es la 9. Farfán quería mostrarla. Decir: “acá estás hermano”, “otra vez hice el gol que era tuyo, pero acá estás”. Pero no la muestra. La pone contra el piso y se arrodilla ante ella. Como rezando. Pero llora. La baña en lágrimas. Los goles no siempre los hace uno solo. Los goles nunca se gritan solos. Se vienen todos los fantasmas. Todos los recuerdos. Y se grita con ellos. Aunque el grito sea ahogado. Ahogado en lágrimas. En una camiseta que tiene el número 9.