Por Juan Manuel Olarieta
La mayor parte de los países tienen protagonistas cuyas vidas resumen determinadas épocas de la historia. La del soviético Yevgeny M. Primakov, fallecido en el olvido el año pasado, se corresponde con la de la caída de la URSS y la Rusia actual.
Primakov nació en Ucrania en 1929, aunque se crió en Tiflis, la capital georgiana, un balcón desde el que se puede divisar Oriente Medio con una perspectiva privilegiada. A esa experiencia caucásica originaria hay que añadir su licenciatura en el Instituto de Estudios Orientales de Moscú, que obtuvo en 1953, coincidiendo con la muerte de Stalin.
Era un arabista experto que completó su formación con la corresponsalía de Pravda en Oriente Medio, donde fue captado para trabajar al servicio del KGB, una organización que reconvirtió tras la caída de la URSS, siendo el máximo dirigente del primer servicio ruso de espionaje.
En los últimos momentos de la URSS fue un estrecho colaborador de Gorbachov, que le envió durante la Primera Guerra del Golfo entre Irak e Irán como interlocutor privilegiado ante Sadam Hussein. En 2003 Putin hizo lo propio. Primakov intentó en Bagdad la misma mediación que diez años después emprendió Rusia en Damasco con el armamento químico, aunque sólo esta segunda tuvo éxito.
En 1996 Primakov dejó el espionaje para ocupar el cargo de ministro de Asuntos Exteriores, donde trabajó a las órdenes de Yeltsin durante dos años. En la Guerra de los Balcanes sostuvo al presidente yugoeslavo Milosevic y firmó con Javier Solana, secretario general de la OTAN, lo que entonces fue calificado como Acta Fundacional que inauguraba el final de la Guerra Fría, el señuelo de una era de paz perpetua en el mundo.
Primakov es el pionero de la actual política exterior rusa. En 1999 promovió un triángulo estratégico con China e India como contrapeso a la hegemonía de Estados Unidos que en aquel momento llevaba las “revoluciones de colores” a las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central para despedazarlas.
Aquel mismo año fue nombrado Primer Ministro, teniendo que hacer frente a la peor cosecha de la historia, un verdadero desastre agrario, cuyos precedentes se remontan a las reformas de Jruschov de finales de los años cincuenta. Lo mismo que Jruschov, Primakov también tuvo que humillarse para pedir trigo a Estados Unidos y Canadá.
La breve presencia de Primakov al frente del gobierno ruso fue un interregno entre Yeltsin y Putin y hay un incidente que marca la transición de una etapa a la otra: el viaje a Washington de 24 de marzo de 1999. La OTAN desató los criminales bombardeos sobre la desaparecida Yugoeslavia en el preciso momento en el que Primakov iba en el avión y su reacción fue clara: ordenó al piloto dar media vuelta.
Fue el primer gesto de cierta dignidad de la política exterior soviético-rusa desde los tiempos de Gorbachov. En Washington aún lo llaman “The Primakov’s Loop” (La Media Vuelta de Primakov).
Yeltsin le despidió el 12 de mayo de 1999 porque tenía fama de estar bastante anticuado, es decir, de ser alguien cercano al viejo comunismo, un reproche que -entonces y ahora- recae sobre todos aquellos que se oponen a Estados Unidos y al imperialismo en general.
Como cualquier otro dirigente de la época, incluido Putin, Primakov no se oponía al imperialismo. Es posible que nunca supiera el significado de esa palabra, lo mismo que Putin. Nadie se puede enfrentar a algo que no sabe lo que es.
El núcleo de la política de Primakov al frente de la diplomacia rusa, que Putin ha seguido de manera cada vez más consistente, ni siquiera estuvo enfrentada a Estados Unidos, sino a su hegemonía, que es algo muy diferente. Lo que se acabó llamando la “Doctrina Primakov” que hoy impera tanto en Rusia como en China y otros países, es la “multilateralidad” de la política internacional.
La Doctrina Primakov y la multilateralidad están ligadas al nacionalismo ruso (y chino) que, en personajes como Putin, tiene un carácter estrictamente defensivo o reactivo. No es el viejo nacionalismo del periodo de entreguerras del siglo pasado sino un nacionalismo que ha ido surgiendo tras la caída de la URSS en 1990 como consecuencia del peso abrumador que Estados Unidos adquirió en los asuntos internacionales.
Es un nacionalismo generado por el “internacionalismo” (la famosa mundialización) impuesto en el que Estados Unidos es la única potencia que se beneficia de las reglas del juego. Como explicó Lenin, el imperialismo intensifica la opresión nacional. El capital financiero es una fuerza “tan considerable” que “subordina incluso a los países que gozan de una independencia completa”, escribió. El imperialismo, pues, genera dependencia y con ella fuerzas sociales, políticas, e incluso países enteros que pretenden escapar de ella.
Putin, que llega al gobierno ruso con la caída de Primakov y la posterior de Yeltsin, es el prototipo de las figuras políticas surgidas en el mundo como consecuencia de esa situación. Se trata de un político con un origen parecido al de Primakov: el espionaje soviético, el legendario KGB que durante las décadas más duras de la Guerra Fría fue la primera trinchera de combate contra el imperialismo, dentro y fuera de la URSS.
Sin embargo, Rusia renació para olvidar a la URSS. Fueron los primeros en soñar que “Otro mundo es oposible” sin acabar antes con éste. En 1990 nació en la nueva San Petersburgo un círculo político en torno al hoy olvidado alcalde Anatoli Sobchak que soñaba con alejar a la OTAN de Europa (y a Europa de la OTAN). Empezaron calificando a los países de la Unión Europea de “nuestros socios” y, a cambio, sólo recibieron patadas en las nalgas, especialmente después del golpe de Estado fascista en Ucrania en 2014.
Ni Primakov, ni Putin, ni quien venga después en Rusia han elegido, pues, seguir la política exteerior que siguen en la actualidad. Si Rusia (y China) quieren sobrevivir como naciones no tienen otro remedio que hacer lo que hacen. Su multilateralismo es una oposición a la hegemonía, o sea, al “unilateralismo” de Estados Unidos tal y como se configuró en 1945 y luego en 1990.
La segunda ingenuidad de la que se está desembarazando la Rusia actual a marchas forzadas es la creencia de que el cambio de la unilaterialidad a la multilaterialidad (y por lo tanto su subsistencia como país) la pueden lograr pacíficamente, mediante negociaciones o sumando sus fuerzas a la de otros países, como China. Es un error. Estados Unidos ya ha demostrado en numerosas ocasiones que no se va a desprender de la hegemonía por las buenas, sin desencadenar una nueva guerra mundial. “Si la correlación de fuerzas ha cambiado, ¿cómo pueden resolverse las contradicciones bajo el capitalismo, si no es por la fuerza”, escribió Lenin hace cien años.