¿Qué son las multitudes? Acá una respuesta simple, que sucede en un pueblo de la provincia de Santa fe. Un partido de la liga local y el tan ansiado estreno de los botines. Una historia que va y viene entre el potrero y el trabajo en la cosecha; entre la soledad y el aliento de la tribuna.
Por Clemar Fink
La Criolla es un pueblo de 2500 habitantes del norte santafecino, ubicado sobre la ruta 11 a 175 km de la ciudad de Santa Fe. Es lo que se llama una zona agrícola ganadera (“el campo”, aunque no del rico), la principal fuente de ingreso para la actividad económica. Ahí nace esta historia.
Era 1965, y a mis 18 años me ganaba la vida (como se decía en esa época) trabajando en una máquina de cosechar cereales, donde por su estacionalidad el trabajo era temporal. Solamente las condiciones climáticas podían detener la actividad (aún hoy continúa siendo así); no existían los feriados, las fiestas de fin de año… Tampoco los horarios: se terminaba en una zona y nos trasladábamos a otra, siempre buscando el lugar donde se necesitara. Recorríamos miles de kilómetros. Nuestro punto más distante era el sur de la provincia de Buenos Aires (lo que llamábamos, simplemente, “el sur”). Para llegar ahí teníamos semanas de viaje sobre máquinas que no superaban los 14 km por hora porque no existían los transportes especiales de carga. Luego de meses de actividad, retornábamos a nuestro pueblo para reparar y acondicionar los elementos y esperar la llegada de la próxima cosecha.
De regreso a nuestros hogares y con plata en el bolsillo, nos dedicábamos a las actividades sociales y recreativas. La principal: el fútbol.
El camino a primera
En ese tiempo despuntaba el vicio futbolero en el club de colonia El Pantanoso, a 10 km de La Criolla por un camino rural. Pantanoso consistía en una escuela, un boliche, una cancha de fútbol y una pista de baile; todo rodeado de campos habitados por familias que se dedicaban a tareas rurales. Los domingos nos juntábamos a disfrutar de las actividades deportivas: fútbol para los que estábamos en condiciones de practicarlo y juego de cartas (más precisamente, truco) para el resto.
Nunca supe si por condiciones o por falta de jugadores (estoy convencido de que fue por lo segundo), me llamaron del Centro Cultural y Deportivo Huracán de La Criolla (comúnmente llamado “Huracán”) para hacer una prueba. Pero no importaba el porqué, la alegría me desbordaba.
Tenía que impresionar. No podía ir con las zapatillas Flecha con las que jugaba en El Pantanoso, así que parte de lo ganado en la cosecha decidí invertirlo en un calzado mejor. El presupuesto no daba para botines profesionales, por eso la elección obligada fueron los Sacachispas, un calzado deportivo al que le llamaban “botines”, pero que en realidad eran botitas que cubrían los tobillos, confeccionadas de tela con refuerzos de goma suela y tapones rectangulares; todo fundido en una sola pieza. Así fue mi debut en Huracán, en un partido amistoso contra Guaraní, del vecino pueblo de Vera y Pintado. Perdimos por uno a cero, producto de un evidente error de mi parte que terminó en gol del nueve contrario.
Mi prueba debut no fue la más auspiciosa. Quizás fueron los nervios o el estar subido por primera vez a un calzado con tapones en un campo de juego donde el césped no era más que pastos naturales o en algunas partes, simplemente tierra en su mejor estado de pureza sin ningún indicio de vegetación alguna.
A pesar de todo, las oportunidades continuaron. La confianza fue en ascenso y llegó la titularidad a la primera división. Jugábamos en la zona Norte de la liga Sanjustina (porque estábamos en el departamento de San Justo), afiliada a la AFA, y existía una rivalidad muy marcada entre todos los clubes de las poblaciones vecinas que la integraban.
Salvo raras excepciones, los recursos económicos distaban de ser los necesarios. El club nos proveía solamente de las camisetas y las medias, y el resto del equipo nos los comprábamos cada quien. Cuando jugábamos de visitantes, el club pedía colaboración para transportar a las dos divisiones: reserva y primera. La alternativa disponible era un camión para cargar cereales que se cubría con una lona para mitigar el sol del verano y los fríos del invierno.
Mi puesto estaba en la defensa, que en esa época formaba con línea de tres: dos marcadores de puntas y un fulback o central. Yo me desempeñaba en cualquier de los tres, hasta llegar definitivamente a jugar como central.
No me caractericé por una técnica depurada, más bien era tirando a rústico. Me gustaba anticipar a quien intentaba recibir y cuando me encaraban con pelota dominada, la consigna era que uno de los dos, pelota o jugador, en ese orden, debía permanecer alejado del arco. Lógicamente, no siempre me resultaba, a pesar de alguna acción enérgica pero siempre bien intencionada.
Las tarjetas no existían, solo había advertencias verbales. Como era mayor la permisividad, chamuyando al árbitro y poniendo cara de “no fue para tanto”, normalmente se evitaba la expulsión.
El debut de mis flamantes botines
Cuando llegaron los primeros botines venía de un viaje de la cosecha. Imitando al caracol, nos movilizábamos con la casa a cuestas: se trataba de una casilla rodante acondicionada para la ocasión, enganchada a la cosechadora. Era un elemento indispensable para nuestra vida de nómades.
Y en ese peregrinar hacia la provincia de Buenos Aires, a mitad del trayecto un desperfecto mecánico en la casilla hizo que debiéramos continuar sin ella; repararla implicaba detener el viaje durante días y el aprovechamiento del tiempo era indispensable porque la cosecha nos estaba esperando.
Vivir mes y medio sin lugar apropiado no fue fácil. Dormía debajo de la cosechadora sobre un colchón apoyado en la tierra. Terminado ese (sobre todo para mí) largo tiempo, iniciamos nuestro regreso. Pasamos por el taller a retirar la casilla reparada, por fin volveríamos a disfrutar de nuestro hogar ambulante en los cinco días que nos faltaban para llegar. Pero solo fue una expresión de deseo porque a dos horas de reiniciar el viaje, cuando atravesábamos un puente angosto (y producto de alguna impericia conductiva), un camión que circulaba de frente impactó en la casilla. Solo se salvó el piso y parte del techo, pero las paredes laterales se destruyeron por completo. Por supuesto, debíamos continuar. Así que fuimos juntando todo lo que se podía recuperar: partes de la casilla, maderas, ropas, colchones, cosas personales, elementos de cocina, herramientas de trabajo, provisiones de almacén… Y ordenamos cuidadosamente lo rescatado sobre el piso de lo que hasta momentos antes había sido una casilla. Claro, nuevamente tuvimos que dormir bajo la cosechadora en compañía de las estrellas.
Éramos un raro espectáculo en viaje. En nuestro paso por los pueblos nos miraban pasar. Tanto que en uno de ellos un grupo de pibes que jugaba al costado de la ruta nos preguntó a qué circo pertenecíamos…
Nunca estuvimos tan felices de regresar al pueblo, reencontrarnos con nuestro afectos y, por supuesto, dormir en una cama.
Y otra vez volvía a despuntar el vicio de jugar a la pelota. Ya afianzada la titularidad en Huracán, la necesidad y el objetivo era llegar a calzar botines profesionales solo que la ajustada economía personal imposibilitaba concretarlo. Dicen que no hay peor gestión que la que no se realiza y entonces me armé de coraje y solicité una reunión con el presidente para proponerle que el club los comprara y me los financiara en seis cuotas mensuales. Para mi sorpresa, la respuesta fue que sí. La marca del momento se llamaba Fulvence y existía un solo modelo que calzaba la mayor cantidad de jugadores profesionales de los grandes clubes de primera.
Un integrante de la comisión que viajaba semanalmente a la ciudad de Santa Fe fue el responsable de concretar la compra y ponerla en mis manos un día miércoles. Tardé en calzarlos el tiempo que me llevó abrir la caja y colocar los cordones. Y esperar el partido del domingo fue una eternidad.
Los experimentados me decían que tenía que ablandarlos, así que vivía con los botines puestos. Solamente me los sacaba para dormir para no alterar la buena relación con mi madre, quien se ocupaba de la higiene de la ropa de cama.
Por fin llegó el domingo. Jugábamos de local, y por los puntos, contra el club Unión de Gobernador Crespo, el pueblo que queda a 15 km de La Criolla y la rivalidad se percibía a flor de piel. Pero mayor era mi felicidad cuando entré al campo de juego estrenando los Fulvence, bien ablandados según los entendidos.
Cuando promediaba el segundo tiempo, se escuchó un desaforado pitazo del árbitro para detener el juego sin motivo deportivo alguno. Éramos 22 jugadores inmóviles en la cancha, que no entendíamos nada. Entonces el árbitro, en un rápido movimiento, se sacó el silvato de la boca y, como consultando a todos los presentes (jugadores, técnicos, línisman, fuerzas de seguridad, hinchadas, vendedores ambulantes) preguntó a los gritos dónde estaban los baños. Fueron cientos los brazos extendidos que señalaron para el mismo lado y un grito al unísono dijo: “Allá”. Increíblemente, por tratarse de un árbitro de fútbol, fue una importante y desinteresada contribución comunitaria de todos los presentes. Sin lugar a dudas, su vida interior intestinal reclamaba con urgencia un inodoro… y lo separaban 50 metros aproximados del adminículo. Su partida fue rauda y veloz a pesar de que no había demostrado esa habilidad durante el partido.
Luego de algunos minutos, con semblante distendido, el árbitro hizo su retorno triunfal al campo de juego. Y acá termina la historia, con un árbitro que superó satisfactoriamente una difícil situación extra deportiva, con el triunfo de Huracán 2 a 1 y conmigo caminando hacia mi casa con los cordones anudados entre sí y los Fulvence colgados del hombro.