Machos, abandonen sus privilegios y deconstrúyanse. Miren sus ombligos y dejen de exigirnos que nos clavemos la capa de Mujer Maravillosa.
Por Mariana Fernández Camacho / Foto: Carmen Ortega
“Compresión, mirada flexible, apoyo absoluto… si fueras así como pareja serías la mujer más maravillosa”. Me lo chantó por chat, encima, mientras hablábamos de trabajo. Y la frase cayó como un baldazo. Lo que para el fulano tenía intención de piropo, a mí me activó la alarma y, cual niñita Riley en “Intensa-mente”, distintas emociones se fueron haciendo cargo de mi panel de control.
Primero sentí tristeza, porque ¿cómo? ¿No me cree ya una mujer maravillosa el tipo que lleva cuatro años diciendo que me quiere? Después se me subió la gallegada y me recontra calenté: ¿con qué tupé dice tan a la ligera que no soy una mujer maravillosa? Finalmente, dejé lugar a la reflexión: ¿qué implica ser “la mujer más maravillosa” para este varón?
Parece que lo que me baja del podio es mi aparente facilidad para reclamar, para “romper los huevos”. Los bolonquis que armo porque se prende a un partidito de fútbol la única noche que nos vemos, porque se suma a otro partidito a la mañana siguiente y deja trunca la excepcionalidad de desayunar juntxs sin críos alrededor, por los eternos tercer tiempo que genera River y lo obligan a llegar tarde siempre a cualquier plan, por no preguntar si es mi deseo esperarlo un sábado mientras vuelve reventado de una joda. Soy una “rompe huevos” serial y por eso nunca podré vestir la capa de Mujer Maravillosa.
Pero entonces recordé que somos muchas las que saturamos las gónadas masculinas. Recordé amigas acusadas del mismo epíteto tras la milésima-millonada vez que tuvieron que pedir a sus marinovios/vínculos sexo-afectivos que bañen hijes, que retiren de danza o de pileta, que pasen por el súper a la vuelta de la cancha, que acomoden bártulos, que resuelvan la cena, que devuelvan un mensaje o se preocupen por lograr nuestros orgasmos.
No importa la enorme cantidad de veces que hablemos antes de llegar al grito, a la tensión, a la pelea. No importa que desde hace décadas nosotras paremos la olla codo a codo, aunque en peores condiciones laborales y con menores salarios por las mismas responsabilidades. Está instalado: para los varones, las mujeres rompemos los huevos sistemáticamente.
Pero esta no es historia vieja. Yo nunca escuché a mi mamá quejarse con mi papá. No se quejó cuando mi viejo se fue a buscar el mango a otro país y ella quedó a cargo de dos pibxs propixs y de decenas de pibes y pibas ajenxs en las escuelas donde daba clases. No la escuché jamás negociar salidas, tareas domésticas, ni exigirle atención o un rico beso. A mi tía nunca le hizo mecha que mi tío mandara a mis primas a ayudar a levantar los platos de la mesa, aun después de todo un día de horas-aula como profesora. Las mujeres que nos antecedieron le pusieron el cuerpo a otras luchas. A cara de perras tiraron abajo los barrotes de cristal que las pretendían encerradas maternando. Salieron a la calle, tomaron el “afuera”, pero sin soltar el mango de la sartén.
Nosotras fuimos/vamos/seguiremos yendo por más. Entre otras varias sapiencias, aprendimos que el príncipe azul destiñe y que el amor romántico nos caga las vidas, pero no por eso abandonamos el goce, las ganas de dar y recibir mimos, abrazos y cuidados. También aprendimos que muchas deseamos criar niñes, pero que implica un laburón extenuante únicamente llevadero (y sano) cuando se comparte.
En uno de sus últimos artículos, mi adorado Hernán Casciari nos pide paciencia, tiempo para que los varones entiendan las nuevas reglas, para aprender a jugar y dar una vuelta de página como sociedad. Coincido. En este barco entramos todes. Confieso que me apremia un interés muy personal: soy mamá de un varón y no quiero que lo silencien, que lo excluyan, que lo hagan a un lado solo por nacer con pito.
Sin embargo, como mujer feminista que batalla por un mundo más justo y lindo de habitar, me tomo el atrevimiento de exigirles a ustedes, varones del siglo 20, que SE DEJEN DE JODER. Que se callen un poco, que escuchen más y abandonen la comodidad de los privilegios patriarcales.
Urge que se repiensen como hombres, como parejas, como papás, como amantes, como cuidadores, como compañeros de una lucha diaria… y no solo el 8M mientras marchamos para que dejen de matarnos.
Revidindico el reclamo. Y levanto la bandera de la protesta, también puertas adentro. Porque no quiero ser la mujer más maravillosa, quiero seguir siendo la mujer que soy, aun si eso significa -para un imaginario macho que ya está muriendo-, ser una “rompe huevos”.