Por Ricardo Frascara.
La estrella más grande del fútbol de Holanda e integrante de la magna galaxia de las luminarias mundiales dejó una huella imborrable en la mirada de quienes vimos sus evoluciones en un campo de fútbol. Pieza fundamental de La Naranja Mecánica, el seleccionado holandés de los 70, Cruyff partió, pero no nos deja. Flaco, desgarbado, con la pelota a la vista se transformaba y adquiría brillo y elegancia.
Si en la década de los 60 el mundo fue conmovido hasta su raíz por The Beatles, el dueño de los 70 fue sin duda el holandés Johan Cruyff. Así lo recuerdo yo, acaso desde mi corazón futbolero. Los de Liverpool no dejaron estadio sin reventar, y el flaquito, rey del famoso Ajax de Amsterdam desde su aparición, fue el Gran Maestro de la pelotita en cualquier terreno del mundo.
En 1971 se había estrenado una película vanguardista que asombró a la platea internacional, La naranja mecánica, título que de ser famoso saltó a un rango universal cuando el seleccionado de fútbol holandés, cuyos hilos mágicos movía Cruyff, irrumpió sobre el verde como un rayo de luz naranja. La asociación entre el cine y el fútbol quedó consumada. Y el seleccionado naranja, casi sin antecedentes en el fútbol internacional, inventó otro juego. Porque Holanda fue el resultado de un alquimia inesperada. Allí apareció, junto a los Naranja, “el fútbol total”, según lo marcó el periodismo de la época. ¿Y qué era eso? La descentralización del juego; la habilidad desparramada de esquina a esquina; un doble eje funcional de ataque que arrasaba por todo el frente… Y Cruyff. Cruyff volando, llevaba la pelota junto a sus pies y la batuta en su mano. No se supo nunca si fue un ángel que bajó a la tierra o el diablo, que ascendió a ella.
Yo le encontré a Cruyff un parentesco –modernizado, es claro– con Alfredo Di Stéfano. La Saeta Rubia era un centro delantero atrasado que actuaba en un amplio cuadrado entre la mitad de la cancha y el área rival, con una llegada repentina y demoledora. El Diablo Naranja, desde el mismo lugar en el ataque, se multiplicó a lo ancho de todo el frente y retrocedió lo necesario como para confundir al rival. No me pude dar cuenta de si Cruyff era más peligroso anunciándose como delantero o cuando solapadamente hacía avanzar al equipo, compacto como no se usaba entonces, y él manejaba los hilos, o sea los pases milimétricos, con destino al compañero mejor ubicado o más libre. Hábil e intuitivo, veloz, firme en sus fibrosas piernas, uno no sabía si quedarse con sus pies o con su cerebro. Era la estrella necesaria para guiar al team naranja, pero contaba con hombres hábiles y eficaces como Teo de Jong o Wim Rijsbergen o Rob Rensenbrink que tomaban la pelota y le daban a Johan el segundo para pensar. Holanda echaba chispas y Cruyff, Balón de Oro en 1971-73-74, ocupaba las primeras planas de la prensa mundial. Entonces el Ajax no lo pudo aguantar más en sus filas. En 1973 firmó con Barcelona por un sueldo mensual de 12.000 dólares, algo de otro mundo entonces… y es que él era de otro mundo, señoras y señores.
Hasta que al año siguiente de su pase, llegó el mundial de 1974 en Alemania. La Naranja Mecánica fue favorito en todo el mundo, sin duda. El fútbol europeo iba a ver a la estrella máxima en un Mundial. Llegó no más a la final Holanda, le hicieron un penal a Cruyff cuando estaba por culminar una jugada en la que hubo 16 toques previos, y Holanda pasó al frente. Pero los alemanes dieron vuelta el resultado y ganaron. Fueron los “malos”. Todo el mundo igualmente habló de los dibujos que había desarrollado Holanda en la cancha. Johan Cruyff fue consagrado el mejor jugador del campeonato. Y lo fue.
Es muy difícil retratar o explicar una vivencia. Pero uno veía a Cruyff en acción y sabía que eso era el fútbol. Lo que hacía ese hombre, no sólo individualmente –que lo hacía–, sino moviendo ese equipo; era fútbol, como lo imaginábamos, como lo habíamos soñado. Se lo comparó, obviamente, con Pelé, y más tarde se lo recordó a través de Maradona. Pero aunque los dos sudamericanos sabemos bien qué puntos calzaban y fueron también pesos pesados en cada equipo que jugaron, el hombre naranja era un estratega, un orfebre, quizá era como un iceberg: su parte más grande quedaba oculta.
Y eso precisamente fue lo que lo destacó entre sus congéneres de los 70. Y fue lo que transmitió al Barcelona cuando vistió sus colores y más tarde como técnico de los catalanes. De su juego y de sus palabras mamó Pep Guardiola, un discípulo que no necesitaba que le enseñaran para aprender. El árbol que plantó Cruyff y crió Pep, sigue dando sus frutos y revalidando lo que los futboleros sabemos: Esto es fútbol.