Por Fernando Bercovich. Aunque a través de redes sociales y algunos medios de comunicación se había convocado a las 20, ya antes de las siete de la tarde se empezaba a juntar gente en una de las esquinas más caras de la Ciudad de Buenos Aires. En Callao y Santa Fe, los que llegaban hacían sonar sus cacerolas, a veces acompañadas de una corneta o un redoblante para variar un poco.
En el obelisco, ya pasadas las 21, los manifestantes en la Plaza de la República se amontonaban alrededor de un camión que proyectaba, vía pantalla gigante de leds, videos en tono de burla hacia diferentes funcionarios del gobierno nacional, principalmente Moreno y Boudou. Aunque no tenía ninguna identificación, al consultar quién había llevado el camión a la movilización, sus custodios informaron que había sido alquilado por la agrupación La Solano Lima, cuyo referente es el diputado del PRO Cristian Ritondo.
Desde allí algunos decidían caminar hacia Plaza de Mayo y otros hacia el Congreso “a frenar la reforma judicial”. Quizás el momento de mayor efervescencia fue cuando un grupo de manifestantes decidió saltar las vallas policiales e irrumpir en la puerta del Congreso Nacional. En ese momento la gente, luego de cantar un par de estrofas del himno nacional, comenzó a gritar el famoso “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.
En términos generales la movilización del día de ayer no presentó características muy diferentes a las dos anteriores (13 de septiembre y 8 de noviembre del año pasado). La convocatoria, por lo menos a primera vista, se mantuvo igual que en aquellas oportunidades, y las consignas, exceptuando la referida a la reforma judicial, tampoco variaron demasiado.
La violencia verbal hacia la presidenta y sus funcionarios tampoco cambió. “Prestame dólares konchuda” se podía leer en una de las pancartas. Tampoco faltaron comparaciones con la Alemania nazi ni la demonización sistemática de los gobiernos de Cuba y Venezuela.
Hay, en estas movilizaciones, una clara intención -de parte de los mismos manifestantes y de los actores que quieren sacar provecho de la misma- de generar un clima parecido al de diciembre de 2001. Sin embargo, el piquete y la cacerola parecen estar más lejos que nunca. ¿Por qué? Porque mientras los reclamos de 2001 eran esencialmente -por no decir únicamente- de tinte económico, los de hoy refieren a formas, actitudes, instituciones, a la compra de divisas para ahorro o para viajar al exterior, a la corrupción. No hay desesperación en los pedidos porque no hay desesperación en la vida de las personas que concurrieron ayer al Congreso y a la Plaza de Mayo.
Sin embargo, la uniformidad que propone cierto discurso televisivo tampoco sirve para analizar un fenómeno que es más heterogéneo de lo que parece. En conversación con sólo algunas de las personas que se manifestaban sería injusto no distinguir entre un “no me molestan tanto las medidas sino la forma con la que se manejan” y alguien que dice “la presidenta y su entorno son todos delincuentes que lo único que hacen es darle plata a los pobres”. Los matices siempre son necesarios.
Sin embargo, hay algo que homogeniza a las personas que se manifestaron ayer: la profunda crisis de representación política partidaria. Las personas que deciden golpear sus cacerolas se definen por la negativa (no quieren esto, o no están de acuerdo con lo otro) y ya no son ni siquiera las ONG´s ni los movimientos sociales -como sucedió parcialmente en los años 90- capaces de dar una respuesta a un sector que parece no encontrar ningún referente político que dé respuesta a sus difusos reclamos.
Juan Carlos Torre describió detalladamente este fenómeno intentando explicar el “voto bronca” de 2001 en un trabajo titulado “Los huérfanos de la política de partidos”. El contexto es muy distinto, claro, pero todo parece indicar que la desaparición de una estructura bipartidista fuerte en Argentina, tiene como resultado que haya una buena cantidad de huérfanos políticos que optan por golpear su cacerola con orgullo de no ir detrás de ninguna bandera política.