Por Emiliano S. Iron Maiden decidió recordar su mítica gira de 1988 Seventh Tour of a Seventh Tour y, en compañía de Slayer y Ghost, dejaron el pasto de River en llamas.
Más de 60 mil almas disfrutaron de una nueva visita de Iron Maiden al país. Ritual, cábala, guita (mucha), y un sentimiento que no se vive en otras partes del mundo: un interminable pogo criollo que ya había empezado en el Rock in Río y que tenía una escala ineludible: Buenos Aires. En esta oportunidad, Dickinson y compañía se apoyaron en uno de los gigantes del trash de la Bahía y en la revelación escandinava de Papa Emeritus (un Bergoglio clown negro, bien negro y algo kitsch) llamada Ghost.
El primer detalle que corrompe la crónica de una noche contradictoria es la variopinta composición del auditorio metálico de River. Lo que suele suceder con estos eventos enmarcados como “bandas internacionales de heavy metal” es la rareza que refracta el público: desde ya, ni un 20% de los concurrentes a la misa de la Doncella de Hierro tiene idea alguna de que en la Argentina se hace Heavy Metal. El público “internacionalista” (lejos de soslayarle una alegría a Trotsky) asiste con igual júbilo a Bon Jovi en Vélez, a Alice in Chains en el Luna o a U2 en el Estadio Único de La Plata. Razón que explica lo difícil que es para las bandas de metal argento sobrevivir, exceptuando el caso de Almafuerte (que viene de explotar All Boys) y de Malón (luego del recital “360”en el Malvinas Argentinas en 2012 y de un regreso triunfal a la escena local).
La organización del evento, la logística, falló desde un primer momento. El recital, aun plagado de los clásicos que en el 88 llenaron la lista de Seventh Son of a Seventh Son, desbordó de problemas técnicos: desde una valla de contención digna para un recital de Maná o de Shakira que se llevó 40 minutos de impaciencia escuchando malos chistes y payasadas de Dickinson, hasta un sonido deficiente para las tres violas que Maiden pone en escena. Justamente, con este disco Adrian Smith se iba de Maiden hasta Brave New World (2000), cuando regresa definitivamente. Asimismo, el setlist presentó ausencias llamativas: muy poco de Piece of Mind (1983), nada de los últimos 13 años (entiéndase, los últimos 4 discos), y una espera sin final feliz para el clásico “Hallowed Be Thy Name” (del disco The Number of the Beast).
La noche arrancó con la miseria que arroja el mainstream para estos eventos, y por la cual uno se pregunta el valor o el peso del death, el doom y el black metal escandinavos: ¿Ghost vino a la Argentina teloneando a Maiden porque se visten de curas satánicos, por sus maquillajes, por sus letras satánicas o porque cualitativamente están a la altura de la circunstancia? A los suecos les siguió Slayer, “asesino” para algunos, Satan Laugh You Existence Rotten (para los que siguen el mito de las siglas: SLAYER) o Dragon Slayer (para los viejos californianos, cuando la banda tocaba en un garaje mugriento).
Quizás, para la banda liderada por el chileno Tom Araya esta fue la gira más dolorosa luego del fallecimiento del guitarrista y fundador Jeff Hanneman. Una escenografía en su memoria se abría de fondo, imitando al logotipo de una conocida cerveza pero con la leyenda: “Angel of death. Hanneman. Reigning still”. Primera gran explosión de las hordas con “Raining Blood”, “South of Heaven” y “Angel of death” (polémica composición de Hanneman en denuncia al médico nazi Josef Mengele -aunque muchos estúpidos lo hayan entendido como reivindicación).
Muy puntuales, con la adrenalina que había derramado Slayer 20 minutos atrás, la Doncella de Hierro abrió con “Moonchild” y un diálogo audiovisual con la leyenda conceptual de Seventh Son of a Seventh Son. Cuenta Harris (bajista, compositor y autor intelectual de Iron Maiden) que detrás del disco funciona, temáticamente, el desarrollo argumental de El séptimo hijo del yankee Orson Scott Card. Todas las letras de este trabajo de 1988 atraviesan una poética del caos, entre el cielo y el infierno, entre fuerzas de choque del género humano, sumamente existencialista y oscuro. La mascota de Maiden, Eddie, aparece y se invisibiliza detrás de una escenografía que despliega batallas (“The Trooper”, “Aces High”), hechicería y hermetismo (“Can I play whit madness”, “Fear of the dark”) y una utopía de liberación (“Run to the Hills”, “Running free”). Nuevamente, así como Dickinson lo hizo en la gira de Brave New World y que le valió una mojada de oreja por parte del público (“y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta es un inglés”), flameó la bandera inglesa en “The trooper”: ¿habrá comprendido el público las denuncias al colonialismo que arroja la letra de esa canción?
Más allá de los avatares técnicos, Iron Maiden volvió a patear el tablero de las modas metaleras: han pasado el Glam, los híbridos alternativos, los sonidos industriales germánicos, el “new” metal made in MTV, pero el metal clásico sigue de pie. Como alguna vez se le escuchó a Lemmy Kilmister, líder de Motörhead: “Tocaremos hasta morir en un escenario, firmes y dignos”. Voto por esa consigna.