Seguimos añorando multitudes y la cabeza viaja a través del tiempo. Es 1960 y el cronista recuerda aquella hazaña del equipo de su abuelo. En un torneo entre agrupaciones, los descalzos se la vieron con los más ricos.
Por Néstor E. Pérez (desde Montevideo) / Foto: Gustavo Pantano
Siempre me he preguntado al verlos volar, con el público cubriendo las gradas: ¿Dónde tienen sus nidos los teros de los estadios? Pero hoy, mientras realizo tareas de mantenimiento en los desagües pluviales del estadio, se me ocurre pensar que, en tal desolación, pueden anidar hasta en el círculo central.
Nuestro estadio está enclavado en la ciudad de San José de Mayo, en Uruguay, y lleva el nombre de Casto Martínez Laguarda. Honor concedido a quien fuera el encargado de hacer los contactos para llevar la selección uruguaya a los juegos olímpicos de 1924 en París, donde los uruguayos luego de consagrarse campeones dieron la primera vuelta olímpica, incorporando al fútbol una nueva modalidad.
Ante el silencio reinante, no puedo impedir embriagarme de recuerdos, y acude a mi mente una anécdota que escuché de mis mayores.
Fue por 1960, y se jugaba en el estadio el campeonato comercial. Lo jugaban distintas agrupaciones: Bancarios, Tenderos, Mecánicos, etc. Los Horneros, entraron, se puede decir, que de casualidad. Esas ideas que duran, lo que dura una verbena de boliche. El artífice fue mi abuelo, que los anotó sin consultar a nadie, y luego les dio la noticia. ¡Ya no había marcha atrás!
Hasta el estadio llegaron aquellos zaparrastrosos, caminando, o montados en los matungos de los pisaderos. La bicicleta era artículo de lujo.
Como no tenían forma de conseguir camisetas, convinieron en usar las camisillas de tiradores y los pantalones negros cortos, que se usaban tanto de calzoncillos, o como prenda de trabajo en las temibles cortadas de adobe en pleno enero, alguno consiguió zapatos prestados y los más, jugaron descalzos.
De entrada se complicó su participación, alguien dijo que no podían jugar en esa figura, que iba a terminar en problema. Y fue la primera intervención de mi abuelo, a quien habían designado como técnico:
–¿Qué te pasa a vos, me anotaste o no me anotaste?
–Sí, Pérez, están anotados, por mí no hay problema –dijo medio asustado el que estaba con la planilla.
–Y bueno, ¿qué estamos esperando, o tienen miedo? –expresó el abuelo, mirando al técnico del otro cuadro.
Y así comenzaron el primer partido Los Horneros. La primera mitad transcurrió sin grandes sobresaltos para los dos arcos. Mientras esperaban el inicio del segundo tiempo, mi abuelo trato de encaminarlos:
–Bueno, muchachos, creo que les podemos ganar, tranquen fuerte, pero no den patadas porque nos echan del campeonato.
Terminaron ganando el partido con un ajustado uno a cero a Los Molineros. Pero lo más importante fue que vieron que tenían chance de ganar.
A las vísperas del segundo partido se reunieron en la quema del horno del Cholo Barragán, que jugaba en el medio campo. Uno llevó unas achuras para asar en la boca del horno, y rascando los bolsillos compraron una damajuana de vino. El equipo iba mejorando, se habían conseguido otros pares de zapatos.
Llegó la hora del partido. Esta vez Los Horneros contaban con una numerosa hinchada. Jugaban contra los trabajadores del Abasto y les ganaron con un cómodo cuatro a cero.
Jugaban todos contra todos sin eliminación, ganaba el que hiciera más puntos. Llegaron invictos al último partido y les tocaba jugar contra Los Bancarios, que también habían ganado todos los partidos. En esta oportunidad se reunieron en casa de mi abuelo donde el menú fue una manta de carpincho y, como habían vendido ladrillo, también le salieron al vino, hasta que mi abuelo les dijo:
–Vamos a aflojarle, si no, mañana no levantan las patas, ¿o quieren perder con esos copetudos? –Aunque más de uno había calentado “el pico”, no se hicieron repetir la orden.
A estadio lleno, llegó la hora del partido. Los horneros habían conseguido camisetas y zapatos con otros muchachos del barrio que jugaban en el cuadro del Abasto.
El cuadro de Los bancarios era el favorito y el de mayor hinchada, pero tenían claro que nos les iba a resultar fácil.
Promediando el primer tiempo, el delantero de Los Bancarios en una jugada en el área metió un gol con la mano. El juez validó el gol marcando el centro de la cancha. Los Horneros lo rodearon reclamando la falta, y tuvo que entrar mi abuelo a calmar los ánimos. Con ese resultado terminaron el primer tiempo.
Esta vez la arenga fue más enérgica:
–Bueno muchachos, en fija se van a meter atrás y van a dar patadas de lo lindo, no podemos esperar que nos den un penal, así que echen para adelante, metan codo y empujen. Si ellos entran en ese juego le podemos ganar.
Demás está decir que el en segundo tiempo hubo varios encontronazos, y llegó el empate. Lo que aconteció después fue algo que quedó grabado en la historia de ese campeonato. Los Horneros dejaron de lado el juego rudo que les había dado el empate y, jugando un impecable futbol, terminaron ganando tres a uno.
Luego vino algo parecido a lo que sucedió en Maracaná cuando no le entregaban la copa a Obdulio Varela, y él, con su habitual gallardía expresó: –Bueno, ¿qué piensa hacer, me va a dar la cosa?
Mi abuelo fue menos educado que Obdulio. Y, viendo que el encargado de entregar la copa no se decidía, le pegó una soberana trompada, y Los Horneros dieron su vuelta olímpica con la copa en alto.
Los Horneros no volvieron a participar en el campeonato, y a mi abuelo le prohibieron la entrada al estadio por un año.
El Negro Marzoa, puntero derecho de los Horneros, alcanzó a practicar en un cuadro de primera división en Montevideo. Pero eso… eso es otra historia.