Por Francisco J. Cantamutto
El enorme malestar social que crea el plan de ajuste provoca discusiones dentro del gobierno. Los problemas políticos del ajuste económico.
El gobierno de Cambiemos tiene disputas internas, que se han hecho conocer –otra vez– como de “halcones y palomas”. La metáfora es mala porque aquí no hay relación predatoria entre ambos tipos de aves ni dietas disímiles; se refiere apenas a los diferentes estilos para aplicar un mismo programa económico. Por un lado, están quienes pretenden un ajuste más brutal, profundo y veloz, en clave de shock. Por otro lado, están los que creen que es mejor dosificar la administración de políticas, permitiendo ajustes graduales. No son posiciones siempre fijas, porque se cruzan perspectivas ideológicas, vínculos con diferentes sectores empresariales y lecturas del proceso político. Créase o no, la pelea la vendrían ganando los gradualistas.
Por ejemplo, el primer debate en este sentido se dio en torno a la devaluación de diciembre. En ese caso, el ministro del Interior Rogelio Frigerio y el coordinador del equipo económico Gustavo Lopetegui creían necesario ir con calma, mientras que el ministro de Hacienda Alfonso Prat Gay y el presidente del Banco Central Federico Sturzenegger creían necesario liberar totalmente el tipo de cambio. El riesgo percibido por los primeros era el riesgo de un exceso de devaluación (que el dólar llegara a $20, por ejemplo), mientras que los segundos creían que era una buena señal de libertad al mercado. Si bien al inicio primó esta última visión, la segunda devaluación en febrero obligó a intervenir en el mercado para contener la estampida.
En el mes pasado trascendieron nuevos chispazos, en relación al control de la inflación y el nivel de las tasas de interés. Prat Gay habría criticado que las tasas de referencia –como las LEBAC, al 37,5% anual– estaban demasiado altas, y esto bloqueaba la inversión. Esto llevaría a una parálisis de la actividad. Sturzenegger, por su parte, criticó que su par no era lo suficientemente veloz en la tarea de reducir el déficit fiscal, lo que lo obligaba a emitir pesos y buscar formas de licuar esa emisión. Esto llevaría a dificultades para reducir la inflación. Esta discusión, sin embargo, se dio en el marco de un diálogo fluido –facilitado por el viceministro Pedro Lacoste– y objetivos de política compartidos. Reducir la inflación –aún a costa de recesión–, generar clima de inversiones, y luego recién reactivar la economía. Por eso ambos ponían las fichas en el segundo semestre, ahora trasladado al 2017.
Más radicales se presentan otros sectores del propio gobierno (Carlos Melconian, presidente del Banco Nación) y sectores afines (como Daniel Artana, de FIEL, o Dante Sica, de la consultora ABECEB) que insisten con que la frecuencia semanal de malas noticias genera malestar, y la “sensación” de que no hay buenas perspectivas. Esto atentaría contra el “clima de inversiones”, posponiendo las decisiones que permitirían a la economía salir del actual trance. Por ejemplo, el índice de confianza al consumidor relevado por la Universidad Di Tella muestra caídas mes a mes, lo que implica menor demanda y, por ello, demora decisiones de inversión.
Esta obsesión con la inversión no es trivial, pues se supone que es el objetivo ulterior de la política de estabilización y ajuste, presentado como lucha contra la inflación y la “herencia” kirchnerista. Según el razonamiento del gobierno, con cuentas fiscales balanceadas, menores tasas de inflación y un clima de previsibilidad, las inversiones llegarán y reactivarán la economía. Prat Gay comenzó su tarea, con los despidos en el Estado y el arreglo con los buitres, la tarea recae ahora en otros funcionarios. Concretamente, les tocaría la posta a la canciller Susana Malcorra y el ministro de Producción Francisco Cabrera, encargados de atraer la inversión extranjera. El 23 de marzo pasado, en un encuentro de la Cámara de Comercio Argentino-Estadounidense se anunció –por tercera vez– una Agencia de Inversiones y Comercio Internacional, de gestión compartida por estos funcionarios. Pretenderían transformar al ente mixto (público-privado) Fundación Exportar, para que promueva conjuntamente exportaciones e inversiones. Hasta ahora los resultados concretos son esquivos: no hay prácticamente nada que anunciar respecto a inversiones.
Cabrera es además acusado de no ofrecer ninguna contención a las PyMEs, actualmente en pie de guerra por el tarifazo y la apertura de importaciones. Pero aquí es donde el límite no es personal, sino de la fuerza política. El sentido general de las reformas neoliberales fue claro desde sus inicios: privilegiar la estructura de poder definida en el mercado y sostenida por el Estado para la toma de decisiones que afectan a la sociedad. Eso significa que el Estado pone toda su estructura al servicio de los sectores más concentrados del capital, no se achica ni minimiza, sino que modifica su accionar. Tampoco significa que el empresariado concentrado tenga acuerdos plenos respecto de todo un programa, sino apenas de su sentido general contra las clases populares –y fracciones más débiles del propio capital. Esto explica que incluso en el marco de las reformas estructurales de la última dictadura en el país o durante la Convertibilidad se dieran disputas al interior del bloque en el poder, con personeros políticos representando fracciones de capitalistas.
Ya a fines del siglo XX, a la luz del enorme descontento social de las reformas, dentro de la propia ortodoxia mundial comenzaron a plantearse cuál era el problema. El supuesto, claro, es que las reformas neoliberales son beneficiosas y sobre esto no hay discusión. Un documento muy circulado del Banco Interamericano de Desarrollo –una de las instituciones de crédito responsables de presionar por las reformas– presentaba ya en el 2000 lo que veían como problema: la duración total y secuencia de aplicación de las mismas. Este debate lo había planteado casi una década antes la pretendida heterodoxia del mainstream, que coincidía con el sentido general de liberalización y apertura, pero que, a diferencia de sus pares más tecnócratas, tomaba en consideración los problemas políticos (por ejemplo, leer aquí un conocido texto de 1992 de Dani Rodrik). Esta variante que ganó espacio con el estallido de la crisis mundial en 2008: economistas igualmente neoliberales, pero con consideraciones políticas (como Stiglitz o Krugman). ¿Cuál es el debate? Cuán rápido y profundo tomar las mismas medidas, de manera de evitar alianzas sociales y políticas que las resistan.
Es por eso que el propio Prat Gay dijo, ese mismo 23 de marzo pero en la Sociedad Rural, que eligieron “el camino del gradualismo porque es el único posible”. Un ajuste más acelerado no sólo foguearía la resistencia en las calles, sino que impediría el juego de alianzas en el Congreso y las provincias, que tan bien llevan adelante otros gradualistas como Frigerio y Pinedo. El problema de esta estrategia es el malestar permanente por las medidas contrarias a los intereses populares: ¿hasta cuándo podrán sostener el discurso de la “herencia K”?
No hay que confundirse, por dosis o por shock, todos en el gobierno quieren aplicar el mismo veneno.