Por Iván Soler. La crisis económica que tomó por (no tan) sorpresa a los Estados Unidos dejó algo más que casi un 25% de desempleo, ciudades otrora fuente de puestos de trabajo a todo el país en bancarrota y un caos monetario total. Y también nos dejó un puñado de buenas series. Breaking Bad es una de ellas.
Esta hipótesis puede resultar cínica en un primer momento, es cierto, pero no es menos cierto que esta realidad que azota a la sociedad norteamericana es una fuente de inspiración para los guionistas de series como Weeds, American Horror Story o Breaking Bad. Historias que centran sus tramas en las circunstancias que se ven obligados a vivir sus protagonistas con tal de mantener su estilo de vida (a veces ostentoso, otras veces no tanto) frente una realidad tan imprevisible como la economía del decadente imperio.
Las rosas son rojas, el buen meth es azul
La repentina muerte de su esposo obliga a la ama de casa Nancy Botwin a ponerse a vender marihuana en la serie Weeds; la crisis inmobiliaria encierra a la familia Harmon en una baratísima casa embrujada en American Horror Story; un profesor de química enfermo de cáncer terminal es empujado a vender metanfetamina para pagar su costoso tratamiento en Breaking Bad. Y es esta última historia la que se alza entre las demás, habiendo finalizado su tormentoso recorrido este último domingo frente una audiencia de 6,6 millones de televidentes (y unos millones más de internetvidentes). Pero ¿Qué fue lo que llevó a Breaking Bad a ser considerado uno de los mejores dramas de la historia de la televisión?
Esta serie centra su historia en Walter White (interpretado de manera soberbia por Bryan Cranston, quien además de haber sido el papá de tres terribles hijos en la sitcom Malcolm in the middle es productor -y ocasionalmente director- de la serie), un padre de familia de clase media y profesor de química de una escuela secundaria de Nuevo México al que, un día después de su cumpleaños número 51, le diagnostican cáncer de pulmón. Es decir, una persona de las miles de millones que carga el congestionadisimo (y en 2008 recontra debatidisimo a partir de la propuesta del entonces flamante presidente Barack Obama de reformarlo) sistema de salud norteamericano, es diagnosticado de una de las enfermedades más caras para padecer. ¿Qué podría hacer este esposo y padre de familia para financiar su tratamiento?
Sistema de salud, sistema de educación: mi nombre es peligro.
Durante sus cinco temporadas, una más exitosa, mejor criticada y premiada que la anterior (al tiempo que más de 6 millones de personas miraban el penúltimo episodio, BrBa se alzaba con el Emmy a mejor serie dramática), pudimos ver en qué se centraba el meollo de todo este asunto: las decisiones. Narrada con una estética pocas veces vista en las series continuamente perseguidas por el depredador que es el mercado, vimos episodio tras episodio las decisiones que Walter tomaba y sus consecuencias, muchas veces gratificantes, otras tantas desastrosas mientras construía su imperio de cristal.
El sistema de salud norteamericano es uno de los más caros y elitistas del mundo. Estados Unidos es el único país industrializado sin sistema de salud universal, con casi el 20% de la población sin cobertura médica y 45.000 personas muriendo al año por carecer de seguro de salud, según un estudio de la Universidad de Harvard. Millones de norteamericanos deben enfrentar cuentas médicas que los llevan a la quiebra económica y subsiguiente pérdida de hogares ante juicios hipotecarios. Entonces, ¿Tenía el señor White otra opción?
Sobre esta premisa se construye la evolución de un pusilánime docente-lavaautos de medio tiempo a un productor de metanfetamina reconocido internacionalmente por el alias de Heinsenberg. Esta evolución estuvo siempre acompañada por su joven ayudante, un adicto en recuperación/constantemente en recaída llamado Jesse Pinkman (interpretado por Aaron Paul), componiendo un dúo cuya dinámica es cuanto menos alucinante. Ocurre que todo el sedimento que se iba descascarando de la vieja piel de White, todas las culpas y la debilidad que perdía en el camino a medida que tomaba sus decisiones (muchas veces dejando cadáveres flotando en ácido fluorhídrico en el camino) los cargaba su joven ex alumno. Una suerte de equilibrio que se construía alrededor del universo ideado por Vince Gilligan.
Al respecto, el creador de la serie (quien trabajó con Cranston anteriormente en un episodio de The X Files) declaró: “Voy a extrañar el programa cuando haya terminado, pero en cierta forma será un alivio quitarme a Walt de la cabeza”.
Porque justamente el humilde docente devenido en druglord empuja a los televidentes a preguntarse “¿entonces las balas, los venenos, las explosiones no fueron más que producto de una economía y un estilo de vida derrumbándose, lavando a Walter de toda culpa?”. Casi 7 millones de personas a través de la cadena de cable básico AMC (la única que le dio cabida a la serie, siendo rechazada por HBO en un principio, cuyos directores de programación en este momento deben estar arrancándose los pelos) tal vez se hayan contestado a esa pregunta este último domingo. O tal vez no. Lo que Walter White, su sufrida esposa Skyler, el conflictuado Jesse y todos los logrados personajes intentaron relatarnos fue justamente que no hay tiempo para miramientos morales a la hora de elegir qué camino seguir. Uno elige escaparse del peligro, enfrentarlo o ser uno mismo el peligro.