Por Federico Manuel Arriola. Un viaje sorpresivo, un pueblo nuevo. El goce del dejarse estar entre las aguas*.
Hace unos años leí la noticia sobre un pueblo con las características que estaba buscando. Sin dudarlo un instante emprendí viaje, no sin antes saldar las únicas cuentas que creía importantes: devolver cada uno de los libros que me habían prestado. Construí en un cuaderno una lista interminable con cada título, el dueño del ejemplar y un orden de lectura porque, claro está, no los retornaría sin que hubieran cumplido con su correspondiente finalidad. En dicha época yo trabajaba en una revista de interés general, especializada en literatura. Me encargaba de las correcciones y ayudaba con el diseño gráfico; alguna que otra vez redactaba reseñas y si el libro valía demasiado la pena -cosa no muy habitual- una crítica detallada, lo más profesional posible. Tardé meses en leer todos los libros prestados. El tiempo que demoré en la lectura y en la devolución también lo aproveché para despedir amigos -con la menor cantidad de explicaciones posibles (por suerte ellos eran pocos)- y para donar mis pertenencias. No necesitaba nada para mi nuevo hogar.
La decisión la tomé en marzo, poco antes de comenzada la época dura laboral, ya cerrados los libros veraniegos. Me fui en primavera. Todavía quedan en mi memoria los aromas intensos y algunos colores tan distintos al gris de la ciudad. Viajé con lo que llevaba puesto y un pequeño portafolios de mano, sin manija, al hombro, marrón, con necesidades. Nadie me esperaba. Sabía, por intuición, premonición prematura del cambio de aire, especie de juego vocacional (yo era un hombre escéptico hasta mi arribo al lugar, que fue casi tan mágico como cuando el hombre simuló su llegada a la Luna en un estudio de televisión), a dónde tenía que ir, una extraña certeza de tender un camino, de crear un mapa y una brújula, de trazar un horizonte.
No conozco el nombre del trabajo que me asignaron, tampoco me interesa saberlo ni creo que valga la pena ponerle uno. Lo explicaré con la intención de ser claro, aunque cueste, aunque falle. En el pequeño pueblo no entierran a los muertos sino que los creman en hornos gigantes. Cuando el cuerpo pierde su fragmento fundamental -cadáver pálido, parecido al mármol y rígido como la estatua- un grupo de personas se encarga de las exequias. Los afectos del difunto (no necesariamente los familiares, aunque siempre queda alguno) tejen una manta para arropar el cuerpo y en un jarrón pintado a mano especialmente, guardan las sucedáneas cenizas. Mi parte preferida de la ceremonia es la navegación por la ría hasta el lugar elegido para esparcir las cenizas. Me gusta mucho remar y ser parte de un ritual íntimo que dista tanto de la violencia de los velorios convencionales.
No es la costumbre llorar. Tampoco el apego enfermizo, neurótico y obsesivo hacia las personas, los objetos o los dioses. Es un pueblo muy creyente, las personas aman con la integridad de las amantes y gustan de los colores y de la estética, pero se niegan a perder el tiempo con cursilerías mundanas. Viven a su modo -vivimos, todavía me cuesta integrarme, por modestia o por temor, no lo sé exactamente, a su plural- y les gusta el estilo de vida que llevan.
En mis ratos libres, que son muchos, navego por la ría en una pequeña barca. Disfruto de remar al amanecer, de ver salir el sol y del intenso olor del barro. De los colores de la tarde, cuando el día se aleja. Y de la noche, con la inmensidad de un cielo desconocido, imponente, plagado de estrellas y una luna que me sonríe. Entonces abandono los remos, me recuesto cómodo entre las sogas y me dejo llevar.
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