Por Matías Izaguirre
Esta es la historia de un jugador que vivió así, muy rápido. Un hombre forjado en el ascenso al que apasionaban tanto las motos como los lujos del fútbol bien jugado. Usaba la número 10. Le decían Garrafa.
“Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”
James Dean
Todavía lo recuerdo bien. Un calor agobiante calentaba las calles de Buenos Aires. La sensación térmica superaba los treinta y cinco grados. Viernes 6 de enero de 2006. La noticia cayó como una bomba en medio de las vacaciones. Los medios hablaban de un accidente frente a la puerta de su casa. Agregaban que se había caído mientras realizaba una pirueta con su moto y que no llevaba casco. Su estado, decían, era gravísimo. El domingo, que irónicamente es el día de misas y partidos, falleció luego de agonizar dos días. Una muerte absurda que lloraron hinchas de casi todos los clubes. Porque por sobre todo era un tipo querido, un atorrante que sin haber jugado en los mejores clubes había logrado que todos hablaran de él, de su personalidad, de su forma de sentir el juego.
Todavía lo recuerdo bien. Usaba la número 10. Le decían Garrafa. Un apodo que, si se quiere, parece poco apropiado para un futbolista. No destaca ninguna virtud en particular y menos aún una característica física. Hubo un tiempo en que los apodos de los jugadores cumplían exactamente esa función, individualizar a uno entre muchos. Y a veces, con suerte, lo siguen haciendo. Sin embargo a él, José Luis Sánchez, Garrafa le sentaba bien. Había allí una cuestión de orgullo, una marca de pertenencia. Esa fue una de las pocas que no quiso sacarse de encima. Ése apodo era también el de su padre, Francisco, al que llamaban así por repartir gas comprimido.
Garrafa, como muchos jugadores del llamado tercer mundo, nació en un barrio carenciado, en la villa La Jabonera, de las afueras de Buenos Aires. Allí vivió el tiempo necesario para aprender que la vida se trataba de sobrevivir. Sus padres recién lograron mudarse a una modesta casa en Laferrere justo cuando Garrafa ingresaba a la adolescencia. Con el tiempo él creyó que esa mudanza fue en cierta medida providencial, porque muchos de sus amigos de la villa terminaron mal. No todos encontraron la manera de evadirse de los violentos caminos que se tejen en las villas. Si él pudo fue gracias a su familia, pero también al fútbol.
En Laferrere todos sabían que el chico estaba destinado a llegar a la primera de algún club. Era puro talento. Su estilo vistoso, efectivo e incluso a veces sobrador (al menos así lo interpretaban sus rivales cuando no paraba de tirar caños, poco importaba el resultado) lo hicieron sobresalir en esos campeonatos de barrio, en los que se juega fuerte, por plata y donde siempre se sabe cómo se empieza pero nunca cómo se termina. En esos torneos donde los árbitros no logran imponer el reglamento y a veces, saben, mejor es ni intentarlo. Sobran los jugadores borrachos y hasta alguno que puede jugar armado. Alguna vez, el padre de Riquelme contó que su hijo había jugado en este tipo de torneos y que, en más de una oportunidad, lo habían marcado “jugadores” que portaban armas en la cintura.
Por eso, cuando debutó con diecinueve años en la primera de Deportivo Laferrere (1993-1997), luego de haber hecho todas las inferiores, estaba curtido como un veterano. De esta época es quizá una de las historias más conocidas y contadas de su vida. En 1996 Boca (dirigido en ese entonces por Bilardo) y Laferrere jugaron dos amistosos en Ezeiza, en el predio donde entrenaba Boca. Y Garrafa que jugaba igual contra cualquier rival, pero mejor aún contra los equipos grandes o en las instancias decisivas de los torneos, se destacó tanto como para que le propusieran entrenar con Boca.
Cuando le tocó volver a Ezeiza para la práctica con Boca no tenía con qué ir, salvo su Honda CBR 600. Y no se lo pensó dos veces. Sabía de la cláusula que en Boca prohibía a los jugadores andar en moto, pero él no tenía otra forma de llegar. No tenía opción. Quizá lo mejor era ir temprano, antes de que llegaran todos, incluso Bilardo, famoso -entre otras cosas- por su obsesión por tener todo supervisado y bajo control. La mala suerte quiso que el DT lo viera por la autopista, andando a toda velocidad, arriba de su moto. Inmediatamente Boca dio por terminada su oportunidad. No se quejó. Ya había aprendido a convivir con situaciones que consideraba injustas.
Luego se fue a El Porvenir (1997-199) donde fue uno de los principales artífices del ascenso al Nacional B. Y además del título logró que los hinchas lo amen, como ya había pasado en Laferrere. En el 1999-2000 jugó para el Bella Vista de Montevideo, donde con su equipo alcanzó incluso a clasificar para la Copa Libertadores. Pero él ya no la jugaría. Por aquellos días volvía cada lunes a Buenos Aires para ver a su padre, enfermo de cáncer en los pulmones. Y un día regresó a la Argentina para quedarse. Decidió que lo verdaderamente importante era otra cosa. Dejó el fútbol para acompañar y cuidar a su padre en sus últimos meses. No pensó en su carrera, ni en las consecuencias. Durante diez meses estuvo ausente de las canchas. Incluso triste sintió la satisfacción personal de haber hecho lo correcto.
Y cuando volvió lo hizo con todo, en Banfield (2000-2005) donde consiguió el ascenso a Primera en 2001, convirtiéndose en ídolo indiscutido y emblema de ese equipo. Era lo que él siempre había querido, jugar en Primera y ser alguien dentro del plantel, un referente. Sabía que tenía calidad y por eso jugaba tranquilo, sin presión. Se divertía y hacía pasar rivales con amagues y pisadas de otras épocas.
Y en 2005 volvió a Laferrere, club del que era hincha y en el que pensaba retirarse cuando cumpliera 35 años. Alguna vez había dicho que ahí hubiera jugado gratis, que esa era su vida, su gente. Ese retorno era seguir alimentando la leyenda. Ahí siempre había sido ídolo, pero ahora era el hijo pródigo que había llegado a la Primera con Banfield y del que todos hablaban maravillas.
El día del entierro los hinchas de Laferrere hicieron que el cortejo fúnebre pasara por el estadio (que ahora lleva su nombre) para despedirse en ese lugar. Era conmovedor ver a la gente llorándolo. Los rostros curtidos, trabajadores, gente pobre echándole flores al ataúd y aplaudiendo. Parecía el entierro de un héroe. Y en verdad lo era. Tenía apenas 31 años.
Todavía lo recuerdo bien. Usaba la número 10. Le decían Garrafa…