Por Damián Huergo*. En el almanaque que está colgado en la puerta del depósito de la librería, sólo hay cinco fechas redondeadas con birome. El día del padre, el día del niño, el día de la madre, el 24 de diciembre, y el día del lanzamiento mundial del próximo ejemplar de Harry Potter: jueves 21 de febrero.
Esa mañana, el fletero había dejado en la librería ocho cajas con la séptima y última entrega de J. R. Rowling. Como en las seis ediciones anteriores, el dueño nos pidió que nos disfrazáramos de los personajes de la saga para recibir a la horda hambrienta de literatura. La bandera de cuadros, en Argentina, se bajaba a la una de la mañana. Durante la tarde estuvimos empaquetando cuatrocientos ejemplares. Los apilamos en seis filas debajo del mostrador. Y si algún chico pedía ver la tapa, antes del horario fijado por la editorial, el dueño le ladraba como si estuviese protegiendo los rollos del mar muerto.
La franja de la tarde terminó a las ocho de la noche. Con Juan, mi compañero de turno, nos encontramos con los empleados de la mañana en la pizzería de la esquina. Nos esperaban en una de las mesas de la vereda. Teníamos una hora para comer. Pedimos cerveza y una grande de muzzarella que supuraba aceite. Al primer vaso, Ornela retomó el hit de criticar a su novio. Juan y Andrés la escuchaban. Yo pedí otra botella. Pensar en la tafeta de la túnica de Hogwarts rozándome la piel me daba sed.
Cuando volvimos a la librería el dueño le estaba dando indicaciones al hombre de seguridad que había contratado para la ocasión. En el cielo no se veía una sola estrella. Las nubes estaban bajas como preparando un diluvio. Vayan cambiándose, nos dijo al vernos entrar en fila india. Juan giró la cabeza y sonrió. Me había visto a la tarde desmagnetizar la alarma del voluminoso libro de Boggie el aceitoso. Si me rompe las bolas me lo llevo, le dije. Después lo escondí en el depósito, debajo la pila de los libros fallados.
Nos cambiamos de a uno por vez en el baño pegado a la escalera. Ninguno de los hombres quería hacer de Harry Potter. El año pasado Andrés tuvo que aguantarse a un coloradito que lo siguió toda la tarde pidiéndole los anteojos. El pibe lloraba como si lo hubiesen pellizcado. Cuando la madre lo vio con los ojos mojados, lo alzó, y antes de pegar el portazo de salida, le gritó “insensible” a Harry Potter en la cara. Este año hicimos un sorteo. Ornela repartió papelitos y sólo uno tenía las iníciales H. P.
Abrí el puño y vi la mala noticia. En el baño me calcé la túnica negra, los guantes recortados en los dedos y los anteojos de marco redondo. Ornela se vistió de Nimphadora Tonks. Llevaba un saco negro futurista, una blusa roja apretada al cuerpo que le resaltaba las curvas, botas de tipo militar y guantes negros. Juan hizo de Sirius Black. Arriba del pantalón y de la camisa de vestir, se puso un chaleco gris y una gabardina de terciopelo color vino. Todos teníamos una varita mágica en la mano. Salvo Andrés, que para hacer de Lord Voldemort le bastó un tapado negro y una peluca nutrida de mechones canosos.
Más tarde armamos con Juan, en la puerta de la librería, un Harry Potter gigante de cartón que nos habían mandado de la editorial. En la vereda había marcas aisladas de gotas de lluvia. El hombre de seguridad se acercó y nos avisó que el dueño nos llamaba. Entramos. El tipo caminaba de una punta hacia la otra con el teléfono inalámbrico en la oreja. Tenía el ceño fruncido. Habían pasado las doce de la noche y en la vereda sólo estaba el hombre de seguridad, custodiando a Harry Potter.
A la una en punto abrimos las dos hojas de vidrio. No entró nadie. Desde el interior de la librería se veían las persianas bajas del bazar de enfrente. Afuera se había levantado un viento fuerte que hacía tambalear a Harry Potter. En ese momento entró a la librería un chico acompañado por su padre. En el mostrador Lord Voldemort le entregó el paquete y Nimphadora Tonks le cobró. Cuando se iban los acompañé hasta la puerta. El viento había derribado a Harry Potter y fui a levantarlo. En la vereda el padre me miró desde los borceguíes hasta los anteojos de marco redondo. Apoyó la mano pesada en el hombro de su hijo. Y mirando la figura de cartón que había levantado del suelo dijo: estos no son libreros. Yo no abrí la boca. Entré a Harry Potter y cerré la puerta. Esta vez, el cliente tenía la razón.
* Nació en Longchamps en 1983. Es escritor, docente y sociólogo. Ha publicado la novela Un verano y el libro de cuentos Ida, del cual ha sido extraído este relato, enviado a Marcha especialmente por el autor.