En esto de evocar multitudes en épocas de aislamiento, las finales futboleras son una referencia insoslayable. Un pibe y el legado de su padre. Un sueño que parece no llegar nunca. Y la pelotita que rueda en una cancha repleta.
Por Iván Barrera / Foto Marcelo Endelli
Mi viejo es de esos viejos futboleros buenos. Él piensa que no, que por no sentir la rivalidad que yo siento por Racing o Boca, o que por no saberse el segundo nombre del arquero de la reserva es menos futbolero, pero no. Es de los buenos. De esos que te sabe recitar formación y año. El que repite en esa tonada que solo tienen las futboleras buenas y los futboleros buenos jugador por jugador, posición por posición, año, fecha y hasta cancha.
Yo soy de esos futboleros malos. De los que mamó los peores equipos de Independiente de la historia, de los que encontraba en el aguante y en la hinchada rival el motivo para ir a la cancha, porque lo que pasaba en el verde césped se movía entre el embole y lo lamentable.
Mi viejo viene de una familia futbolísticamente atípica. Madre, padre, hermana y abuela y abuelo de Racing. Él tuvo la responsabilidad histórica de cortar con el linaje blanquiceleste y ser la oveja roja de la familia. Tamaña traición le trajo momentos memorables: ver en la cancha al Independiente campeón de América, vivir finales intercontinentales contra la Juve y contra el Liverpool, y sentir que su elección lo había llevado de la nada al todo.
Mi realidad es bastante distinta. Nacido en los noventa, pude deleitarme con los equipos más intransigentes de la historia de Independiente. Vi derrumbarse la cancha que tantas estrellas nos había regalado, la corrupción en el club, los pases por favores, equipos armados al voleo y demás hechos nefastos que azotan nuestro fútbol, en mayor o menor grado, en las últimas décadas. Pero contaba con una ventaja que mi viejo no: yo tenía un papá hincha del rojo. Yo tenía la posibilidad de ir a la can cha, gritar un gol y abrazarme con mi viejo. Y ahí se empezó a forjar un poco el sueño.
El sueño de todx pibx que nace con una pelota en la cuna es llegar. Es jugar en su estadio, vestir esa camiseta que lleva su nombre, meter un gol ante el clásico rival, subirse al alambrado y ser coreado por decenas de miles de personas. Ese sueño dura poco. Quienes tenemos la suerte de ser pataduras nos damos cuenta de que no vamos a llegar a nada de eso desde temprana edad, y entonces empezamos a forjar nuevos sueños. Y el mío seguía en las inmediaciones del estadio. Soñaba irme de la cancha una noche, abrazado a mi viejo, sabiéndonos campeón. Quería ver a Independiente campeón de una copa al menos una vez, pero lo quería ver con mi viejo. En realidad, no importaba tanto el partido, el rival, la copa, los goles, los festejos, las cargadas. Lo que importaba era ese momento: estar caminando por Alsina abrazado a mi viejo sabiéndonos campeones.
Ese sueño pareció imposible durante mucho tiempo, pero 2010 nos trajo una sorpresa. Independiente avanzaba en una Copa Sudamericana sumamente venida a menos, con un equipo más del montón, pero con un loco lindo en la dirección técnica y un delantero que la embocaba. La embocaba de casualidad, por azar o porque los dioses del olimpo rojo le empujaban la pierna en el momento justo, pero la pelotita entraba. Y así fue como el rojo llegó a semifinales.
Y ahí nos tocó un rival durísimo, la Liga de Quito. Un equipo que durante toda su trayectoria permaneció inadvertido, pero que con la llegada del Patón Bauza había conquistado Libertadores, Sudamericana y Recopa en dos años. El partido de ida fue allá, en la altura de quito. Dicen que duró 90 minutos pero para mí fue una jornada laboral completa, sin pausa ni para ir al baño. Terminó 3 a 2, y ante la desilusión, el turco Mohamed sentenció: “Nos dejaron con la tapita del cajón abierta y estamos más vivos que nunca”. Y así fue. Victoria en Avellaneda y el Rojo estaba en la final.
La final: penal y gol es gol
Y ahí estábamos, en una final, contra el Goias, un equipo que nunca había sido nombrado en el ámbito internacional y que iba a jugar una final con el rey de copas habiendo descendido unas fechas antes. ¿Raro? Rarísimo, pero para mí era la final del mundo. Era un Argentina contra Inglaterra, jugado en las Islas Malvinas.
La final de ida fue en su cancha. Nos ganaron 2 a 0, pero el resultado era anecdótico. Todos y todas sabíamos que si nos dejaban la tapita del cajón abierta estábamos más vivos que nunca. Y ahí estaba yo, un jueves a las 5 de la mañana a la vera de las vías del Roca haciendo la fila para comprar dos entradas. Fueron 7 horas de cola donde se corría un boca en boca de “no quedan más entradas”, “solo venden una por persona”, “dejan de vender hoy y siguen mañana”; pero las fake news se fueron desmintiendo y ahí estaba yo, con dos entradas para ver al rojo en la final de una copa con mi viejo.
Del partido recuerdo poco. Recuerdo dos de los goles. Un gol de Parra desde el piso y otro de rebote. Despejó el defensor, le pegó en los pies a Parra y salió una especie de sombrero que lo dejó pagando al arquero. Del partido no recuerdo mucho porque creo que decidí olvidar la cantidad de veces que estuvimos cerca de que nos emboquen. Si recuerdo al árbitro señalar el final, con el resultado 3 a 1 a nuestro favor, que significaba que todo se definía desde los doce pasos.
Penales. Si hay algo peor que los penales son los penales en una final. Y ahí estaba el sueño de mi vida rifándose en una tanda de penales Gritar gol en una definición por penales debe ser la sensación más rara para quien ama el fútbol. Es pasar de los nervios, al placer, del placer a la incertidumbre y de la incertidumbre a los nervios de nuevo. Y ahí estábamos, en esa montaña rusa de emociones con el rojo 3 a 2 y uno de verde dispuesto a patear el 3ero de la ronda para Goias.
No tengo idea de quien pateaba. Nunca supe el nombre de ninguno de ellos. Recuerdo que demoró una eternidad, como cada penal en esa definición. Desde que el jugador salía de mitad de cancha hasta que pateaba se podía ver el sol salir y ocultarse 2 o 3 veces. Pero llegó el momento del tercero. Pateó bien esquinado, como le gusta a los brasileros, pero tan esquinado que pegó en la parte interna del poste. La pelota se fue bailando en la línea de cal, esquivando el cuerpo del arquero que amenazaba con meterla adentro con el envión de la estirada… y finalmente se fue afuera.
Erró. Erraron. El silencio se quebró en el estadio y estalló la locura. Mi viejo me abrazó casi llorando, más de los nervios que de la alegría, y yo, con 20 años, me vi en la obligación de contenerlo. “Tranqui viejo que falta un montón”, le dije, como quien intenta que un niño no rompa su encanto y su ilusión ante un imposible. Pateó el rojo, gol. El sueño estaba un pasito más cerca. Pateó Goias, gol. No cambiaba nada, pero quedaba un solo penal. Si lo metíamos éramos campeones, si lo errábamos, se alargaba la agonía.
Agarró la pelota el capitán. ¿Cuántos penales habrá pateado Tuzzio? Andá a chequearlo, pero ahí estaba él, con la garra y el liderazgo que lo habían convertido en un mini ídolo del rojo. Se adelantó Tuzzio y gol. Gol de Independiente. Campeones. Miré al lineman por si se le ocurría cobrar algo pero no, éramos campeones. Mi viejo y yo éramos campeones, acá, en la cancha del rojo. “Somos campeones”. Me tiré al piso a llorar, mi viejo me levantó y me abrazó. “Somos campeones”.
El festejo, el modo, la copa, la vuelta olímpica no importaron demasiado. Fuimos campeones. Salimos de esa cancha y viví esa calle Alsina tan soñada. Tan repleta de almas. ¿Cuántos como yo habría? Abrazados y abrazas a sus viejos, a sus viejas, abuelos, amigxs, familiares o mirando el cielo, viendo al rojo campeón por primera vez. Un mar de almas coparon Avellaneda pero ahí solo estábamos mi viejo y yo, abrazados, saliendo del estadio sabiéndonos campeones y habiendo cumplido un sueño.