Por Leonardo Candiano. El 10 de marzo de 2011 fallecía el escritor argentino David Viñas. Legendario aún en vida, generó un nuevo modo de leer nuestra literatura y una original producción artística propia. Sus textos son un hito ineludible para la cultura nacional.
Al viejo lo tenía enfrente. Sentado detrás de un escritorio amurado al piso en el aula del subsuelo de la facultad que antes era un bar y que nunca debió dejar de ser un sótano. Estaba echado con el cuerpo hacia adelante como queriendo tragarse el micrófono o intentando atrapar las palabras que acababa de pronunciar para organizarlas mejor y dispararlas con más fuerza sobre todos los que lo escuchábamos en ese sucucho.
El viejo era David Viñas, y buscaba que sus frases golpeen a cada uno de esos alumnos poco ejemplares que tenía enfrente y que éramos nosotros. “Cada frase un cross en la mandíbula, como decía Arlt.” Eso. Era un boxeador veterano pero entero que arrojaba su experiencia sobre el resto. Nos echaba el mito encima a ver quién lo podía aguantar, y nadie resistía ni siquiera un minuto debajo de esas luces blancas, como de morgue, que iluminaban el ring side. Este legendario luchador estaba al borde del retiro, se notaba, pero aún retenía incansablemente su corona. Era un peleador nato, un Bonavena o un Firpo. De esos de antes, de los que ya no quedan. Un eficaz noqueador, porque creía que ganar por puntos significaba que la victoria te la terminasen dando los demás y a él le gustaba ganar por sí mismo, sin la ayuda ni la mirada ni el análisis de jurados que nunca subieron a un ring pero que igual cacarean y hasta les pagan para eso.
“Tuteame, pibe, que vengo del anarquismo”, me dijo la primera vez que me animé a hacerle una pregunta afuera de la facultad y la comencé con un “Disculpe, profesor”. Así buscaba romper ese abismo que sentíamos entre su figura y nosotros. Ese viejo nacido el 28 de julio de 1927 no venía del anarquismo, es cierto, pero eso no importa ahora, como tampoco esa fecha ni la de su muerte, el 10 de marzo de 2011, porque lo verdaderamente relevante es lo que hizo entre ambas.
La escasa difusión de su obra por fuera de la academia no se condice con la impronta que ha dejado en nuestra cultura. Sus novelas están lejos del bestsellerismo aunque varias ya sean clásicos nacionales, sus dramas no pueblan los teatros argentinos, sus ensayos sufren al no traspasar los muros universitarios. Pero fue él, sin embargo, quien modificó para siempre la manera de leer literatura en nuestro país con Literatura argentina y realidad política, allá por los años sesenta, y uno de aquellos autores que a partir de mediados de los cincuenta ejerció un vínculo ineludible entre arte y política que motivó a generaciones enteras.
Era así, el viejo hablaba -o escribía- y te noqueaba. Cada frase sobre Rodó era un uppercut en las costillas que nos dejaba a todos sin aire, cada referencia a José Hernández un cross que enrojecía los pómulos, cada palabra en relación con Martínez Estrada un gancho que provocaba mareos, cada mención respecto de Groussac un sorprendente jab que nos descolocaba.
Daba clase, sin duda, y sus palabras nos llegaban como piedras, o como lluvia. Agazapado, listo para dar un zarpazo con su melena blanca que comenzaba en una especie de jopo o algo así y le caía sobre el rostro una y otra vez, con su voz ronca y con sus bigotes anchos y un tanto ridículos manchados de amarillo cerca de los labios por culpa del cigarro. Yo lo tenía ahí nomás. Hablando de Mansilla, de Sarmiento, de la batalla de Crimea y del surgimiento de la Cruz Roja. De tanto en tanto lo veía revolear por el aire un diario La Nación al grito de “¡A estos hay que denunciarlos!”, mientras defendía medidas tomadas por el Comandante Chávez en la Venezuela bolivariana.
Era una estatua viviente para todos nosotros. Había sido una de las principales figuras de aquel amplio espectro de escritores que hegemonizó los años sesenta y setenta en nuestro campo intelectual y que debió resistir los embates del pensamiento único y del progresismo posibilista y bienpensante desde el alfonsinismo hasta nuestros días. Nunca se acomodó ni su pensamiento perdió radicalidad, y siempre se encargó de sostener enfoques que hicieran base en el compromiso del autor con la realidad social de sus pueblos pero a la vez con la de sus textos. Y estaba ahí, hablándonos. Era el mismo. Aquel destacado narrador de ficción -pongamos por caso, con sus novelas Los dueños de la tierra, Hombres de a caballo o Cuerpo a Cuerpo-, el eminente ensayista histórico y político -inolvidablemente, su ensayo Indios, ejército y frontera-, el locuaz dramaturgo -con Lisandro o con Tupac Amaru-, el fundante crítico literario -con el mencionado Literatura argentina y realidad política-, el bonachón profesor, el aguerrido militante gremial y el célebre guionista de cine y de televisión.
Cuando tenía nuestra edad, era el máximo líder del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras de la UBA en la que estábamos metidos, y el presidente de la Federación Universitaria de Buenos Aires. Yo leía en clave presente la revista que fundó y dirigió junto con su hermano Ismael en 1953 y hasta 1959, la emblemática Contorno, que no perdía vigencia, y conocía de memoria su itinerario político e intelectual. Sabía que en su juventud había adherido efímeramente al proceso desarrollista de Arturo Frondizi, siendo a su vez uno de sus principales detractores -lo cual puede leerse en su novela Dar la cara-, y que después se vinculó de forma inorgánica con diversos movimientos populares y partidos de izquierda. Veía que la relación que había logrado establecer entre práctica estética y acción política se comprendía desde su autonomía de intelectual francotirador a la vez que desde su relación con diversos sectores de la nueva izquierda, el PC, el PCR, o en sus diferentes estadías en Cuba.
La última dictadura le llevó dos hijos -María Adelaida y Lorenzo Ismael- y lo obligó al exilio hasta la vuelta de la democracia. Pero a pesar de los golpes y de sus caídos, como dice la canción, entrado el siglo XXI no lo habían vencido. Ese viejo seguía siendo el mismo. Quiero decir, distinto porque no era ni terco, ni necio, ni sonso; pero sí consecuente, empedernido y coherente. El mismo. Con algo de marxismo, otro tanto de Sartre, y todo el resto de él solito. Desorganizado, asistemático, heterodoxo, comprometido. Con una fuerza verbal que demolía los edificios más rígidos del pensamiento, que suele circular por lo tradicional, lo apresurado y lo trillado. “Un cross en la mandíbula contra todo eso”. O un uppercut o un jab. Había transitado más de cinco décadas por la política, la literatura y la historia argentina, que para él eran partes de un mismo territorio con difusas fronteras, y siempre estuvo firme del bando que tenía que estar. Pasados los ochenta años transpiraba y gesticulaba del otro lado del escritorio entre sus comentarios aforísticos, y uno no podía tomar apuntes porque se perdía viéndolo y oyéndolo hablar de Gutiérrez y enseguida de Cané y de Laferrere.
Su recorrido expresaba una conjunción de análisis histórico, acción política y práctica artística que funcionaba como una plataforma que recorría sus textos de principio a fin. Para él la literatura no era una “hermana menor” de la historia ni una simple forma de ilustrar conceptos teórico-políticos, sino una práctica discursiva con características propias que poseía la potencialidad de ofrecer un espacio de reflexión sobre los grandes problemas de la sociedad, por eso su búsqueda fue la de generar una estética congruente con su tiempo y con un proyecto que supere lo literario, pero que a la vez lo incluya.
Todo eso se referencia en sus rabiosas novelas. Contra la historiografía oficial, los sectores dominantes, el pensamiento liberal, la neutralidad y el equilibrio como dogmas del intelectual, las instituciones que sostienen el orden -el ejército, la escuela, la iglesia, la prensa- y el dogmatismo, Viñas utiliza la literatura. Con ella nos insta a reconsiderar los acontecimientos en los que emergen los antagonismos sociales. Su obra mete el cuchillo en donde se plasma con crudeza la lucha de clases en la argentina. Y va hasta el hueso. Así escribía, y así enseñaba.
Por eso hablar de Viñas es hablar de la historia grande de nuestra escritura. Sus textos han quedado grabados a fuego en la cultura argentina, y ahí permanecerán. Aunque ya no podamos ver su inmenso cuerpo bambolearse por la calle Puán, camino a Bonifacio, no tenemos duda de que sus dichos y sus escritos continuarán cruzándose en nuestro camino, porque como una vez le enseñó a sus alumnos en aquel sucucho de Caballito plagiando a uno de los personajes de su novela Cosas concretas: “cuando una literatura se elige crítica no puede detenerse”.