Por Gonzalo Reartes/ Ilustración por Cabro
En mi casita llena de libros me encierro con Josefina un sábado a la noche. Ella no se toma nada en serio. Con una tarjeta arma líneas finas, entonces cierra los ojos e inclina su cabeza hasta mi mesa y el pelo le cubre el rostro mientras se quema su alma e intenta que la calma vuelva a su cuerpo. Me recuesto en el sillón y apoyo los labios sobre un vaso de vino. Echo la cabeza hacia atrás y apago la mirada mientras pienso que cuando estoy con ella, todos los días son sábados a la noche.
Permanecemos así, quietos y en silencio, mientras la brisa de la noche hace que las cortinas de la ventana bailen en armonía. Josefina, drogadicta, comprando gramos y gramos de medicina para el corazón. Le duele la cabeza, le tiemblan las manos, sus pupilas titilan. Se lamenta por la vida que le tocó mientras yo trato inútilmente de consolarla. Adicción – aflicción. Esperando algo, esperando lo que sea. Un lapso de placer químico, fugaz; la mente que logra callarse por un rato. Partes del alma que se van perdiendo y son dejadas atrás.
Yo la miro y me encojo de hombros, como quien se resigna ante la belleza. Me siento a admirarla. Su piel morena, su pelo negro, oscuro, sus dedos largos y fríos. Su boca entreabierta, de labios gruesos y pintados de un rojo que brilla en la oscuridad. La contemplo y recuerdo que la belleza de todas las cosas reside en su carácter fugaz. En su rostro (ahora de paz) se funden el dolor y el amor.
El calor flota en la atmósfera y yo intento aferrarme a esta mujercita, a sus besos cálidos, a sus labios y sus manos que me llaman y rechazan al mismo tiempo. Salimos a caminar por la madrugada calurosa porque cuando no se sabe cuándo parar no se puede permanecer encerrado en un lugar, ya que las paredes comienzan a acercarse y el aire a hacerse escaso. Entonces la calle se vuelve refugio y necesidad, y se camina buscando miradas cómplices y gestos que te vayan guiando hasta donde se encuentra el tesoro escondido de los que no pueden dormir.
Camino junto a ella, que se mueve con algo de torpeza; está cansada, necesita dormir aunque no quiera. Cada tanto me lanza una mirada cómplice y amorosa, pero no me habla. La miro y no puedo evitar sentir tristeza por ella cuando me toma por el brazo y apoya su cabeza sobre mi hombro. Se aferra a mí con ambos brazos, con la mirada hacia abajo. De pronto siento un golpe de soledad y recuerdo los amores que pasaron, las manos que tomé mientras caminaba, los cuerpos que se juntaban y todo eso que fue y que ya nunca más volverá a ser.
Quisiera tomarla de la cintura, sacudirla, despertarla y besarle la boca torcida. Pero no quiero causarle rechazo así que me limito a ayudarla a caminar. Pobre Josefina. Sola en el tiempo, víctima de los embates de este mundo cruel, abandonada, humillada, empujada a la droga para poder sobrevivir. Despierta en las noches, bañada en transpiración, sobresaltada. Busca mi cuerpo a tientas en lo oscuro, balbucea algo inentendible y se vuelve a dormir. En esos días, una caricia bastaba para salvarla.
Pero ahora caminamos cabizbajos, lúgubres, por la madrugada calurosa y sin luna. Ya su sonrisa había desaparecido. Seguía luciendo su ropa apretada que acentuaba su busto y sus caderas, al igual que seguía con su trabajo de mala muerte que apenas le permitía vivir y comprar cremas, pastillas y cactus. Los hombres la acechaban y le ofrecían amor a montones. Pero ella hablaba del dolor, de los papeles y de su padre ausente. Cruel destino, cruel.
Tarde o temprano me enteraré de sus nuevos amores o de su muerte, que no será en mis brazos. ¿Por qué hemos llegado a estos gritos y a esta violencia? Tesoro encontrado. Soledad y quietud. La recuerdo cuando aún era una niña inocente, cuando soñábamos en voz alta. Ahora ya es tarde. Demasiado tarde.
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