Por Ricardo Frascara
La colosal actuación del goleador del Bayern de Pep Guardiola, el polaco Lewandowski, provocó tal sacudón en el cronista que le abrió un cauce mental que lo llevó a buscar las raíces de este ejercicio impagable de anotar goles a rolete, el gran camino hacia el goce infinito que depara el fútbol bien jugado.
Por eso se endiosa a los goleadores. Desde los principios de la historia de la pelotita, hasta ayer mismo, el grito de gol se contiene y se expande en los pechos de las hinchadas. Por eso la frustración que produjeron el miércoles River e Independiente. Cero gol es un nudo que te aprieta la garganta, que te hace saltar las lágrimas de bronca. El gol puede ser elaborado con juegos previos –eso lo conocemos bien– o llegar por una explosión que te mata, te deja boqueando, medio borracho. Lionel Messi es el ejemplo de la primera imagen, es el maestro que llega al gol tras haber desarrollado los cien artilugios del prestidigitador. (Orgasmo relajado). Robert Lewandowski es la más reciente propuesta del orgasmo explosivo. Los dos alcanzan, más lento o más rápido, al punto culminante que ansía el hincha. Los dos te hacen gritar con toda la fuerza del universo: ¡GOOOL!
La apoteosis del Nª 9
Para los numerólogos el 9 es un número mágico: produce originales combinaciones y está presente de manera misteriosa en simbolismos esotéricos. Para los fanáticos de la pelotita, es el rey de la creación. Por eso, por su repercusión en los resultados, por su vocación goleadora, por el impacto en la red contraria, por la satisfacción que nos produce cuando la pelota impulsada por él está viajando inexorablemente hacia el arco, amamos al Nº 9. Yo no sé cómo le gritarán los fanas del Bayern Munchen al polaco Lewandowski, sobre todo desde la semana pasada, que metió 5 al hilo –en nuestras tribunas seguramente le gritarían Leguán, o quizá sería Lengua, que se acerca por el sonido, o maricón, cuando perdió el sexto gol–, pero sí recuerdo perfectamente cuando la cancha de Boca atronaba el barrio con el grito de “Tim, Tim, Tim, gol de Valentim”. Corría la gloriosa década de los sesenta, los Beatles copaban a las muchedumbres, Nacha Guevara reinaba en la noche porteña, en Mau Mau deliraban las parejas con los ritmos más modernos, pero el grito que traspasaba el alma era el de Fioravanti: “GOOOL de Valentiiiiimmmm”. El brasileño Paulo Valentim (1932-l984) hizo las delicias de los boquenses entre 1960 y 1964; marcó 71 goles en 115 partidos y provocó múltiples explosiones de las tribunas en los superclásicos: es el goleador máximo contra River Plate, arco en el que metió la pelotita 10 veces en 7 partidos. Como Lewandoski la semana pasada, cuando dio el campanazo cinco veces en una tarde, Velentim tuvo su partido del pentagol en la final que Botafogo le ganó a Fluminense en 1957. Allí fue cuando la Boca se hacía agua por él.
Otro caso y otro goleador notable de nuestra historia fue el vasco Isidro Lángara (1912-1992), llegado a San Lorenzo en 1939. Lángara era un Nº 9 decisivo en la época en que nadie sabía que era un 9 porque no se usaban los números en las camisetas; sin embargo, todos los fanáticos cuervos lo conocían y lo soñaban, porque era el que más la metía. Entre 1939 y 1943 anotó 110 goles en 121 partidos, algo extraordinario aun en la época en que se marcaban goles con toda naturalidad. Pero el Vasco sí que explotó de entrada: en el primer partido que jugó en la Argentina, su tarjeta de presentación fue un cuaterno que le metió a River en el 4-2 del 21 de mayo de 1939.
En la misma época de Lángara brillaba en Independiente el paraguayo Arsenio Erico (1915-1977), el cabeceador más brillante que se haya visto en Avellaneda y sus alrededores. Hábil, fuerte, arrojado, imparable por su agilidad en época de defensores más estáticos, Erico pintaba de rojo a cualquiera y dejó su marca imborrable trazada entre 1934 y 1946: en 325 partidos jugados con los Diablos, anotó la barbaridad de 295 goles; con su equipo campeón en 1937, fue goleador de ese campeonato con 48 pepas. Y se repitió como goleador máximo en 1938 y 1939.
Hasta aquí hablé de un polaco, un español, un paraguayo y un brasileño. Llego al final, como llegamos todos, satisfecho y exhausto, y evoco a la raíz de los supergoleadores argentinos: Don Bernabé Ferreyra (1909-1972), que jugó el primer año del fútbol profesional en el país (1931) vistiendo la casaca de Tigre. Allí empezó a romper redes, cosa que llevó a River Plate a incorporarlo como eje delantero –tal como solía decirse cuando los ataques se leían con cinco jugadores–. Bernabé, “La Fiera”, jugó con la banda roja en el pecho de 1932 a 1939, y (agárrense fuerte) derribó –porque su patada era formidable– 200 veces el arco contrario en 185 partidos. Algo obviamente inigualable desde hoy hasta los siglos de los siglos. Amén.