Por Ana Paula Marangoni
Fue recientemente elegida por los premios Emmy como “mejor serie de drama”. Aunque breve, sus capítulos reflejan realidades no muy lejanas a la ficción. Un análisis de The Handmaind`s tale.
La reciente entrega de los premios Emmy resignificó y contribuyó a darle mayor difusión a una serie cuya única temporada no hizo tanta mella en la audiencia, a pesar de su calidad argumentativa, fotográfica, de guión y actuaciones. En pleno boom de series, la permanente entrega de nuevos productos hace de la atención del público un bien tan preciado como frágil, y en muchos casos, las modas no siempre coinciden con el resultado artístico. Pasan muchas series buenas que mueren en dos o tres temporadas, mientras que otras se prolongan casi al infinito, más por lo que pegan que por lo que valen, si es que se permite hablar de “valor” para estos productos de la industria cultural.
The Handmaid’s Tale, o El cuento de la criada, elegida en los 69 premios Emmy como mejor serie de drama es una reciente adaptación de la novela de Margaret Atwood (hubo una versión televisiva en la década de los ’80, una versión cinematográfica en los ’90 e incluso una versión de Ópera), en este caso, creada por Bruce Miller, dirigida por Reed Morano y con la impecable interpretación protagónica de Elizabeth Moss.
En la línea de la brillante y nockeadora Black Mirror, un futuro pesadillesco acoge a la audiencia, tal vez acaso el primer filtro de este tipo de productos: despejan poco, y alienan bastante menos. En el caso de este poco deseable futuro, en medio de una crisis de crecimiento de la población mundial y alimentaria (consecuencias ficcionales pero no inverosímiles del cambio climático, la contaminación y el calentamiento global) una dictadura teocrática, netamente patriarcal y misógina, logra con “mano dura” resolver el déficit de esta tendencia mundial. Obviamente, a un altísimo costo, en especial para las mujeres fértiles.
El vínculo político trazado entre la serie y el gobierno de Trump, es inevitable. Un representante de las corporaciones abrumadoramente misógino gobierna uno de los países centrales de la geopolítica mundial. Y para quienes estamos en el país más austral del mundo, la comparación se hace amiga al instante: también podemos darnos el lujo de tener un presidente Ceo cuyas declaraciones machistas y cuya exhibición de su esposa como bien de lujo son apenas los aspectos más superficiales de una lógica que reafirma la ideología machista de un modo abierto y explícito.
Pero además de las comparaciones obvias, que son inevitables, la serie pone en contraste otro asunto un poco más delicado. El presente de la serie, tan violento como inasimilable, se hace lugar pausadamente por las evocaciones de la protagonista, Defred, quien, en medio de tan alienante presente, despojada de su vieja identidad, y avocada por completo a cumplir con su deber de criada sexual, puede aun así recordar cada tanto parte de su vida pasada.
Los recuerdos de la llamada “Defred” permiten al espectador reconstruir cómo se llegó al presente, enhebrando de a poco una suerte de narrativa de lo imposible o de lo que, para cualquier mente humana, jamás podría suceder.
El pasado de Defred permite trazar identificaciones inmediatas. Ella era una mujer independiente, profesional, activa políticamente. Tenía una hija con un hombre a quien amaba. Unir a las dos mujeres es una tarea lenta y dolorosa que permite tejer un manto de sospechas sobre cualquier estado de derecho. Los derechos tienen vigencia hasta que dejan de convenirles a las castas o clases gobernantes. Las democracias son más débiles de lo que nos enseñaron a creer.
De la única temporada de la serie, y de las evocaciones de Defred hacia su pasado, lo que convierte a este personaje, como en toda distopía, en un espejo a la inversa (“ese futuro de horror no es tan distante de mi experiencia como yo creía”), hay una en particular que me llamó la atención: cuando le quitan a las mujeres el derecho a trabajar, ella y su amiga van a una marcha, como tantas veces, confiadas en que tal aberración no podrá sostenerse. Pero la manifestación termina en una represión brutal y sangrienta, de la que escapa a duras penas con vida.
La escena, breve pero fuertemente semiótica, da cuenta del cambio de época al que asiste la protagonista. Las cosas ya no son como lo eran. Su universo simbólico de derechos, certezas, e incluso, de organismos internacionales de DDHH, comienza a caer bajo el uso extremo de la violencia. La militarización y las ejecuciones ganan rápidamente las calles. El miedo a perder la vida gana la partida.
No pude evitar sentirme parte de una transición similar. La serie parece más bien reescribir los hechos de violencia represiva que cambiaron el clima de las manifestaciones en la Plaza de Mayo. Los comentarios al pasar de cualquier persona pidiendo “mano dura”, la justificación de la violencia de las fuerzas de seguridad, el intento de indultar a los torturadores del último golpe militar o el encubrimiento de la desaparición de Santiago Maldonado por altos funcionarios, son algunos de los flash back que nos hermanan con Defred más de lo que creemos. Si trasladamos esto a la crisis democrática que se está viviendo en general en América Latina, el panorama se tensa más aún. El cambio de época, a pesar de los indicios que la realidad nos ofrece, resulta intolerable.
En medio situaciones límite para tantas y tantos alter ego de Defred, ir y venir entre el presente de la serie y las esquirlas que lo preceden puede aportar algunas estrategias para dialogar con un presente de non fiction que se torna cada vez más insoportable: la sororidad como estrategia de subsistencia y herramienta de poder; la memoria como primer bastión de resistencia; la sospecha, a priori, sobre las clases gobernantes; las batallas cotidianas contra un sentido común que puja por meterse dentro y serenarnos en la alegre opresión.
Por estos motivos, y porque cada espectador y espectadora podrá pensar aún en más cosas (y seguramente con mayor lucidez), es que se recomienda la serie.