Por Florencia Puente y Facundo Martín / Foto: Pablo Carrera Oser
Primera parte de una larga entrevista con uno de los intelectuales indispensables para abordar la realidad desde una mirada universal, a la vez que profundamente latinoamericana.
Detrás de este hombre de aspecto serio se encuentra una persona con grandes artes para la conversación. Entrar en esta charla con él, es adentrarse en un ida y vuelta en el que su larga trayectoria (doctor en Historia, profesor de la UBA, investigador del Conicet, fundador y director del CEDINCI) se mezcla con ejemplos didácticos e ideas claras. En esta primera entrega, una mirada sobre el regreso de Marx a las huestes teóricas pero también la influencia de su relectura en la actualidad de los movimientos sociales de nuestro país, América Latina y, por qué no, el resto del mundo.
-¿Por qué creés que asistimos hoy –y en qué medida–, a una vuelta de Marx, o de reactualización del lenguaje marxista?
-Siempre creí en esa vuelta o, mejor dicho, siempre aposté por esa vuelta. En la Argentina, la figura de la “crisis del marxismo” se instaló fuertemente en la década del ochenta, en el contexto de la transición democrática y coincidiendo con el retorno de los exiliados. Las figuras mayores del marxismo argentino de los años 70 nos propusieron a su vuelta paradigmas superadores, de modo que los más jóvenes, los que teníamos una expectativa de aggiornamiento, de actualización de aquel marxismo, nos desencontramos con la vieja generación. Ciertamente, había vertientes agotadas del marxismo, como el leninismo, el maoísmo, el guevarismo, las versiones más anquilosadas del trotskismo, pero también había signos de renovación (pienso en Perry Anderson y el marxismo británico, Toni Negri, John Holloway, Löwy, Bensaïd, Bolívar Echeverría y todo el equipo latinoamericano de Cuadernos Políticos…). Pero a partir de 1989 vino a sumarse el derrumbe de los socialismos reales, y parecía que la del marxismo era una situación sin retorno. Un derrumbe –para decirlo en términos de Gramsci– no solamente intelectual, sino también moral.
Pero el derrumbe del comunismo no comprometía por igual a todas las tradiciones marxistas. Creo que con los años ciertos marxismos lograron pasar el filtro de la crisis, reposicionarse y revalorizarse. Los marxismos más activos en 1960 y 1970, como el maoísmo, y también los anclados en la tradición leninista, son los que más fuertemente sintieron el impacto de la crisis. Creo que va a pasar mucho tiempo hasta que Lenin vuelva a ser leído, a pesar del esfuerzo de Zizek y cierto forzamiento de Toni Negri por recuperarlo dentro de un pensamiento más autonomista (su libro sobre el Poder constituyente es bien interesante, pero su defensa del leninismo y su crítica de Rosa Luxemburg y de Trotsky son totalmente incongruentes con su núcleo teórico más profundo). La teoría leninista de la vanguardia, del partido, de la revolución, de los intelectuales, en suma: el modo como Lenin piensa la política, es lo más fuertemente cuestionado por la crisis de los últimos 25 años.
Pero hay tradiciones del marxismo que, a contrapelo de esto, no solamente han sobrevivido sino que han encontrado desarrollos, como la frankfurtiana, con el redescubrimiento de Benjamin, con la relectura de la obra de Adorno (Holloway y Jameson, por ejemplo, son, cada uno a su modo, lectores intensos de Adorno). Althusser y su escuela, tan leídos en los 70, han desaparecido, pero la obra de un Rancière o de un Balibar ha explorado nuevos desarrollos. El marxismo anglosajón produjo en estos últimos treinta años obras notables: pienso en Anderson, en Blackburn, en Wallerstein, en Gerald Cohen, en Jameson… André Gorz, precursor del ecosocialismo, pensó hasta sus últimos días con una gran lucidez y dejó un legado extraordinario. La izquierda italiana se derrumbó, es cierto, pero queda la obra de Gramsci, que se sigue editando, leyendo, interpretando en todo el mundo. Pienso en Manuel Sacristán, Fernández Buey, Juan Ramón Capella y Toni Domenech, en toda una línea del marxismo español que en medio de la “crisis del marxismo” se propuso poner en diálogo a Marx, Gramsci, Rosa Luxemburgo con un socialismo actualizado, en sintonía con el movimiento ecologista, con el movimiento de mujeres y con los movimientos sociales en general.
El trotskismo merecería una consideración aparte, porque si bien ciertos trotskismos más leninistas han quedado muy atrapados en la crisis del marxismo de los años setenta y ochenta, hay distintas vías de salida de ese trotskismo más dogmático. Pienso en el esfuerzo de Mandel por sacar al trotskismo de cierto anquilosamiento en los análisis económicos, en los desarrollos de figuras como Daniel Bensaïd Michael Löwy o Enzo Traverso.
Además, sostengo que hay una vuelta a Marx, a la lectura directa de Marx. Nunca como hoy se han ofrecido en el mercado de libros tantas ediciones del Manifiesto comunista. Desde que estalló la crisis capitalista de 2008, varias editoriales compiten con traducciones diversas de El Capital. Es evidente que el éxito de la obra de Piketty se debe en gran medida a su título, que parece decirnos que va actualizar la obra de Marx: El Capital del siglo XXI. Se podrá aducir que las obras de Marx se editan y circulan porque ya se decantan como clásicos del pensamiento, como pueden serlo La República o El Príncipe. Posiblemente. Pero más allá de esto, si se lo lee fuera del canon economicista y determinista, la de Marx sigue siendo hoy una lectura atrayente, inteligente, explosiva, provocativa, que nos sigue hablando de nuestro presente. En muchos aspectos ya no podemos pensar como él, pero tampoco podríamos pensar nuestro presente sin Marx.
–Y en el ámbito político, ¿qué síntoma expresa esta vuelta de Marx?
-Estas lecturas ingresaron antes en la izquierda independiente que en los partidos de izquierda. Sus vehículos iniciales fueron las revistas (y de esto podríamos hablar horas, porque desde siempre edité revistas comprometidas con esta renovación: Praxis, El Cielo por Asalto, El Rodaballo…), y sobre todo a partir de la primera década del siglo nutrieron las nuevas formas de militancia. Las viejas culturas políticas (comunista, trotskista o maoísta) funcionan como resistencias dogmáticas a estas nuevas herramientas conceptuales.
Los partidos de la izquierda tradicional no participan de una búsqueda teórica. Ya tienen un “marxismo” en uso y entienden que no necesitan más. Son conservadores: desconfían de toda renovación teórica, rápidamente tachada de revisionista. El marxismo es una articulación entre un método, una perspectiva para leer la realidad y una promesa de emancipación humana. Las versiones más simplificadoras reducen la dimensión analítico-crítica y enfatizan la dimensión de la promesa. Las visiones teoricistas dicen: “La promesa es la dimensión utópica de Marx, pero lo importante es que nos permite pensar”. El gran desafío es volver a articular estas dos dimensiones. Es casi una utopía: imaginar una organización no anquilosada en su doctrina, abierta a la renovación teórica, a repensar incluso sus propios fundamentos.
La tradición leninista no es útil para pensar este tipo de renovaciones. Creo que va a pasar mucho tiempo hasta que se vuelva a decantar una lectura del leninismo. Es posible que después del momento autonomista y movimientista, la izquierda independiente que se vuelca a la acción política más tradicional experimente una necesidad, una demanda de organización, de partido, de vanguardia. Aquí la lectura de Lenin es inevitable, sin el momento leninista la teoría del partido revolucionario de vanguardia es incomprensible. Pero una cosa es Lenin y otra el leninismo, una cosa es un revolucionario respondiendo a situaciones concretas en Rusia en 1898 o en 1903, y otra una codificación y modelización construida años después. Quiero decir: hay que considerar que lo que se universalizó como “leninismo” a partir de la Tercera Internacional es una proyección de un tipo de organización pensada en una situación de clandestinidad en un país en el que los revolucionarios no tenían que luchar contra un Estado capitalista y con una sociedad civil moderna. Estaban frente a un Estado absolutista, con una sociedad civil apenas desarrollada. Desde esa perspectiva histórica, uno puede entender por qué Lenin pensó el partido de esa manera tan centralista, tan jerárquica, tan jacobina: era una situación de clandestinidad. ¿Por qué teorizó la exterioridad del partido de vanguardia respecto de la clase obrera? Porque efectivamente se encontró con un pequeños núcleos de vanguardia provenientes de la pequeñoburguesía ilustrada, externos a la clase obrera rusa.
Ahora bien, esa teorización está acotada a una experiencia concreta, datada entre 1898 y 1904. En el contexto de la revolución rusa de 1905, ya Lenin plantea algo bien distinto. Ahora bien, es una locura convertir el partido leninista de 1903 en el modelo del partido revolucionario para cualquier momento y para cualquier lugar. Aunque se inscribieran bajo el rótulo de “la teoría leninista del partido”, las experiencias políticas más exitosas del siglo XX —el PC chino de 1949, o el PC italiano de la posguerra, etc, etc.— no tenían nada que ver con ella. En realidad, operaban con otros modelos, a pesar de que apelaran a la teoría leninista de la construcción del partido.
La propuesta de Lenin es ultra vanguardista: hay una teoría científica que precede al movimiento obrero, que le es incluso exterior; una ciencia que una vanguardia de burgueses o pequeñoburgueses ya conoce. Esa vanguardia construye el partido sobre la base de un programa científico y penetra, desde afuera, en el movimiento social. Lo digo así y parece una caricatura, pero Lenin es muy tajante en cómo plantea esta teoría de la exterioridad de la conciencia obrera. La teoría leninista no puede responder a la objeción de que el sujeto revolucionario que ella misma designa, el proletariado, es un sujeto sin conciencia, es un proletariado sin cabeza (como decía José Revueltas). Su conciencia la trae desde afuera la pequeñoburguesía organizada en partido de vanguardia.
Para la sensibilidad posmoderna contemporánea, este ultravanguardismo es inconcebible. Pero también lo es para el pensamiento de izquierda del último medio siglo, y mucho más para el pensamiento político nacido con los nuevos movimientos sociales. Sin embargo, a pesar de todo, seguimos hablando de leninismo… Es que esta teoría expresa una voluntad de construcción, de organización, de intervención, de análisis y de agitación que es extraordinaria: es una teoría ultra voluntarista de la política. Pero uno de sus problemas es que esta acción tan intensa está animada por una certeza absoluta, “científica”, en la teoría y los análisis previos. En verdad, funcionan con una fe, por momentos casi ciega. El partido leninista deviene una maquinaria incontrolable: cuando Lenin quiere cambiar la estrategia, en abril de 1917, todo el partido se le pone en contra. Es en Trotsky, un extrapartidario detestado por los bolcheviques, en quien encuentra un aliado. Cuando Lenin quiere torcer nuevamente el rumbo en 1920, ya el partido no le responde. Quedó su Testamento como un documento extraordinario de esa impotencia, del tipo que había creado una máquina extraordinaria que lo pasaba a él mismo por encima. No sólo la burguesía, también el proletariado podía semejarse al mago incapaz de controlar los efectos de sus propios conjuros.
El principal problema es su instrumentalidad. El razonamiento de Lenin es de una extraordinaria eficacia para pensar la política; él dice: que si queremos destruir efectivamente un Estado centralizado, jerarquizado, efectivo y eficiente, tenemos que generar un Partido con esas mismas cualidades. Un partido que sea una suerte de Estado Mayor Revolucionario, un contra-Estado igualmente jerarquizado, centralizado, ejecutivo. Tiene que ser una máquina de destrucción tan eficiente como lo es el Estado. El problema es que la organización no es una cuestión técnica, ni neutra. Es una cuestión política. O como diríamos hoy, compromete nuestra subjetividad, es una construcción subjetiva, de determinadas subjetividades políticas. Esta estructura centralizada y jerárquica produce un tipo de subjetividad que va a contrapelo de la orientación revolucionaria. Toda estructura, cuanto más jerarquizada y más centralizada y burocratizada, más opaca se vuelve a su propia construcción, su propio manejo, su propia ideología.
El partido leninista fue una herramienta indispensable para la toma del poder en Octubre de 1917. Ciertamente. Pero también fue una maquinaria que se volvió cada vez más opaca y opresiva, que escapó al control del propio Lenin y de la vieja dirigencia bolchevique. Aquello que decía Marx de que el Estado aprisiona como una boa a la sociedad civil y le tapa todos los poros, esa imagen parasitaria del Estado, de algún modo es como operó el Partido-estado sobre el movimiento de los soviets, incluso en los primeros años de la Revolución. Después de la represión de Kronstadt, los soviets ya no existen, no funcionan, sólo queda el nombre de “Estado soviético”, pero es el Partido-Estado el que domina. Justamente, es el riesgo sobre el que Rosa Luxemburgo les advirtió a los bolcheviques con total lucidez, poco antes de ser asesinada.
–¿Creés que existe el marxismo latinoamericano o que simplemente hay una corriente en América Latina de pensamiento marxista?
-Como marxista, como alguien que piensa en términos de movimientos globales, de ideologías universales, uno tiende a descreer de que existan cosas tales como una filosofía latinoamericana o argentina, así como una sociología uruguaya, o una ciencia política brasileña, salvo como etiquetas descriptivas. Ahora, ¿qué es lo que definiría un marxismo latinoamericano distinto de un marxismo en América Latina? Creo que la operación que hace José Aricó de relectura de Mariátegui y el propio Marx en relación con América Latina instituye una tradición, en la que él mismo se inscribe. ¿Qué sería un marxismo latinoamericano? Un marxismo que logra deconstruir el europeísta y poner a América Latina como la anomalía de lo que el marxismo eurocentrista no podía pensar. Mariátegui, erróneamente considerado “indigenista”, hace esta operación con fuentes europeas, como Georges Sorel. A pesar de que la visión de Sorel es necesariamente eurocentrista, el sorelismo de Mariátegui le sirve para salir del canon marxista evolucionista de la Segunda internacional y de la Tercera internacional y le permite pensar el Perú, y de algún modo América Latina en su especificidad, en su propia temporalidad, con sus sujetos, su historia, sus tradiciones, no tan fácilmente asimilables al canon del marxismo europeo. Pero la “realidad peruana” para Codovilla, arquetipo del marxismo comunista ortodoxo, era motivo de risa.
Silvio Frondizi, el primero en hablar de “nueva izquierda” en la Argentina, y quizás en América Latina, también habla siempre de la “realidad argentina”, y no tenía ni un ápice de nacionalista. Tampoco Mariátegui es nacionalista, desde luego. La idea es que hay una especificidad, una densidad en las historias nacionales, que necesita ser repuesta y estudiada en su especificidad. No se trata de una realidad incomprensible, que no pueda ser aprehendida desde categorías de pensamiento, universales: se trata de que el marxismo fue construido inicialmente en Europa a partir de determinadas experiencias nacionales. Para la dogmática, el marxismo es una teoría acabada que debe ser aplicada correctamente en cada rincón del globo; para la visión crítica, el marxismo es un paradigma teórico siempre abierto y en construcción, atento a las “anomalías”, a los acontecimientos que lo desafían y lo obligan a constantes reformulaciones. Mariátegui o Aricó no sólo pensaron América Latina gracias al marxismo, sino que reformularon el marxismo mismo desde América Latina.