Por María Eugenia Marengo / Foto por Cristian Delicia
Durante las últimas semanas presenciamos al menos dos hechos que escenificaron las formas de la violencia que está tomando el Estado: los allanamientos en la ciudad de Córdoba a diferentes organizaciones sociales, políticas y culturales y las y los treinta y un detenidos en la Capital Federal, luego de la marcha por la aparición con vida de Santiago Maldonado.
A este escenario ejemplificador, le sumamos la permanente construcción mediática que se inclina para desvirtuar los hechos y fogonear la histórica figura del enemigo político como estrategia para garantizar los intereses que representa la clase gobernante. El telón se levanta; mapuches y anarquistas representan una puesta en escena cuya farsa convida al guión del terrorismo. Pero, ¿por qué es necesaria la construcción de un enemigo? ¿Cuál es el modelo de Estado que se está prefigurando en cada accionar violento que llegamos a enterarnos?
Un poco de historia
La construcción política del enemigo interno en nuestro país, lo considerado “peligroso”, “amenaza”, “disolvente” o lo calificado como “elemento subversivo”, fueron categorías que se inscribieron en los orígenes de la conformación del Estado Nación. Las protestas, las huelgas, la prensa obrera, los mítines políticos anarquistas, socialistas, comunistas, los ateneos y los círculos libertarios de finales del siglo XIX y principios del XX, fueron parte de la trama de la sospecha permanente de una policía, que debía garantizar la existencia del Estado moderno.
Estas categorías fueron una herramienta fundamental para las elites gobernantes, que por un lado abrían las puertas a la política inmigratoria para poblar civilizadamente, mientras que por el otro, transformaban esa apertura en una política selectiva donde lo extranjero comenzaba a ser un blanco de sospecha por la influencia en éstos de sus ideas anarquistas y comunistas. En este sentido, es destacable la importancia que el Estado le fue otorgando a las tareas del control social e ideológico, donde la categoría de “enemigo” fue constitutiva en los cambios de la propias estructura de la inteligencia policial y militar orientada hacia un mejoramiento progresivo en la labor de las fuerzas de seguridad a lo largo de todo el siglo XX.
Desde la conformación inicial del Estado Nación, las Fuerzas Armadas participaron activamente en la vida política del país. La intervención a lo largo de todo el siglo XX, en seis Golpes de Estado, constituyó un determinado imaginario de aceptación social, donde la politización de las Fuerzas Armadas constituía parte del escenario político de lo posible en nuestro país. La vinculación de éstas con la política y la subordinación de las policías, fueron prácticas y definiciones que se constituyeron como elementos prefigurativos de las formas que adquiriría el Estado durante la última dictadura cívico-militar en 1976. Con la apertura democrática en 1983 se intentó de diversas formas correr progresivamente a las Fuerzas Armadas de la arena política.
Esta prolongada historia golpista, cuyas consecuencias también son parte de la profundización de un modelo capitalista-liberal, ha ganado en el presente una condena social extendida por amplios sectores de nuestra sociedad. Sin embargo, la policía comenzó a tomar un lugar central en estas relaciones, reconfigurando el poder de control civil desde los distintos atributos que los gobiernos le fueron confiriendo.
El año pasado, con la decisión del gobierno del presidente Macri de modificar un decreto sancionado por el ex presidente Raúl Alfonsín, que restringía determinadas facultadas a las Fuerzas Armadas, significó un retroceso en relación a las políticas implementadas desde la apertura democrática, y las nuevas subjetividades políticas que se construyeron en la sociedad al momento de pensar la vinculación de los militares en la esfera política.
El policiamiento del Estado como paradigma de seguridad
Las distintas medidas de los últimos gobiernos como la sanción de la Ley Antiterrorista en el 2011 o el proyecto X de inteligencia y espionaje sobre militantes y organizaciones sociales, la gendarmería en los barrios, la reciente ampliación del poder a las FFAA, etcétera, han ido configurando el rol de las fuerzas de seguridad para el control de la población civil en todas sus áreas.
Hoy, algunas de las medidas tomadas por el macrismo se montan en una estructura que le antecedieron, para profundizar una intervención mayor del Estado en su faceta represiva. Con la declarada “emergencia en seguridad”, el gobierno de Mauricio Macri, refuerza las medidas del control en los barrios, donde en su cruzada contra el narcotráfico, las fuerzas de seguridad amplían sus atributos para intervenir en las zonas más humildes del país, se habilita la intervención de ex militares y las FFAA tienen la autonomía política para derribar un avión que no identifiquen. La militarización de los barrios la podemos encontrar hace tiempo en las zonas pobres de Rosario, como lo fue el “Operativo Unidad- Plan Cinturón Sur” de la ciudad de Buenos Aires, reactualizado por la ministra Bullrich con una gendarmería “en movimiento” y en la zona de las Sierras Chicas de Córdoba. En estos casos, una fuerza nacional militarizada es la encargada de controlar los robos. Esta práctica de control ha demostrado ser la respuesta sistemática de las políticas de los gobiernos de turno al problema delictivo. Lo que está claro es que la policialización/militarización de los territorios, llegó para quedarse. El modelo brasilero, con sus “policías pacificadoras” para las favelas, es el ejemplo a profundizar. En este país, las Fuerzas Armadas nunca dejaron de intervenir en la seguridad interior.
De modo que, el corrimiento progresivo de las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad interna de las últimas décadas, fue dejando a la policía para que tome ese rol protagónico/ejecutor, que arbitrariamente actúa en pos del orden social y se ve implicada sistemáticamente en ilícitos de todo tipo: trata, narcotráfico, secuestros, entre otros. Poco a poco, se fue generando un proceso de modernización punitiva del Estado, donde la policía se consolidó como un actor fundamental en el control político. Los intentos por desmilitarizar la política por parte de los gobiernos a partir de 1983, no sólo no consiguieron desmantelar el aparato represivo, sino que la actuación policial fue ganando poder y control territorial, mientras que hoy las FFAA vuelven progresivamente a la escena.
Así, las diversas aristas del control territorial se expresan a lo largo y a lo ancho del país, todas responden también a una lógica de acumulación capitalista. Lo vemos en las zonas de la mega minería, donde funciona un para-Estado con un poder parapolicial. O lo que sucede en las provincias de Santiago del Estero, Chaco, Formosa, entre otras; y las grandes extensiones de tierras de la Región Patagónica. En todos los casos existen fuerzas especiales de seguridad que trabajan con los empresarios locales para garantizar el desalojo y la muerte de los y las campesinas/indígenas que reclaman su territorio ancestral. Aquí es la lógica del agronegocio como dispositivo de poder la que funciona, pero en todas es la intervención de las fuerzas de seguridad -desde sus distintos brazos operativos- la que responde con una funcionalidad directa al poder local/provincial/nacional.
A este panorama hay que sumarle el convenio firmado el año pasado entre el Ministerio de Defensa Nacional y el Estado de Georgia (EU), sede del Comando Sur, que habilita a Estados Unidos a intervenir en temas de seguridad interior. Estamos frente a la arbitrariedad de un Estado que construye una legalidad represiva: al mismo tiempo que proclama la ley, garantiza las condiciones de la represión física. La violencia institucionalizada cumple aquí su rol dentro de un Estado que mantiene sus funciones de control social y represión, como una continuidad histórica y constitutiva del mismo. Las lógicas excepcionales y autoritarias, que caracterizaron al siglo XX, hoy continúan siendo prácticas permanentes de los gobiernos, amparadas -paradójicamente- en el sostenimiento del orden constitucional de la democracia representativa. Estas lógicas persisten bajo la construcción de nuevos y ya viejos enemigos internos, regidos por el imperio del derecho moderno que conjuga la legalidad con la coerción como base del castigo.
Preservar el orden capitalista requiere inevitablemente de la ampliación de la violencia estatal, y las políticas represivas del Estado necesitan de la construcción de un enemigo. Esta trama fue configurando incluso una arquitectura urbana tendiente al control, cuyos alcances actuales han calado hondo en una sociedad que incorpora en su cotidiano nuevos dispositivos de control bajo la sombra de un imaginario social que siempre busca culpables.
El discurso alarmista sobre el narcotráfico en nuestro país, es el mismo que se utiliza en otros países de Latinoamérica, donde se instala al narco como un sujeto que ha permeado todos los estratos de la sociedad y se le declara una guerra total. Al totalizar al enemigo, las medidas del Estado también deben totalizarse para poder cumplir con la misión de protección. La seguridad debe permear en todos los ámbitos de la vida. Así, los procesos de militarización coinciden con el discurso interno de seguridad de la guerra contra las drogas y la delincuencia de las y los jóvenes. Pero, en este últimos mes, pudimos ver cómo ese sujeto se ha diluido para reeditar nuevos y viejos enemigos, mapuches y anarquistas unidos y unidas en “células terroristas” que buscan generar el caos social, atentar salvajemente a la propiedad privada y desconocer las formas jurídicas del Estado que nos regula como ciudadanos y ciudadanas.
Desde este paradigma, que asocia -principlamente- al narcotráfico, el gobierno de Macri continúa atribuyendo nuevas facultades a las Fuerzas Armadas, para intervenir, en problemas de la seguridad interior. Vimos la aplicación de este mismo modelo durante todo el siglo pasado, donde la persecución del enemigo interno anarquista/comunista/terrorista, implicó la violación sistemática de los derechos humanos y la represión permanente al movimiento obrero. La existencia de un enemigo colectivo, fue un hecho permanente que se construyó para forjar la identidad de la Nación y que aún hoy es un fundamento para la legalización y legitimación de la violencia en manos del Estado, elemento central de la excepcionalidad.
Hoy, el actual gobierno intenta fortalecer aún más las alianzas con Estados Unidos y necesita de unas Fuerzas Armadas recuperadas para poder implementar un enfoque militarista para la seguridad, que se sabe lejos de desactivar las redes de la droga y el delito, fortalece el poder policial y profundiza un sistema de opresión e injusticia. A pequeñas y grandes versiones del Plan Colombia, a la medida local y bajo instructivos neocolonizadores, estaremos expuestas cada vez más, mientras se permita avanzar a este gobierno y este sistema de impunidad y exclusión.