En Guatemala, las mujeres operadoras de justicia se han convertido en símbolo de resistencia al enfrentar un sistema que busca silenciarlas. Desde sus roles como investigadoras, abogadas, juezas o fiscales, han desafiado la corrupción y señalado los crímenes de lesa humanidad cometidos por grupos de poder. En este especial creado por Ruda, conocemos sus historias: las represalias que las han llevado a la cárcel, al exilio o a condiciones inhumanas, pero también su dignidad, fuerza y compromiso con la justicia.
Las mujeres nos hemos enfrentado históricamente a la sospecha, a la vigilancia permanente y a todo tipo de castigo. Cuando nosotras controlamos nuestros cuerpos, nuestras actividades reproductivas y el conocimiento, ha implicado que recibamos todas las formas de violencias posibles. Por eso seguimos luchando.
La violencia como estrategia, heredada de la inquisición y la contrainsurgencia, forma parte del régimen patriarcal; quienes actúan desde ahí insisten en disciplinar, adoctrinar y silenciar a las personas, a las mujeres, que con su labor interpelan a este sistema que pone en el centro a los hombres y sus intereses, principalmente a quienes tienen poder. Se trata de un sistema que pretende apropiarse del cuerpo de las mujeres con el castigo, encierro y control.
Durante la invasión española, las mujeres que practicaron la medicina o su espiritualidad, las que se opusieron a los tributos o a denunciar las injusticias y despojos fueron encarceladas o ejecutadas.
El encarcelamiento político de las primeras que organizaron huelgas y sindicatos, tras ser acusadas de bolcheviques o comunistas, se remonta a los años veinte del siglo pasado.
Durante la historia reciente, cuando la participación política y social empezó a ser más activa y colectiva, fueron reprimidas. El archivo de la Policía Nacional es testigo documental de miles de acusaciones contra mujeres, lesbianas y contra disidentes políticas y sexuales señaladas como prostitutas, locas, alcohólicas, malas madres, desviadas o subversivas. Tras rumores y difamaciones, muchas de ellas fueron desaparecidas o asesinadas.
La lucha por ganar espacios políticos vino con el movimiento de mujeres sufragistas. Graciela Quan Valenzuela, una de las primeras abogadas graduadas de la Universidad San Carlos de Guatemala (USAC), fue pionera en un momento en el que las mujeres no tenían, ni siquiera, el derecho a votar. Sería gracias a su lucha y la de otras que en 1944 las mujeres alfabetizadas, privilegio casi exclusivo de mestizas, ganarían el derecho al voto.
En Guatemala la historia de la lucha por la justicia y la memoria histórica la han encabezado, en su mayoría, las mujeres. Muestra de ello ha sido el reconocimiento con el Premio Nobel de la Paz otorgado a Rigoberta Menchú Tum, originaria de Uspantán, Quiché, quien denunció al mundo los crímenes que se estaban cometiendo en su comunidad y en el país durante el conflicto armado interno.
Mujeres como Rosalina Tuyuc, Nineth Montenegro o Aura Elena Farfán dedicaron sus luchas a la búsqueda de sus familiares desaparecidos por el Ejército de Guatemala o por el propio Estado. Ellas fundaron organizaciones como la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA), el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) o FAMDEGUA (Asociación Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Guatemala). Otras lo hacían desde sus organizaciones estudiantiles, como la Asociación de Estudiantes Universitarios “Oliverio Castañeda de León” (AEU) o los sindicatos. Miles de personas fueron castigadas con la desaparición forzada, la tortura o el asesinato político.
Con la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, Otilia Lux formó parte del grupo de personas que elaboró el informe final de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), presentado en 1999 con el título Guatemala: Memoria del silencio.
En dicho informe, organizado por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG), miles de mujeres dieron su testimonio para que se conocieran las atrocidades de violencia física, sexual y psicológica a las que habían sobrevivido durante el conflicto armado interno que duró 36 años en el país. En abril de 1998 el obispo Juan Gerardi fue asesinado por haber documentado el horror cometido por agentes estatales. Las comunidades se organizaron en cientos de comités de víctimas y sobrevivientes para clamar justicia por el despojo, los crímenes de guerra y genocidio cometidos en su contra.
La justicia en el país continuaba resonando por los estragos cometidos durante la guerra. En la segunda década del nuevo milenio se logró enjuiciar a más de una decena de militares y policías de alto y bajo rango por casos emblemáticos de violencia sexual y delitos de lesa humanidad a la que fueron sometidas.
Casos como el de las mujeres de Sepur Zarco, el de las mujeres Achi’, el caso contra Emma Molina Theissen, o el de Creompaz (Centro Regional de Entrenamiento de Operaciones de Mantenimiento de Paz), el de la toma y quema de la embajada de España y el caso de desaparición forzada del sindicalista Edgar Fernando García, todos fueron impulsados por mujeres indígenas, mestizas activistas y comunitarias.
En estos procesos vimos a juezas, fiscales y abogadas que, pese a los riesgos para ellas, se atrevieron a investigar y dar sentencias condenatorias. Es el caso de la jueza Yasmín Barrios y la fiscal Gilda Pineda, quienes condenaron a Ríos Montt en mayo de 2013 por genocidio contra el pueblo Ixil de Quiché. También han asumido un papel relevante varias abogadas, que como querellantes acompañan a sobrevivientes y testigas, como Lucía Xiloj, Jovita Tzul Tzul o Wendy Geraldina López.
Los Acuerdos de Paz plantearon que como garantía de la no repetición de crímenes graves contra la humanidad como el genocidio, debían investigarse las estructuras paralelas y aparatos clandestinos. De ahí que con el tiempo se organizó la creación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). A partir de este hecho y que al Ministerio Público (MP) llegaron mujeres valientes como Claudia Paz y Paz y luego Thelma Aldana, quienes tuvieron la voluntad de dar seguimiento a las investigaciones relacionadas con estos crímenes y los de corrupción.
Todo el trabajo de investigación de decenas de personas, como fiscales y mandatarias de CICIG fueron claves para demostrar el funcionamiento de esas estructuras, así como procesarlas e incluso encarcelarlas. No pasó mucho tiempo para que dicha Comisión fuera desmantelada por el gobierno de Jimmy Morales. Entonces empezaron a ser perseguidas.
Varias abogadas y defensoras de la justicia que fueron magistradas, juezas, jefas del Ministerio Publico, fiscales y mandatarias investigadoras han enfrentado procesos penales montados y manipulados. Leily Santizo, Claudia González, Siomara Sosa, Samari Gómez, Paola González, Aliss Morán, Paola Escobar y Virginia Laparra han tenido que estar en la cárcel. Flor Gálvez, Claudia Escobar, Claudia Paz y Paz, Thelma Aldana, Gloria Porras, María Eugenia Morales, Erika Aifán, Amy Girón, Mayra Véliz y otras han tenido que salir al exilio tras el acoso y hostigamiento permanente. Otras como la jueza Yasmín Barrios se mantiene en Guatemala, no sin estar en riesgo permanente.
Estos hechos de violencia política se cruzan con líneas casi invisibles de misoginia y otras formas de violencias machistas. De nuevo el mandato sobre las mujeres que no obedecen, que se atreven a hablar o a denunciar son castigadas y acusadas de soberbias. Los intentos de sometimiento provienen de lo que en Guatemala desde el 2017 se conoce como el Pacto de Corruptos, que no es más que el pacto patriarcal del bloque dominante, en beneficio de hombres con poder, militares, empresarios o funcionarios públicos acostumbrados a mandar y gozar de absoluta impunidad y que no soportan que sean mujeres quienes hayan puesto en tela de juicio las formas del ejercicio de poder y de acumulación de capital.
Ellos no solo las han atacado como profesionales sino como mujeres, ridiculizando sus logros profesionales y aspectos de su vida personal y familiar. Su fin último habría sido cortarles las alas, silenciarlas y encerrarlas.
El efecto ha sido todo lo contrario, ellas se han fortalecido, gozan de apoyo y respaldo en todo el mundo. La respuesta ante el pacto patriarcal de corruptos ha sido afianzar el apoyo y la organización entre mujeres, que parte de la conciencia colectiva de la amenaza común que las intenta controlar. De este modo se sale del lugar en donde pretenden ubicarlas, a la vez que se rompe con la lógica de control y de sometimiento. En el que la reflexión y la escritura son una contribución para lograrlo.
El especial periodístico “Nos queremos libres” es un esfuerzo que intenta explicar cómo el retroceso democrático tiene implícita la violencia machista y cómo pese a todas las estrategias para que el modelo se mantenga, las mujeres resisten.