Por Francisco J. Cantamutto
El resultado electoral no fue puro azar, sino corolario de una construcción política de más largo aliento. La afirmación como identidad política propia y la disputa hegemónica.
Con el diario del lunes, el resultado electoral del domingo tuvo elementos sorprendentes y otros previsibles, como ya dijimos. Queremos enfatizar aquí elementos para comprender el porqué del resultado.
La elección de Daniel Scioli como candidato del oficialismo no parece haber conquistado los corazones que se proponía ganar. La Cámpora, siguiendo su diagnóstico de 2011, entendió que podía condicionar al gobernador fortaleciendo sus propias posiciones; no acompañó en la campaña, ni siquiera apareció en el acto al cierre de los comicios. Randazzo y Aníbal Fernández tuvieron similares actitudes. En cambio, el Movimiento Evita, de origen pre-kirchnerista y mayor despliegue territorial, asumió la candidatura como un nuevo desafío en su construcción política. Scioli les prometió un ministerio de Economía Popular (del que ahora duda), y les dio lugar en la campaña (se los puede ver al pasar en algunos spots).
Pero no sólo no convenció a todos los propios, sino que tampoco convocó ajenos. La elección de Scioli como candidato kirchnerista suponía un sacrificio –que Horacio González llamó “desgarro”– para mostrar un dirigente menos proclive al conflicto, más “normal”. Esta decisión se basaba en lo que consideramos un diagnóstico errado: la derechización de la sociedad. Llamativamente, una de las reacciones más vistas ante los resultados fue acusar a una clase media más a la derecha que el candidato, aludiendo un supuesto ciclo recurrente de la historia argentina.
Entendemos que esta suposición está errada, y lo que está derechizado es el sistema político, expresado en las variantes de Macri, Massa y Scioli.
Esto no niega la existencia de algunos segmentos sociales con elevadas dosis de conservadurismo, lo que discute es que exista un corrimiento general en ese sentido. La sociedad argentina tiene demandas y reclamos, muchos de ellos generados por los propios límites del kirchnerismo. ¿Acaso el estancamiento de los salarios, la inflación sostenida y elevada, o la persistencia del trabajo informal y del formal precarizado no tienen que ver con “el proyecto”? ¿Acaso no es justo que las clases populares critiquen esto? Incluso con demandas ligadas a la justicia y la seguridad tienen perspectivas: ¿acaso los barrios populares no saben de la impunidad de la policía, y sus vínculos con el delito? Ni siquiera la demanda de cierta “normalidad” es necesariamente de la derecha.
El problema fue que el kirchnerismo dejó la interpretación de estos descontentos a la derecha, los desestimó dejándolos en manos ajenas. Ya lo habíamos dicho respecto de la marcha del 18F, se trata de un problema de construcción política sobre el magma de lo real: la mayoría de las demandas no tenían un perfil ideológico definido; esa tarea, la de interpretar esos descontentos, la hace el sistema político, que las traduce.
Cuando en 2008 “el campo” salió al choque, su gran incapacidad fue interpelar, ser capaz de hablarle, al resto de la sociedad: insistió hasta el final con “bajar las retenciones”. Pero el reclamo corporativo se rellenó con una operación amplia de relectura de la historia (apelar al Granero del Mundo, “sin campo no hay país”) y mostró que había una puerta de salida. Los discursos liberales y republicanos vinieron a ayudar a completar esa lectura, en una mixtura novedosa que ya no era la de la vieja derecha golpista.
Fue entonces cuando el gobierno comenzó a construir una identidad propia nacional-popular, y a dar inicio a lo que llamó una batalla cultural, que incluyó una fuerte inversión en producción cultural (nuevos canales, espacios culturales, museos, etc.) y aliento al debate intelectual (Carta Abierta). Fue el período de mayor vitalidad progresista del kirchnerismo: Ley de medios, de matrimonio igualitario, etc. En ese momento, el kirchnerismo mutó de una red de alianzas a algo nuevo: comenzó a forjar una identidad política propia, nueva, que se distinga por sí misma.
El kirchnerismo apareció ya no como un acuerdo de organizaciones, sino como algo distinto. Para lograr esto, comenzó la enumeración consecutiva de logros, una mística (a la que contribuyó el temprano fallecimiento de Néstor Kirchner), la creación de un otro (básicamente, Clarín) y, claro, una organización que le dé cuerpo (La Cámpora como columna vertebral, Unidos y Organizados como sistema circulatorio). La auto-afirmación de la particularidad tuvo un broche de oro en 2011, cuando Cristina ganó con el 54%: la comprobación fáctica de ser mayoría.
Pero ahí emergió el riesgo no visualizado de la estrategia de construcción: ser la primera minoría no garantiza que otra coalición de minorías no puedan superarla. Apareció el LTA, “armen su propio partido”: el final de la intención de incluir, incorporar. Y como los tiempos de la política tienen su lógica, esto se dio en el mismo momento en que el régimen de acumulación empezó a mostrar su agotamiento (que no fue ni es crisis). Un proyecto económico que dejó de incluir junto al discurso para los propios, dejó espacio para que el descontento fuera canalizado por otros. Y esos otros que fueron a disputar el sentido común son la derecha, una derecha nueva, light, pero igual de peligrosa que la vieja golpista.
Este escenario, como se ve, tiene un aliento mucho más largo que la campaña reciente. El kirchnerismo dejó de hablar a los demás, buscando autoafirmarse, y no cambió antes de las elecciones. Por eso, con el resultado del domingo, salieron a buscar los problemas en otro lado: la izquierda que no entendió por qué Scioli debía representar sus esperanzas, una supuesta clase media gorila, los medios de Clarín, etc. No había problemas constitutivos, sólo cuentas pendientes. Y ahora que los propios se garantizaron, el kirchnerismo debe mutar para ganar. Scioli no construye bajo la lógica antagónica, porque no lo necesita. Ya tiene en el bolsillo los sapos que va a repartir.
El kirchnerismo no fue ni es el programa de las clases populares, sino el del capital políticamente más avispado, que supo conceder para sostenerse. Condicionados como están los candidatos, ambos ya garantizaron lo que el capital de conjunto reclamaba: tomar deuda, abrir a las inversiones, contención salarial como vía de reducción de la inflación, ajuste devaluatorio. El capital ya dejó claro que cualquiera de ambos le viene bien. Desde este punto de vista, el capital consolidó su hegemonía: todo el marco del debate se mueve dentro de los márgenes que desea, cree y entiende. La única distinción válida no es de programa ni de perfil de los candidatos, sino de las fuerzas sociales detrás: dentro del kirchnerismo, persisten organizaciones populares –además de sectores progresistas– que tomaron cierto impulso en estos años; el macrismo no tiene eso.