Por Simon Klemperer. El cronista recorre en esta ocasión el largo camino a través del cual el fútbol, a semejanza de la sociedad de la que forma parte, se fue desdibujando hasta convertirse, primero en una mercancía y después en la nada misma.
El fútbol
Claro está que no todo tiempo pasado fue mejor, pero a veces lo parece. Lo que alguna vez fue un juego pasó a ser otra cosa, repleta de seriedades, con tarjetas amarillas por sacarse la camiseta, por festejar, por decir malas palabras, que les pegan a las buenas. De lo lúdico, protagonizado por atorrantes de barrio, al negocio, gestionado por ejecutivos encorbatados. De la incierta búsqueda del gol a la certera búsqueda del lucro.
Los mundiales de fútbol son un buen barómetro para medir los cambios históricos. Lo que sucede dentro de la cancha es, siempre, representación de lo que sucede afuera. Cada Mundial expresa su época. Algunos creemos que el Mundial de Italia 90 fue el último Mundial.
A finales de los años 80, con la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS, comenzaron a cambiar las formas de creer, comenzaban a mutar bruscamente las representaciones. El mundo polarizado le daba sentido a la existencia, haciendo fuerza detrás de dos ideologías bien definidas e irrefutables. O estabas de un lado o estabas del otro. La dicotomía socialismo/capitalismo mutó en un sin fin de posibilidades. Nació esa cosa llamada “multiplicidad de subjetividades”. Mutaron las formas de creer, se alteraron las formas de identificarse, se difuminaron los referentes.
El fútbol -no podía ser menos- se fue desdibujando de la misma forma que ese antiguo orden mundial, integrándose de forma exitosa, al igual que las ideologías, al repertorio de mercancías de la sociedad del espectáculo.
La mercancía
La mundialización, en vez de generar diversidad, homogeneiza la vida. El mercado tatúa en el fútbol el mapa centro-periferia, y los clubes europeos comienzan a llevarse de América y África mano de obra barata. Las selecciones nacionales comienzan a tener cada vez menos jugadores radicados en el país, disminuyendo así la identificación entre estos y el lugar de origen, y sobre todo, disminuyendo la correspondencia entre los jugadores y el estilo de juego nacional. Se desterritorializa la vida futbolera, los jugadores se van, los que se quedan se quieren ir, y los partidos comienzan a jugarse a pleno sol criminal para que los japonenses, llenos de guita, los puedan ver. Se desdibuja el mapa y se funden los colores en un crisol amorfo y espectacular.
Una vez adentro del nuevo orden mundial post-guerra fría, y extinta la tensión bipolar, llega el Mundial de Estados Unidos 94. Inimaginable una mejor sede para darle la bienvenida a la nueva época. Asumiendo todas las miserias del socialismo real, había algo en ese equipo de la URSS, por nombrar el más paradigmático, en esa inolvidable sigla CCCP, blanca sobre rojo, que movilizaba el espíritu. La cortina de hierro hacía de Dasayev, Zavarov, Protasov y Mykhaylychenko, paladines de la justicia. Hoy, cualquier ucraniano nos da lo mismo. Hoy nadie gana y nadie pierde. Hasta el 90 las victorias africanas eran sublevaciones, hoy los africanos juegan en la Premier League y tienen más plata que todos nosotros lectores juntos. La identificación entre las personas comunes y corrientes y los jugadores se había modificado. En el mundo polar había buenos y malos, en el mundo único nace el jugador como estrella, como show-man. Nace el espectáculo y se adueña de cada rincón de la vida. Hoy en día Mel Gibson puede perseguir rusos, chinos, mexicanos o afganos, y no cambia nada. La ficción ideológica perdió calidad.
Desde que las pelotas dejaron de ser Adidas para ser Nike, el capitalismo ya no es lo mismo. En la sociedad líquida, de placeres infinitos, pasajeros e inmediatos, Axe nos da minas y Audi nos hace volar. Los ex sociólogos de izquierda son publicistas de Renault y nos advierten del “miedo a libertad”, parafraseando a Erich Fromm. No sé si cambió demasiado la cosa, pero la evidencia da vergüenza. Antes padecíamos el erotismo de la mentira, hoy soportamos la pornografía de la verdad. Pero cambiar, no cambia nada. Los socialistas de centro derecha de siempre exigimos un capitalismo ordenado que nos explote sinceramente, sin cinismo, y de paso, que vuelvan Maradona, Baggio, Hagi, Stoichkov, Gullit, Futre, Laudrup y se dejen de tanto Messi, Cristiano, Robben y Zlatan, que no paran de correr.
La nada
Podríamos decir también que Italia 90 fue el último Mundial mundial. Los subsiguientes fueron mundiales globales. El mundo mundial es una cosa y el mundo global es otra. Miles y millones de letras globalizadoras o antiglobalizadoras aparecieron a finales de los noventas. Unas vanagloriaban el empequeñecimiento del mundo consecuencia del avance de los medios de comunicación, la vida global en tiempo real, y esas cosas irreales. Otras advertían que la mundialización siempre existió. Agregaban que la parafernalia de la globalización no era más que una de las caras de la eterna defensa de la modernidad, anclada en el consumo y la publicidad, armando la ilusión valorativa de progreso y evolución. Se confundían las herramientas de la era de la información con sus productos culturales. Se confundía el cómo con el para qué. Hoy estamos todos, todo el tiempo, en todos lados, pero no sabemos para qué estamos donde estamos. Los optimistas creen que se debilitan las fronteras entre las identidades. La crítica y la resistencia al sistema no se haría más en nombre de las ideologías sino desde la legitimidad de la diversidad cultural. África y Asia se integran al mundo de los Mundiales, o de los Globales, y la diversidad y la inclusión parecerían ampliarse. Los pesimistas, en cambio, sostienen que la descentralización del poder ha producido que la participación política se realice globalmente pero desde el ámbito del consumo, y que los discursos de identidad sean convertidos en mercancías, cooptados y absorbidos por el discurso único y ofrecidos a los consumidores globales, siempre tan multiculturales, con la compra de una chispiante Coca-cola, al dorso de la tapita.
Quizás, podríamos pensar que la Naciónes una unidad errónea para medir, categorizar, agrupar y ordenar la realidad. Quizás no sea la globalización la que homogeniza el mundo, sino las patrias que tanto amamos, las que nos ofrecen equivocados equipos de fútbol sin más lenguaje común que una bandera impuesta, tremendamente lejos de la vida que finalmente vivimos. Los rumores undeground dicen que se acabó el nacionalismo, que ahora es el tiempo del barrionalismo; que se acabaron los mundiales y se vienen los barriales. Se viene el fútbol glocal: ni global, ni local, sino todo lo contrario.