Por Diana Broggi. “En el nombre de Tinelli, Rial y el Gran Hermano” (entre muchos otros) se inscribe toda una modalidad televisiva que hace varios años se ha instalado en la pantalla argenta y del resto del mundo, atesorando una continuidad alarmante para un dispositivo cultural dirigido a producir una subjetividad de masas funcional a las estructuras vigentes.
Hoy los realitys han reemplazado la letanía católica “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” por una nueva Sagrada Trinidad compuesta por Rial, Tinelli y el Gran Hermano, proponiéndose como esquemas cuasi religiosos de la TV chatarra-hegemónica. Sin dudas, como toda maquinaria de producción simbólica y de valores fundada por las vías de la dominación, esto merece un análisis e indagación crítica para no caer en las licencias de una intelectualidad que niega una realidad absurda pero masiva, burda, grosera, inculta pero consumida en el cotidiano, porque sería desatinado negar que los realitys hacen parte de la solidez del paradigma mediático de nuestra época, amén de ser productos altamente rentables económicamente.
En la hiperrealidad creada en los realitys, la vida privada se vuelve una mercancía más y los hechos contundentes son trivialidades absolutas con estatus de acontecimiento.
El recurso al juego como ordenador y encuadre del armado del reality aporta los condimentos necesarios para la perpetuación y puesta en escena de aquellos valores y prácticas que, como el padre nuestro capitalista, aparecen naturalizados o muchas veces como condición o recurso subjetivo para atravesar y sobrevivir esta siniestra dinámica lúdica: competencia, especulación, manipulación, engaño, envidia… son parte del entramado simbólico que circula en la pantalla diariamente, transmitiendo sin cesar los pormenores de conflictos entre hombres y mujeres mediatizados al máximo, como marionetas bajo un telón artificial donde otro, que hace las veces de la sociedad entera, los juzga y decide sobre sus vidas por teléfono o mensajes de texto.
La mirada, en este esquema de homogenización cultural, no es un detalle menor si pensamos que una de la características de la época mediática y virtual es una constante apelación al voyeurismo, que roza lo patológico en una sociedad cada vez más quebrada de manera emblemática. Actualmente, el mirar sin ser visto, la posibilidad de entrar por la ventana de la vida de otros (ya sea por internet o por TV) sin necesidad de interactuar, se ha vuelto una práctica constante que hace parte de la cotidianeidad de muchas personas.
Política de masas
La identificación es un mecanismo puramente humano y una pieza clave del reality es el hecho de que sus protagonistas son publicitados como hombres y mujeres comunes, con lo que queda plasmada la sensación de que quien está ahí podría ser tu hermano o tu vecina porque simplemente se hizo un casting y ahí esta: la que quería cumplir su sueño de bailar en Tinelli, cantar como Britney o ser actriz/actor de cine y televisión. Sin embargo, los protagonistas del reality están lejos de representar a las mayorías, ya que más bien se trata de hombres y mujeres elegidos por cumplir con los estereotipos culturales que propone esta cultura de masas: perfectos modelos/moldes humanos que encarnan la materialidad de toda la normativa estética construida desde patrones de belleza artificial: cuerpos moldeados al calor del bisturí y la silicona, cuerpos que valen por el dinero invertido para ser y tener las formas que demanda el sistema.
Por otro lado el sueño de una persona aparece celebrado y compartido, como identidad común de los competidores en cuestión, mientras que se intenta representar el proyecto de vida de un/una joven en correspondencia con aquel ideal popular donde el ser famoso es algo así como ser feliz y tener la vida resuelta. La acción de masas está en construir este aparato ideológico a partir del cual dos dimensiones fundamentales en la lógica capitalista estarían satisfechas: bienestar económico y reconocimiento social.
Como contrapunto a esta fórmula de felicidad, y sin ir más lejos, podemos pensar en la perplejidad que se intenta construir en los últimos días a partir de la muerte de Jazmín De Gracia, la joven modelo de 27 años cuyo recorrido mediático comenzó, precisamente, en un reality. El morbo indiscutible con el cual este hecho se transforma en noticia apunta a multiplicar la pena por un sueño mas que ha quedado en el camino: la fatalidad de una muchacha rubia, de ojos celestes, modelo descendiente de un reality, que tenía aún mucho camino por recorrer en estas sendas de éxito y fama.
Sin duda esto es así, Jazmín tenía muchos años por delante y el fallecimiento de alguien joven genera un impacto por contradicción natural, pero ¿quién se lamenta y transmite la misma perplejidad ante las miles de jóvenes que mueren a esa misma edad, o incluso mucho antes, víctimas de la trata, el feminicidio, la violencia familiar o los abortos clandestinos? Rotundamente en esta lógica, pertenecer a la farándula y el medio televisivo encumbra curiosamente la vida y la muerte de una persona.
¿Quién sos en el juego?
Otra perspectiva del juego tiene que ver con el “tener cámara”, un fenómeno subjetivo que lleva a la exacerbación de todas las conductas y rasgos de la personalidad con el solo de fin de ser visto como un personaje particular, especial, que se oferta como producto y eventualmente logra destacarse individualmente del resto de sus competidores.
Sin embargo este juego individual está condicionado por los límites normativos expresados en las “reglas del reality”. Es interesante observar como en este punto también hay un anclaje directo con la forma de concebir la realidad social, ya que quien no acata las normas será expulsado sin discusión alguna. Tal como anunciaba un patético conductor “la sociedad tiene reglas y hay que cumplirlas, acá también, y al que no le gusta…”. Al que no le gusta que ni se le ocurra pretender cambiarlas o quejarse porque: “si ustedes mañana en una cuestión sindical piensan que sin ustedes el reality no existe, están equivocados porque todos tienen suplencia, todos tienen reemplazo, hay cientos afuera que quieren entrar…”. Estremecedor pero real.
Después de todo lo anterior ninguna duda en cuanto a la fidelidad estricta de los realitys a las lógicas sistémicas y en lo que hace a su rol de admirables modelos perpetuadores de una construcción ideológica sobre la vida que se apoya, entre otros cimientos, en la cosificación, denigración y humillación humanas. Así, basados en los más literales valores capitalistas en los que el aparato aplasta al sujeto y lo aliena, al masificar su estrategia proponen que la realidad y la vida no valen nada ya que sólo se trata de un show que siempre debe continuar.