Por Fernando Munguía Galeana*
A poco más de una semana de las elecciones federales en las cuales resultó electo el candidato de la alianza Juntos haremos historia, Andrés Manuel López Obrador, han surgido diversas voces críticas; algunas que reconocen, con cautela, la trascendencia del acontecimiento por cuanto a la transición democrática beneficia y, otras, que reiteran la continuidad de los mecanismos de explotación y dominación en medio de una aparente victoria institucional.
En este segundo espectro se ubicaría el comunicado del EZLN, firmado por el Subcomandante Insurgente Moisés y el Subcomandante Insurgente Galeano que apareció en días pasados. Tanto la victoria electoral de AMLO como la presencia activa del EZ, constituyen expresiones sustantivas de la constelación histórica y actual de las izquierdas mexicanas y del proceso de acumulación de experiencia y politización de los sectores populares que ahora, ante la apertura de un ciclo inédito, podrían ser fundamentales en la construcción de una sociedad y estatalidad democrática.
En efecto, la historia reciente de las izquierdas mexicanas está poblada de desencuentros, enfrentamientos y rupturas. Si bien esa tensión se puede ubicar en diversos pasajes de su trayectoria, desde las primeras expresiones del socialismo romántico y las formas del asociacionismo de artesanos y trabajadores urbanos, pasando por las comunidades campesinas e indias, de todo el territorio, que tomaron parte de la revolución social de 1910 y, después, en el proceso de constitución del Estado posrevolucionario, las diferencias no siempre se plantearon como alternativas incompatibles y, quizá, nunca estuvieron frente a una coyuntura tan crítica como la actual.
En el arco temporal que va del cardenismo a finales de la década de 1970, las experiencias de las izquierdas fueron proyectadas desde múltiples matrices ideológicas y sus prácticas y formas organizativas cubrieron un amplio repertorio de acciones que configuraron una cultura política en la que la izquierda se fundió con lo popular y que resultó fundamental para identificar, denunciar y luchar contra los mecanismos de dominación y represión así como los límites del reformismo hegemónico instalado en el aparato de Estado. Antes y después del movimiento estudiantil y popular de 1968, las izquierdas organizadas en movimientos, partidos, sindicatos, colectivos, células guerrilleras fueron capaces de dar impulso y materializar diversas demandas de los sectores subalternos y, en escalas disímiles, plantear desafíos radicales al sistema político mexicano, anclado en el autoritarismo presidencialista y el corporativismo como formas de dominación y de desactivación del conflicto.
Empero, en el abigarrado espectro del nacionalismo revolucionario que pervivió y permeó, no sólo a las instituciones del Estado sino en diversos grupos de la izquierda social, el contenido de aquellas disputas se tradujo también en una pléyade de proyectos de democratización, un faro vigente desde entonces, si bien con épocas menos luminosas que otras. En 1988, un sexenio después de que la élite tecnocrática impusiera el programa excluyente del neoliberalismo autoritario, desde la Secretaría de Programación y Presupuesto, entonces dirigida por Carlos Salinas de Gortari, y desde la Presidencia de Miguel de la Madrid, la escisión nacionalista del PRI encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas fue capaz de articular en torno suyo a diversos actores políticos que se coaligaron en el Frente Democrático Nacional y, desde las calles y plazas públicas, infringieron la primera derrota al partido-Estado que abrió el horizonte de la democratización. En el curso de los meses y años siguientes, el FND dejó su lugar al PRD y éste, enquistado en el recién inaugurado sistema democrático (el IFE, ahora INE, se funda en 1990), entró en una espiral de vicios burocráticos y escisiones tribales internas que terminaron por vaciarlo de contenido popular presente en su fundación y acercarlo a la derecha partidista, al mismo PRI y, en las elecciones recientes, al PAN.
De aquéllas formas de lucha, variadas y complejas en sus aberturas, fisuras y articulaciones, se desprende también la insurgencia del neozapatismo en 1994, que combinó de manera inédita la experiencia histórica de las comunidades indias rebeldes del sureste con elementos organizativos y programáticos de ciertas expresiones ideológicas del comunismo y del socialismo del los sesentas y setentas pero articuladas con prácticas y expresiones organizativas que, en el turbio mar del neoliberalismo salvaje, fueron también una matriz de politización para las generaciones jóvenes de fin de siglo que estarían presentes en diversas luchas de los siguientes años, como la huelga estudiantil de la UNAM y las movilizaciones populares de la APPO y Atenco, entre otras.
Una de las escisiones más profundas de las izquierdas actuales, entonces, tiene su origen en la relación conflictiva entre el PRD y el EZLN desde su emergencia armada, durante el proceso de conformación de los Acuerdos de San Andrés y, unos años después, cuando miembros de la Comandancia General del EZ recorrieron el país en la Marcha del Color de la Tierra (2001) para llegar a la tribuna de San Lázaro, el palacio legislativo, y demandar el reconocimiento constitucional de sus derechos como comunidades autónomas.
En el contexto de la “alternancia”, siendo gobierno en la capital del país y con una fuerza y legitimidad todavía importante en el campo político, el PRD se plegó al PRI y al PAN para aprobar una ley que desconocía los Acuerdos de San Andrés. A partir de entonces, el EZ rompió todo diálogo con el gobierno, con las instituciones políticas y, en particular, con el PRD y toda la izquierda partidista. El camino que siguieron desde entonces fue el de la organización autonómica, “abajo y a la izquierda”, con los Caracoles (2003), la Otra campaña (2006) y la construcción de puentes con los pueblos indios a través del Congreso Nacional Indígena (CNI) y el Concejo Indígena de Gobierno (CIG), que postuló en estas elecciones a María de Jesús Patricio, indígena nahua, como candidata independiente, sin alcanzar las firmas requeridas para participar formalmente en la contienda.
Así, doce años después de su emergencia armada, en el contexto de las elecciones federales de 2006, el EZ lanzó La Otra como un nuevo paso en su trayectoria de radicalización y lucha anti sistémica. En el camino, habían planteado ya su oposición frente al Estado y los partidos políticos y convocado a organizarse y luchar colectivamente desde abajo. La polémica generada entonces respecto de la primera campaña de AMLO a la presidencia y la oposición puntual que el EZ tuvo respecto de ella, generó repercusiones de hondo calado entre diversos sectores que, respaldando y participando de las iniciativas zapatistas, consideraban que López Obrador podría representar un giro a la izquierda, similar al que se estaba viviendo en diversos países latinoamericanos. Sin embargo, el Proyecto de Nación que entonces formuló la coalición Por el bien de todos (PRD, PT y Convergencia), que postuló a AMLO, tenía una orientación nacionalista y transclasista que, sin proponer rupturas de fondo con el sistema dominante, sí enfatizaba la necesidad de refundar las instituciones públicas para separarlas del control de la que denominó como “la mafia en el poder”. A partir del fraude de aquel año y la posterior ruptura del López Obrador con el PRD, surgió el Movimiento Nacional de Regeneración (Morena), plataforma activa desde entonces y en torno a la cual también confluyen diversos colectivos y organizaciones simpatizantes y militantes.
Por su parte, desde el memorial de agravios, despojo y desposesión contra los pueblos indios y las comunidades excluidas y oprimidas, la trayectoria y práctica autonómica del EZ es, sin duda, la expresión radical y con más base organizativa del antineoliberalismo en México y un referente global. Empero, como decía antes, las formas abigarradas en las que la politicidad popular se expresa no siempre están guiadas por la concepción de aquella “imposible geometría política en el México de arriba”, que describieron los propios zapatistas en 2005 y en la que ya veían en AMLO el germen del autoritarismo.
Y es que, sin querer incurrir en la supuesta neutralidad numérica de los cómputos postelectorales, se puede pensar que de las 30, 113, 483 de personas que votaron por AMLO en la elección presidencial -lo que lo convierte en el candidato más votado-, no se trata solo de personas manipuladas o “ilusas”. Las habrá también críticas, militantes, activistas, trabajadoras y trabajadores, estudiantes, adultos mayores, defensores de derechos, comuneros; es decir, habrá, sobre todo, gente “sencilla y digna”, la misma a la que se dirige el EZ en sus comunicados que, aún con todas las reservas que generan varias adhesiones al proyecto de AMLO, hayan votado por él porque asumen (saben y sienten) que no hay otra opción capaz de iniciar con un cambio de rumbo frente a la “hecatombe neoliberal”, a la violencia sistémica y la exclusión generalizada.
Entre la formalidad institucional y la autogestión cotidiana, sin ser las únicas formas de izquierda, pero quizá sí las que cubren un mayor campo de prácticas y organizaciones, son también matrices desde las cuales continúan generándose diversos proyectos. Si bien la distancia entre ellas es patente y, quizá, productiva desde la lógica de sus principios y objetivos, lo cierto es que expresa la larga y profunda crisis del proyecto de la izquierda en México y, en todo caso, pone de manifiesto la necesidad de seguir creando e imaginando espacios y formas organizativas comunes y plurales de lucha y transformación, es decir, de seguir disputando el balón.
*Sociólogo. Profesor en el Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM