Por Francisco J. Cantamutto
Los principios de Reestructuración de Deudas Soberanas aprobados en Naciones Unidas la semana pasada fueron presentados como una victoria moral. Las severas limitaciones de esta victoria pírrica.
El pasado jueves 10 de septiembre se aprobó en la Asamblea General de Naciones Unidas la Convención Multilateral sobre Reestructuraciones de Deuda Soberana a propuesta de Argentina. Hace un año atrás, el gobierno de Cristina Fernández desplegaba su estrategia jurídico-política, enviando este proyecto a discutir a Naciones Unidas y dando impulso a una ley contradictoriamente llamada de Pago Soberano. Ésta última supuso declarar de interés público el pago de una deuda que al mismo tiempo que juzgaba digna de investigación, componiendo una comisión ad hoc cuyos resultados se esperan conocer a la brevedad (contaban con seis meses para presentar conclusiones).
La propuesta de un mecanismo de regulación de reestructuraciones de deudas de los Estados fue una interesante jugada política del gobierno, que sometió a debate en la Asamblea General de la ONU su actual disputa con una minúscula parte del sistema financiero internacional, los fondos buitres. Con el apoyo de China y el G77 a la iniciativa, no fue difícil conseguir una mayoría para discutir el asunto. La votación finalizó con 136 votos a favor, 41 abstenciones y 6 votos en contra de los centros de poder económico (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Gran Bretaña, Israel y Japón), lográndose su aprobación. Se espera que algunos países busquen aprobar leyes para incorporar la convención a sus sistemas jurídicos, como ya indicó que haría Bolivia.
¿Combatiendo al capital?
El canciller Héctor Timerman festejó la conquista afirmando que las disposiciones “Ponen un límite a los piratas del siglo XXI que aprovechan la falta de legislación global para infringir daño y obtener ganancias extraordinarias.” La resolución fue muy festejada como un logro de política internacional, incluso como una victoria moral. Sin dudas, esta convención convalida la estrategia del kirchnerismo respecto del tratamiento de la deuda; pero eso no significa que se trate de un enfrentamiento abierto al capital financiero.
Dos cuestiones generan dudas sobre esta supuesta victoria, ambas reconocidas por el oficialismo. La primera es que la resolución no tiene aplicación retroactiva, con lo cual no sería de utilidad para el conflicto actual con los fondos buitres. En todo caso, sería de utilidad para una nueva ronda de endeudamiento como la que se espera, tanto si gana Scioli como si gana Macri. La segunda es que en lugar de un mecanismo claro de reestructuración, lo que se aprobó fueron nueve principios generales, de aplicabilidad no coactiva, es decir, a voluntad de las partes.
A estas dos cuestiones generales se agregan algunas dudas puntuales respecto de los principios en sí, que ya han expresado dos expertos en la materia, Héctor Giuliano y Alejandro Olmos Gaona. Más allá de declamaciones como la de inmunidad soberana (principio 6) que no estuvieron nunca en discusión (a menos que volviéramos un siglo atrás, antes de la Doctrina Drago, y permitiéramos invasiones extranjeras para cobrar deudas), la convención genera más bien suspicacias. Entre otros puntos que generan severas dudas, está el taxativo privilegio de los derechos de los acreedores sin referencia equivalente de los de la nación soberana, la obligación de los países deudores de rendir cuentas (sin equivalencia respecto de los acreedores), y la prohibición de discriminar entre acreedores (lo que convalida la práctica de los fondos buitres de comprar deuda a precio de remate para especular luego con juicios) y la obligación de las partes de someterse a negociaciones. De acuerdo con este conjunto de principios, los fondos buitres serían grandes ganadores, puesto que los cuatro puntos anteriores conforman el núcleo de sus demandas en los tribunales neoyorkinos: que, sin importar cómo obtuvieron los títulos de deuda, Argentina debe sentarse a negociar con ellos, dar explicaciones, pagarles.
El principio 9 sería el más favorable a las intenciones de Argentina, que indica que “una minoría no representativa de acreedores (deberán) respetar las decisiones adoptadas por la mayoría de los acreedores”. He aquí la gran conquista del argumento kirchnerista: una vez reestructurada la deuda con la mayoría de los acreedores (93% para el caso argentino post 2001), una minoría (MNL Capital tiene menos del 2% de los bonos) no puede obstaculizar la normalización financiera. El berrinche judicial de Singer y Griesa no tendría sostén de acuerdo con este principio.
Sin embargo, antes de cantar victoria, deberíamos apelar a la memoria –tan cara al oficialismo- y el estudio de la arquitectura financiera internacional. Desde que el siglo XXI comenzó, la posición oficial de Estados Unidos y del FMI ha sido impulsar un sistema de reestructuraciones de deuda soberana semejante a una convocatoria de acreedores. Luego de que el conservador Meltzer presentara su informe en el Congreso estadounidense, fue la temible neoliberal Anne Krueger quien impulsó esta idea justamente a raíz del default argentino de 2001. La razón es sencilla: si se permite que un pequeño grupo de fanáticos obstaculice las reestructuraciones, se impide que el país deudor pueda renovar su voluntad de seguir pagando y tome nueva deuda. Es decir, la avaricia de unos pocos complica el negocio de otros muchos. Los fondos buitres son una lacra del sistema financiero internacional, que ponen palos en la rueda para que el poder financiero real pueda continuar su expoliación.
Fue por este motivo que ni el organismo ni la potencia dificultaron el canje de Argentina de 2005, sino más bien al contrario lo apoyaron. Tenían dos motivos más para esta actitud, y es que la propuesta de Néstor Kirchner renovaba la jurisdicción extranjera en la materia y no cuestionaba el origen de la deuda. Los tres puntos se vieron ratificados con la Convención aprobada en la ONU: no investigar la deuda; mantener la jurisdicción fuera del país deudor; y negociar por mayorías.
Junto al principio ocho que declara abiertamente la intención de estabilizar el sistema financiero internacional, y el segundo que explica que el propósito es “restablecer la sostenibilidad de la deuda y el servicio de la deuda de manera rápida y duradera”, queda palmariamente claro que la preocupación y voluntad de la Convención –al igual que la declarada por el kirchnerismo una y otra vez- es sostener el sistema de endeudamiento permanente de los países dependientes. Garantizar el negocio de deudas ilegales e ilegítimas para todas las partes.
No debe confundir al análisis político serio los votos negativos de las potencias: presentándose como la encarnación misma del mal, dan la excusa perfecta para presentarlo como una conquista. Era evidente que la Convención –insistimos, no coactiva- se aprobaría igual por mayoría; si las potencias hubieran querido bloquearlo, tienen mecanismos políticos y económicos para hacerlo. La Convención de la ONU es un fiasco que continúa la política estratégica de volver a endeudar al país.