Por Pablo Gandolfo. Los resultados electorales traslucen que la crisis estructural del capitalismo golpea con particular fuerza a Europa y a sus partidos tradicionales. Análisis sobre la etapa que atraviesa la región y una analogía con la experiencia suramericana. El avance de la ultraderecha y las chances de una respuesta popular.
La crisis estructural del capitalismo demuele a las instituciones que rigen el sistema. Ese proceso vivió Sudamérica en los últimos 40 años y el descrédito ganó a los partidos políticos tradicionales. De los diez países de Sudamérica, seis (Ecuador, Venezuela, Bolivia, Uruguay, Brasil y Perú) son gobernados por fuerzas relativamente nuevas, que nunca habían llegado al Ejecutivo, y en muchos casos que ni siquiera existían como movimientos políticos pocos años antes de acceder a la presidencia.
De los otros cuatro países, en uno ganó una fuerza nueva (Paraguay), pero sus insuficiencias permitieron la vuelta de un partido tradicional. En el otro (Argentina), rige un experimento de recomposición del sistema político desde un partido tradicional. El experimento culminará sin éxitos estructurales, luego del cual continuará el desgaste sistémico y, más tarde o más temprano, llegará el momento en que una fuerza nueva asuma las riendas del país.
De las dos naciones restantes (Colombia y Chile), una acaba de celebrar elecciones presidenciales con el 60 por ciento de abstención. La otra es la última donde volvió la democracia, y donde el desgaste institucional lleva un periodo menos prolongado. Las grandes movilizaciones de masas que vivió en los últimos años preanuncian que no es ajeno a ese proceso.
La crisis estructural, iniciada en la década del 70, golpeó primero a las economías dependientes, que por esa condición tienen instituciones (democracia capitalista) más débiles.
En estos países, una parte de su riqueza es girada al exterior y cuentan con una porción disminuida para dar respuesta a las necesidades de sus habitantes. Así lo determina su carácter dependiente, y allí radica el origen de su debilidad institucional, que no es producto de ninguna esencia de la raza.
Históricamente, y más allá de América Latina, la demolición institucional adquiere dos formas o etapas diferenciadas. En una primera etapa, la crisis estructural impide dar respuesta a las necesidades de la población y obliga a dar una vuelta de rosca y atacar las condiciones de vida de amplios sectores. Se trata entonces de realizar una redistribución de la riqueza a favor de los sectores más concentrados. Ese proceso extendido a lo largo de años y aún décadas hace crecer descontento, y el descrédito tiñe las instituciones incapaces de dar respuesta a las necesidades de las mayorías. Los partidos políticos son una de las primeras víctimas de esos procesos.
En otra etapa o forma, la demolición se culmina por decisión expresa de un sector de la burguesía que se siente amenazada, ya que el desgaste crea rebeldía en franjas importantes de la población que dejan de ser gobernables por los métodos habituales. Incapaz de gobernar, la burguesía entierra la forma democrática de administración del capitalismo, se saca de encima sus límites y ataduras, y recurre a regímenes que cuenten con un abanico más amplio de recursos, incluyendo la violencia estatal o paraestatal para enfrentar las formas más radicalizadas del descontento. Cuenta así con un instrumental mayor para encausar a quienes ya no son gobernables con los métodos anteriores.
Europa hoy se encuentra en la primera etapa. En ella encuentran tierra fértil quienes se proponen alegremente como personeros para encabezar la segunda. Ese es uno de los principales significados de la reciente elección europea y de los buenos resultados obtenidos por derechas “nacionales” y “neoliberales”.
Las formas histórico-concretas que estos procesos socio-políticos pueden adquirir son diversas. Pero la “mecánica política” por la cual el capitalismo resuelve sus crisis varía mucho menos.
En este período, la crisis estructural del capitalismo mundial golpea con particular fuerza al viejo continente, que aplica un programa de “saneamiento”. Esto es, un plan de destrucción de medios de producción ineficientes y de alto costo. En la fijación de ese objetivo, se explica la implementación de las políticas que se suelen denominar neoliberales, ya que es alcanzable mediante ellas y no mediante un programa que aliente la demanda. Un programa “keynesiano”, por el contrario, crearía demanda que ayudaría a sostener equipo y maquinaria que se busca destruir.
Es por eso que la crisis impacta más fuerte en los países que ostentan menor productividad, y que a través de la moneda Euro han perdido la posibilidad de incrementar su competitividad vía devaluación. En esas naciones se busca dejar en pie sólo aquellas industrias que tengan una productividad similar a la alemana, la más avanzada de Europa. Este proceso tenderá a “des-integrar” las economía nacionales, conservando enclaves capaces de competir en el mercado mundial. Mientras más atrasada sea una economía, mayor será su “des-integración”. Por su parte, Alemania será quien conserve una integración industrial nacional mayor.
Eso supone incrementar la exclusión de sectores sociales que quedarán por fuera de la economía de punta. Esos sectores se alejarán de los partidos tradicionales y buscarán otras respuestas para comprender lo que les ocurre. UKIP, el partido de ultraderecha británico, y el Frente Nacional francés, ambos ganadores, se apoyaron en esos sectores sociales y les ofrecieron una respuesta: el problema son los extranjeros. Por un lado, la Unión Europea (UE), que lleva a la integración con otros países. Por el otro, los inmigrantes ilegales que “ocupan” los puestos de trabajo.
Se trata de una respuesta falsa, pero respuesta al fin, y de allí su éxito. La omisión de otra respuesta, la ausencia de un diagnóstico más acertado de lo que ocurre, es parte de lo que permite el ascenso de la ultraderecha. En el único país donde está conformada una izquierda anticapitalista con vocación de mayorías (Grecia), resultó ganadora. Crear esa izquierda en cada país europeo es la única forma de evitar el avance de la ultraderecha. La omisión en la construcción de una fuerza con definiciones revolucionarias, su reemplazo por variantes más o menos camufladas de socialdemocracia, dejará abierta la vía para el crecimiento de la derecha fascista.